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Authors: Agatha Christie

Misterio En El Caribe (3 page)

No era que miss Marple fuese la única persona de edad allí presente. Dentro de la sala había representaciones de todas las etapas de la vida humana. Veíanse magnates del mundo de los negocios ya muy entrados en años, del brazo de su esposa número tres o cuatro. Había parejas en la edad media de la existencia, procedentes del norte de Inglaterra. Llamaba la atención una alegre familia de Caracas, completa, con todos los hijos. Los diversos países de Sudamérica se hallaban bien representados. Se hablaba español y portugués. La escena había sido dotada de un sólido fondo de carácter británico, a cargo de dos clérigos, un médico y un juez retirado. Hasta había una familia china.

El servicio, dentro del comedor, estaba confiado esencialmente a las mujeres: muchachas negras, nativas de orgulloso porte, vestidas con almidonadas ropas blancas. Hallábase al frente de todo, sin embargo, un experto
maître
italiano. Otro que era profesional, francés, se ocupaba de los vinos. Cuidaba de todo atentamente el propio Tim Kendal, al que no se le escapaba ningún detalle. Paseaba de un lado para otro, deteniéndose de vez en cuando frente a una mesa para intercambiar unas palabras corteses con quienes la ocupaban, entablando breves conversaciones.

Su esposa le secundaba admirablemente. Era una joven muy bella. Sus cabellos eran de un tono rubio platino natural. Sus labios, gruesos, frescos, se dilataban fácilmente con naturalidad, al sonreír. Muy raras veces perdía Molly Kendal la paciencia. Los que estaban a sus órdenes trabajaban con entusiasmo. Molly poseía otra habilidad: sabía adaptarse a los distintos temperamentos de sus huéspedes. Así era como conseguía agradar a todos. Reía y flirteaba con los hombres de edad; felicitaba oportunamente a las chicas y señoras jóvenes por sus aciertos en la elección de los vestidos.

—¡Oh, señora Dyson! ¡Qué vestido tan precioso lleva usted esta noche! Si me dejara llevar de la envidia que siento, sería capaz de desgarrar tan hermoso modelo.

Ella iba también muy elegante. Eso pensaba al menos miss Marple. Su esbelto cuerpo estaba enfundado en una especie de vaina blanca, completando el atuendo un chal de seda bordado que le caía graciosamente sobre los hombros. Lucky no paraba de tocarlo. —¡Qué color tan bonito! Me gustaría tener uno igual.

—Eso es fácil. Puede adquirirlo en la tienda del hotel.

Molly iba casi de una mesa a otra. No se detuvo en la de la señorita Marple. Las damas ya entradas en años eran cosa de su marido. «Las señoras ya maduras prefieren las atenciones de un hombre», acostumbraba decir.

Tim Kendal se acercó a miss Marple, inclinándose sobre ella.

—¿Desea usted algo especial, miss Marple? —le preguntó—. No tiene más que decírmelo y haré que le preparen lo que sea. Naturalmente, esta comida característica del hotel, con
notas
semitropicales, no puede recordarle en nada la del hogar. ¿Me equivoco?

Miss Marple sonrió, declarando que aquel cambio constituía precisamente uno de los encantos del desplazamiento al extranjero.

—Perfectamente, entonces. Pero, ya sabe, si se le ocurre...

—¿Qué cree usted que podría ocurrírseme pedir?

—Pues... —Tim Kendal vaciló unos instantes—. Tal vez un budín típicamente inglés...

Miss Marple sonrió, declarando que podía pasar perfectamente sin el consabido postre británico.

Cogió de nuevo la cucharilla y empezó a saborear el helado de frutas que tenía delante. Estaba delicioso.

