—Lo siento infinitamente…
Pardon, madame, je
…
—Descuide, hablo inglés —la voz era modulada y clara, sin la nasalidad típica del acento norteamericano—. La culpa ha sido mía. No debí acercarme tanto. Pero como el juego estaba tan…
—Permítame por lo menos que le invite a tomar otra copa.
Y terminando de secarse la cara, la asió del codo y la llevó hacia la pequeña barra. Uno de los agentes de seguridad de la casa, de negro esmoquin, sonrió al verles alejarse. ¿Cuántas veces habría asistido a esa maniobra femenina para enganchar a un hombre? La cosa carecía de importancia, desde luego, siempre y cuando la mujer fuese respetable, y aquélla era una turista norteamericana. Les deseó, para sus adentros, buena suerte.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba? —inquirió ella, alzando hacia la suya su copa de champán.
—James Bond. James, para los amigos.
—Los míos me llaman Percy. Lo de Persephone Proud resulta demasiado largo.
Los ojos de Bond la miraron sonrientes sobre el borde de la copa.
—¿De veras? —dijo, enarcando una ceja—. Brindo por poderme contar entre los que usan el diminutivo…
Percy era una joven sosegada, de conversación fácil, dueña de esa doble virtud que es el sentido del humor junto al del ridículo.
—Muy bien, James… —estaban en el hotel de París, en la habitación de ella, provistos de sendos cócteles de champán—. Pasemos a los detalles. ¿Qué información te han dado?
—Muy poca.
«Los pormenores se los proporcionará ella —le había dicho M—. Muéstrese a la altura de las circunstancias, confíe y aprenda. Ella conoce mejor que nadie este asunto».
—¿Conoces esta cara? —preguntó, al tiempo que sacaba de su bolso una fotografía de pequeño formato—. Tengo que destruirla en cuanto te la haya mostrado. No conviene que me la encuentren encima.
Era el mismo retrato, pero de menor tamaño, que Bond había visto en el piso de St. Martin's Lane.
—Jay Autem Holy —dijo Bond.
El hombre en cuestión parecía muy alto y era dueño de una voluminosa nariz ganchuda y de un cráneo de alta bóveda cuya calva no la conseguía disimular el escaso pelo.
—
Profesor
Jay Autem Holy —corrigió ella.
—Fallecido. Y
tú
eres su viuda, aunque no te hubiese reconocido… después de haber visto ciertas fotos tuyas.
Ella respondió con una risita contagiosa.
—Se han hecho algunos cambios.
—Y que lo digas. La otra no hubiese resultado atractiva, de luto. Y a ti te sentaría bien cualquier color.
—Manejas con mucha habilidad la lisonja, James Bond. Pero en verdad no creo que la anterior señora de Jay Autem Holy necesitase crespones de viuda. Porque, ¿sabes?, él no murió.
—Cuéntame eso.
Empezó por lo que M ya le había anticipado a Bond. Más de diez años atrás, en la época en que el profesor Jay Autem Holy trabajaba en exclusividad para el Pentágono, un Grumman Mohawk de la Infantería de Marina de los Estados Unidos se había estrellado en el Gran Cañón. El profesor Holy y el general Joseph Zwingli, de sobrenombre «Rolling Joe» —«Joe Vueltas»—, eran los únicos pasajeros.
—Como ya sabes —continuó Percy—, Jay Autem se había anticipado a su época. Antes de que la mayor parte de la gente hubiera oído hablar de los ordenadores, él ya era un genio en esa materia. En el momento del accidente estaba trabajando en un avanzadísimo programa del Pentágono. El avión fue a estrellarse en un lugar por demás inaccesible. Sus restos acabaron en el fondo de una escarpada garganta. No se pudieron recuperar los cadáveres… ni el bonito montón de importantes cintas de ordenador que Jay Autem llevaba consigo. Se referían a un programa de entrenamiento para jefes militares que tenía casi ultimado y con el cual, mediante el proceso de datos, era posible anticipar los movimientos del enemigo en campaña. Un trabajo literalmente inestimable.