Luego comenzó a tocar la orquesta. Pertenecía al tipo de las que constituían una auténtica atracción en las islas. La verdad era que miss Marple lo hubiera pasado divinamente bien sin ella. Consideraba que sus componentes armaban mucho ruido, absolutamente innecesario, por supuesto. No se podía negar, por otro lado, que la orquesta había sido acogida con agrado por los demás y miss Marple, poseída por el espíritu de juventud aquella noche, se dijo que era preciso que se dedicase a desentrañar los misterios de la música que estaba oyendo para admirar más a sus intérpretes.

¿Cómo iba a buscar a Kendal, con el ruego de que inundara aquella sala con las notas de «El Danubio Azul»? (¡Oh, qué bello, qué elegante vals!) Los que danzaban adoptaban posturas inverosímiles. Parecían estar haciendo contorsiones. ¡Bueno! La gente joven tenía que divertirse... Miss Marple se quedó quieta y pensativa un momento. Acababa de darse cuenta de que entre aquellas personas había muy pocas que pudiesen ser consideradas jóvenes. El baile, las luces, la música... Sí. Todo había sido pensado para la juventud. Muy bien. ¿Y dónde se encontraba ésta? Estaría estudiando, supuso miss Marple, en las Universidades, o trabajando... ¿Vacaciones? Un par de semanas al año. Un lugar como aquel hotel quedaba demasiado lejos para los jóvenes, aparte de resultarles a éstos excesivamente caro. Aquella existencia despreocupada y alegre era para gentes de treinta y cuarenta años y para los viejos que no se resignaban a la vejez e intentaban evocar épocas mejores junto a sus esposas, muchas de ellas jóvenes.

En cierto modo, era una lástima que las cosas fueran así...

Miss Marple suspiró. Bien, allí estaba la señora Kendal... no contaría más de veintidós o veintitrés años, probablemente. Parecía divertirse. ¡Ah! Pero es que, en realidad, efectuaba un trabajo.

En una de las mesas más cercanas a ella se había acomodado el canónigo Prescott con una hermana. A la hora de servirles los camareros el café se unieron a miss Marple y ésta les acogió con agrado. La señorita Prescott era una mujer de severo aspecto; su hermano, grueso, de sonrosado rostro, irradiaba cordialidad.

Servido el café, apartaron un poco las sillas de la mesa y la señorita Prescott abrió un bolso que llevaba consigo del que extrajo una labor que miss Marple juzgó de bastante mal gusto. En seguida se puso a contarle los acontecimientos de la jornada. Por la mañana había visitado una nueva escuela de niñas. Tras una siesta, que les había ido muy bien, visitaron una plantación de caña de azúcar para tomar el té con unos amigos que se habían hospedado en una pensión, donde pensaban pasar una temporada.

Como los Prescott estaban en el «Golden Palm» más tiempo que miss Marple, se hallaban en condiciones ideales para ilustrar a ésta sobre la identidad de cada uno de los huéspedes.

Por ejemplo: el anciano mister Rafiel... que visitaba el hotel cada año. ¡Oh! ¡Era fantásticamente rico! Poseía una monstruosa cadena de supermercados en el norte de Inglaterra. La joven que le acompañaba era su secretaria: Esther Walters, viuda (Todo estaba en orden allí, desde luego. Nada podía tacharse de indigno. Lógico, al fin y al cabo. ¡Si aquel hombre contaba ya ochenta años!).

Miss Marple hizo un gesto de comprensión al enterarse de estos pormenores. El canónigo completó la información:

—Esther Walters es una joven muy agradable. Es huérfana de padre. Su madre vive en Chichester.

—A mister Rafiel le acompaña, así mismo, un ayuda de cámara, que también se podría calificar de enfermero. Es un masajista excelente, según creo. Se llama Jackson. El pobre mister Rafiel es prácticamente un paralítico. Resulta triste, ¿eh? Tener tanto dinero y en cambio...

—Es muy generoso y sabe dar con alegría —dijo el canónigo con un gesto de aprobación.

Los presentes iban formando grupos. Algunos de éstos procuraban alejarse de la orquesta; otros se aproximaban a ella. El comandante Palgrave se había congregado al cuarteto de los Hillingdon—Dyson.