—¿Y el general?
—¿Joe Vueltas? Un chiflado. Condecoradísimo y más que valiente, pero un chiflado. Aseguraba que los Estados Unidos se habían ido al pote…, al pote comunista, y decía abiertamente que el país necesitaba un cambio del sistema político, con el ejército en el poder. Según él, los políticos estaban vendidos, la moral se había relajado por completo y la gente necesitaba que se le enseñara a respetar los valores.
Bond asintió.
—¿Por qué le llamaban «Joe Vueltas»?
Percy volvió a reír.
—Porque en sus tiempos de piloto, durante la segunda guerra mundial, probaba las fortalezas volantes haciéndolas voltear en el aire, a trescientos metros del suelo.
—¿También el profesor Holy tenía un apodo?
—Sus colegas y algunos amigos le llamaban el Santo Terror
[11]
. Era muy duro como jefe… —respondió Percy. Y tras una pausa, añadió—. Y como esposo.
—Difunto esposo —le recordó Bond, que se quedó mirándola fijamente, sin parpadear, mientras ella apuraba el cóctel de champán y pasaba cuidadosamente la copa en una mesita auxiliar.
—De difunto, nada —Percy sacudió la cabeza—. Jay Autem Holy no murió en aquel accidente aéreo. Un reducido número de personas lo supieron desde el principio. Pero ahora hay pruebas.
—¿Pruebas? ¿Dónde? —indagó Bond, propiciando el momento para el cual le había preparado M.
—Como quien dice en la puerta de vuestra casa, James. En un rincón del Oxfordshire, en el corazón de la Inglaterra rural. Pero no para ahí la cosa. ¿Te acuerdas del robo de la colección Kruxator, ocurrido en Londres?
Bond asintió.
—¿Y del golpe de los veinte millones de libras en lingotes de oro? ¿Y de aquel caso del secuestro aéreo de los mil millones? ¿Recuerdas el avión que transportaba billetes de banco recién impresos en Inglaterra por cuenta de países extranjeros?
—Lo recuerdo muy bien.
—¿Y cuál dirías tú, James, que fue el común denominador de esos delitos?
Bond presentó su pitillera de bronce a Percy, que declinó la invitación con un ademán casi imperceptible. A él mismo le sorprendió que la pitillera volviese a su bolsillo sin haber sido abierta. Con el ceño fruncido, respondió:
—Yo diría que… la importancia de las sumas que se barajaban…, la cuidadosa preparación… ¡Un momento…! ¿No dijo Scotland Yard que casi parecían delitos planeados con ordenadores?
—Ni más ni menos. Has dado con la respuesta exacta.
—Percy… —en la voz de Bond vibraba el desconcierto—. ¿Qué tratas de insinuar?
—Que el profesor Jay Autem Holy está vivito y coleando, e instalado en un pequeño pueblo de los alrededores de Banbury, en vuestro agradable Oxfordshire, que lleva el nombre de Nun's Cross. ¿Conoces Banbury, James? Es un lugar idílico —Percy comprimió un poco los labios—. Pues bien, allí le tienes. Planeando operaciones delictivas, y a buen seguro también terroristas, a base de simulacros obtenidos por ordenador.
—¿Pruebas?
—Bien… —nueva pausa—. Decir que no se recuperó ningún cadáver después del accidente aéreo, no acaba de ajustarse a la verdad. Encontraron los restos del piloto. Pero sólo los suyos. Los Servicios Secretos, la policía y los cuerpos de seguridad andan desde entonces en busca de Jay Autem Holy.
—¿Y de pronto le localizan en Oxfordshire?
—Sí, y, como quien dice, por casualidad. Uno de vuestros agentes de Servicios Especiales se encontraba en aquella zona, investigando un caso enteramente distinto. Seguía la pista de dos conocidos timadores londinenses.
—¿Y ellos le llevaron a…?
Se detuvo al ver que Percy se levantaba y se ponía a pasear por el cuarto.
—Le llevaron —enlazó ella— a una pequeña empresa de juegos para ordenadores, llamada Gunfire Simulations, sita en el pueblo de Nun's Cross. Estando allí, reparó en una cara que recordaba haber visto en los ficheros. De regreso en Londres hizo las oportunas comprobaciones, y resultó que la cara correspondía al profesor Jay Autem Holy. Con la salvedad de que ahora se hace llamar profesor Jason St. John-Finnes. Y la casa donde vive lleva el nombre de Endor.
—¿Cómo la famosa bruja?
—Exacto.
Percy interrumpió su paseo y se apoyó en el respaldo de la butaca que ocupaba Bond, con lo cual le rozó la oreja con el brazo. Él no quiso romper el clima volviéndose para mirarla.
—Incluso celebran entre amigos, las noches del sábado, batallitas con ordenadores —prosiguió Percy—. Aparece por allí mucha gente rara —apartándose, se dejó caer en un canapé y recogió las largas, esbeltas piernas bajo el cuerpo—. El problema es que nada de eso le resultaba nuevo al Servicio norteamericano, que venía vigilando esas actividades desde hacía algún tiempo, ¿sabes? Incluso infiltró allí a un agente, sin decírselo a nadie.
Bond sonrió.
—A los míos les encantaría enterarse de eso. Existen reglas para operar en territorio extranjero, y además…
—Tengo entendido —le interrumpió Percy con voz ronca, algo cansada— que medió lo que suele llamarse una conversación franca.
—¡Seguro! —Bond se quedó pensativo un momento—. ¿Pretendes decirme que Jay Autem Holy, desaparecido, supuestamente muerto y persona valiosísima para el Pentágono, consiguió instalarse por las buenas en ese pueblo de Nun's Cross sin más disfraz ni tapadera que unos cuantos documentos de nueva identidad?
Percy desplegó las piernas, se tendió casi cuan larga era en el canapé y rozó lánguidamente el suelo con la mano.
—Es un hombre al que no le resulta fácil disfrazarse. Pero sí; hizo exactamente eso. La verdad es que apenas sale. Casi nunca se le ve por el pueblo. La que pasa por su esposa se encarga personalmente del negocio, y sus auténticos empleados le creen un simple excéntrico… Cosa por otra parte cierta. Para montarse su escondrijo, Jay Autem necesitó mucho ingenio y no menos dinero.
Paulatinamente, lo que M le había anticipado en Londres empezaba a cobrar sentido. Como viendo de pronto la luz, dijo Bond:
—¿Y yo soy la persona elegida para incorporarse a esa feliz hermandad?
—Acierto a la primera.
—Y veamos, ¿cómo esperan que lo haga? ¿Me presento allí, como si tal cosa, y les digo: «Hola, soy James Bond, el famoso agente secreto expulsado del Servicio: ando en busca de trabajo»?
—Algo así.
Bond se puso en pie y empezó a pasear por el cuarto. Tenía tenso de cólera el semblante.
—¡Por el amor de Dios! ¡Habráse visto insensatez…! Para empezar, ¿por qué motivo habría de contratarme Holy?
—Por ninguno —replicó Percy con un atisbo de sonrisa, mientras se incorporaba en el canapé. De pronto, adoptó una expresión seria y alerta—. Tiene personal suficiente para llevar la Gunfire Simulations, todo ello de forma muy legal, muy a la luz del día. ¡Y cómo pasa a la gente por el tamiz! Ni los Servicios de Seguridad británicos son tan rigurosos en sus investigaciones. Claro está que Holy tiene que andarse con cuidado, porque ese aspecto de sus actividades ha de ser de una claridad meridiana —se detuvo para tomar aliento, la cabeza un poco ladeada, como una cantante en una pausa de su actuación frente al micrófono—. No, James; a él no se le ocurriría contratarte, lo cual no impide que ciertas personas que trabajan para Holy puedan considerarte enormemente tentador. Con eso cuentan tus jefes.