—Esos de ahí... —dijo la señorita Prescott bajando la voz, cosa innecesaria, pues la música impedía oír hablar.

—Iba a preguntarles por ellos...

—Estuvieron aquí el año pasado. Pasan tres meses, todos los años, en las Indias Occidentales, y recorren las distintas islas. El individuo alto es el coronel Hillingdon, y la mujer morena es su esposa... Son botánicos. Los otros dos son Gregory Dyson y su esposa. Americanos ambos. Me parece haber oído que él escribe estudios sobre las mariposas. Todos sienten un gran interés por las aves.

—Son gente que se buscan pasatiempos que requieren el aire libre

—observó el canónigo Prescott.

—No creo que les gustara mucho oírte calificar sus actividades de pasatiempos, Jeremy —manifestó su hermana—. Han publicado artículos en el
National Geographic
y en el
Royal Horticultural Journal
. Toman sus trabajos muy en serio.

Oyéronse unas escandalosas risas. Procedían de la mesa que había acaparado su atención. Tan fuertes habían sido aquéllas que dominaron por unos segundos el estrépito musical. Gregory Dyson se había recostado en su silla y golpeaba la mesa con ambas manos; su esposa hacía gestos de sorpresa y el comandante Palgrave, después de vaciar su copa de licor, se puso a aplaudir.

Desde luego, aquellas personas tomarían sus trabajos en serio, pero parecían bien poco formales.

—El comandante Palgrave no debiera beber tanto —dijo la señorita Prescott con acritud—. Tiene la tensión alta.

Un camarero llegó a la mesa del alegre grupo para depositar en ella otra ronda de ponches.

—Me agrada tener a la gente con quien trato debidamente clasificada, en su sitio —declaró miss Marple—. Esta tarde, hablando con ellos, me hacía un lío. No sabía quién era el marido o la mujer de quién.

Hubo una pausa. La señorita Prescott tosió. Era la suya una tos seca, insignificante, fingida...

—En lo tocante a este punto...

Su hermano el canónigo se apresuró a intervenir:

—Joan... Tal vez fuese lo más prudente no hablar de eso en que estás pensando.

—¡No seas así, Jeremy! En realidad yo no iba a decir nada de particular. Sólo que el año pasado, por una razón u otra (en realidad no sé concretamente por qué), nos hicimos a la idea de que la señora Hillingdon era la señora Dyson, hasta que alguien nos indicó que estábamos equivocados.

—Es extraño, ¿eh?, cómo a veces se obsesiona uno con determinadas impresiones.

Después de este ingenuo comentario los ojos de miss Marple buscaron los de la señorita Prescott por un momento. Las dos mujeres se comprendieron con una sola mirada.

Un hombre menos inocente que el canónigo Prescott hubiera comprendido en seguida que estaba allí
de trop
.

La señorita Prescott y miss Marple intercambiaron otra mirada. Acababan de decirse, con la misma claridad que si hubiesen hablado:
«En otra ocasión algo más propicia...»

—El señor Dyson llama a su esposa «Lucky». ¿Es éste su nombre real o un apodo? —preguntó miss Marple.

—No puede ser su nombre real, creo yo.

—Yo le hice una pregunta a él —manifestó el canónigo—. Me dijo que la llamaba así porque la consideraba una especie de talismán de la buena suerte, que perdería de perderla a ella
[1]
. Muy ingenioso, ¿verdad?

—Le gusta mucho bromear —declaró la señora Prescott.

El canónigo miró a su hermana con cierta expresión de duda.

La orquesta «atacó» una nueva pieza musical más ruidosa aún que las precedentes. La pista de baile se llenó de parejas.

Miss Marple y sus acompañantes dieron la vuelta a sus sillas para contemplar más cómodamente el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Le agradaba más el baile que los estrepitosos sones del conjunto musical. Le gustaba oír el suave arrastrar de pies y ver el rítmico balanceo de los cuerpos de los danzarines...