—Una locura. ¡Una completa locura! ¿Cómo es posible…?
De nuevo estaba verdaderamente enfadado.
—James —dijo ella conciliadora, levantándose y tomando en las suyas las manos de Bond—, tienes amigos en la corte del rey St. John-Finnes. Por lo menos una conocida…: Freddie Fortune. La traviesa y encantadora Lady Freddie.
—¡Santo Dios! —exclamó el agente especial, soltando las manos de Percy, girando en redondo y haciéndose a un lado.
Años atrás, habla cometido el error de relacionarse con la joven que Percy acababa de mencionar. En cierto modo, incluso la había cortejado, hasta descubrir que Lady Freddie Fortune, niña mimada de los que escribían para los ecos de sociedad, había recibido una educación política un tanto descuidada, que en ese campo la situaba algo a la izquierda de Fidel Castro.
—Habrás de estudiar, James. Por eso estás aquí, conmigo. Para conseguir acceso a la casa Endor, tienes que familiarizarte con el trabajo que desarrollan en la Gunfire Simulations. ¿Sabes mucho de ordenadores?
Bond compuso una sonrisa tímida.
—Dicho así… Los aspectos básicos tan sólo.
El tema de los ordenadores era el último que le hubiera apetecido tratar con la seductora e inquietante Persephone Proud, pero no se sentía libre para seguir sus impulsos.
Con la lucidez que habían desarrollado en él sus años de dedicación al Servicio, Bond explicó a Percy, a grandes rasgos, el funcionamiento de un microordenador. Mientras tanto, paseaban de un lado a otro del cuarto, en lo que parecía casi una danza ritual, evitándose mutuamente.
—Un complejo instrumento electrónico —recitó con voz átona, a la manera de un colegial que desgranase declinaciones latinas frente a un profesor benévolo— concebido para ejecutar determinadas tareas en función de los datos que se introduzcan en sus memorias. Una máquina capaz de almacenar antecedentes y resolver problemas matemáticos, analizar datos a renglón seguido, y recibir y transmitir informaciones a distancias de miles de kilómetros y en cuestión de unos pocos segundos. Mediante un microordenador puede uno diseñarse una casa, elaborar complicados juegos, componer música o reflejar en una pantalla gráficos móviles. Es un prodigio de memoria en constante expansión pero cuya eficacia responde tan sólo a la del programa que se le suministre. Conozco la teoría, pero sólo por encima —concluyó el agente especial con una sonrisa—. Lo que ignoro es precisamente en qué forma interviene el programador.
—A eso obedece, según me dio a entender el magnífico anciano que es tu jefe, el que nos encontremos reunidos aquí —replicó Percy. A Bond le sorprendió un tanto, aplicado a la persona de M, el calificativo de «magnífico anciano»—. Me han encomendado la tarea de enseñarte el lenguaje de la programación, en especial el relativo a la clase de trabajo que desarrollaba, y probablemente sigue desarrollando, ese ángel de las tinieblas que es mi ex marido. Y digo bien: ex. Porque muerto, desaparecido o lo que se quiera, yo me cuidé de legalizar la situación.
—¿Y resulta eso difícil? —inquirió él con una sonrisa de fingida inocencia—. Lo de aprender a programar, quiero decir.
—Depende de la aptitud personal. Es como nadar o ir en bicicleta: una vez has entendido su funcionamiento, es como si no hubieras hecho otra cosa en tu vida. Ahora bien; en el caso de Jay Autem Holy, nos toca lidiar con un genio de muy singulares características. Voy a tener que contarte muchas cosas acerca de él. Pero volviendo a lo nuestro, la tarea es tan sencilla como aprender una lengua extranjera o leer música.