Aquella noche, por primera vez, comenzaba a sentirse plenamente encajada en el ambiente del «Golden Palm Hotel». Hasta entonces había echado de menos algo que se le daba con facilidad: el hallazgo de puntos de semejanza de los presentes con otras personas que conocía directamente. Probablemente habíanla desconcertado desde el principio los elegantes vestidos de los huéspedes del hotel, el ambiente exótico. Confiaba en que a no mucho tardar se hallaría en condiciones de llevar a cabo interesantes comparaciones.

Molly Kendal, por ejemplo, le recordaba a aquella linda muchacha, cuyo nombre no lograba recordar ahora, que trabajaba como conductora del autobús de Market Basing. Solía ayudar a todos los pasajeros y jamás arrancaba el vehículo a menos que supiese que cada uno se había acomodado en su asiento. Tim Kendal se parecía bastante al
maître
del Royal George, en Manchester. Veíaseles a los dos confiados, pero al mismo tiempo, preocupados. (Su conocido padecía de úlcera, recordó)

En cuanto al comandante Palgrave... Sí. Éste venía a ser la imagen del general Leroy, del capitán Flemming, del almirante Wincklow, del coronel Richardson...

¿Qué otros personajes interesantes había allí? ¿Acaso Greg? Era difícil hallar un equivalente debido a tratarse de un americano. Un trasunto, quizá, de sir George Trollope, siempre con ganas de bromas durante las reuniones de la junta de defensa civil. Tal vez hiciese pensar en el señor Murdoch, el carnicero. El señor Murdoch tenía muy mala reputación. No pocos afirmaban que todo cuanto de él se decía no eran más que habladurías, ¡y que al interesado le agradaba fomentar todo género de rumores, en relación con su persona!

Le había llegado el turno a «Lucky»... Ésta era fácil. Le había hecho pensar en seguida en Marlee, la de las «Tres Coronas». ¿Evelyn Hillingdon? No acertaba a clasificarla con precisión. A primera vista se acomodaba a muchos caracteres. Dentro de Inglaterra existían innumerables mujeres como ella: altas, delgadas, un tanto marchitas... ¿Podía verse en ella a lady Caroline Wolfe, la primera esposa de Peter Wolfe, que se había suicidado? ¿O era más bien Leslie James, la silenciosa mujer que raras veces daba a conocer sus sentimientos, que había acabado vendiendo su casa, marchándose sin revelar a nadie su paradero?

¿El coronel Hillingdon? Con este hombre no surgía la orientación deseada. Para eso tendría que tratarle, observar sus reacciones. Se trataba de un caballero muy callado, de corteses maneras. Es imposible adivinarles los pensamientos a los hombres de ese tipo. Suelen hacer gala de ideas francamente sorprendentes. Miss Marple recordó que el comandante Harper se había suicidado, degollándose. Nadie había sabido jamás por qué. Miss Marple sí creía conocer el motivo de tan dramática decisión. Ahora bien, nunca podría estar absolutamente segura...

Su mirada se detuvo en la mesa de mister Rafiel. Todo el mundo estaba enterado allí de que el anciano señor era inmensamente rico. Era lo primero que se había sabido en relación con su persona. Visitaba todos los años las Indias Occidentales. Imposibilitado casi por completo, parecía un ave de presa destrozada. Las ropas le colgaban de cualquier manera, cubriendo nada elegantemente su deformada figura. Lo mismo hubiera podido parecer un hombre de setenta años que de ochenta o noventa... Tenía unos ojillos que delataban su astucia. Mostrábase rudo con frecuencia, pero nadie tomaba a mal sus modales, porque era rico y porque poseía una personalidad tan fuerte que los que hablaban con él acababan sintiéndose como hipnotizados, llegando a formular mentalmente una conclusión curiosa: Mister Rafiel, ignoraban por qué motivo, se encontraba en su derecho al tratar bruscamente a los demás...

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