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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

Misteriosa Buenos Aires (13 page)

El negro es elástico, delgado y pequeño como su hermana. Se le señala el esqueleto bajo la piel. Avanza encorvado hacia el enemigo y a su paso los cuerpos de ébano se apartan, sigilosos.

—¡Temba! ¡Temba!

Temba descansa para siempre, rígida, y Bingo levanta en la diestra, como una sonaja de bailarín, la pulsera de cobre. Sólo tres metros le separan ahora del gigante ciego. Calcula la distancia y de un brinco salta por el vano de la puerta. Rudyard le arroja el bastón entre las piernas, pero yerra el golpe. Las sonajas cantan su victoria afuera, en la galería.

Rudyard asegura los cerrojos y se echa a reír. Arriba, los negreros ríen también, borrachos de gin, acodados sobre la mesa como personajes de Hogarth. Escuchan los trancos inseguros del ciego, los choques de su bastón contra las columnas, la vocecita de los cascabeles.

—¡Temba! ¿Dónde estás?

Temba está en la cuadra, con los brazos sobre los pechos de mármol negro. Los esclavos no osan acercarse. Se acurrucan en los rincones. Hoy no podrán dormir. Escuchan, escuchan, como sus amos, el claro repiqueteo de las bolas de cobre.

Bingo baila, enloquecido, alrededor del hombracho. El inglés no para de reír y revolea su rama de pino. Han dejado el corredor y van el uno detrás del otro, hacia el declive de la barranca: el que huye, ágil como un simio; el perseguidor, pausado, macizo como un oso. Y todo el tiempo cantan los cascabeles. Hasta que Rudyard, fatigado, termina por enfurecer. Fustiga los limoneros, los perales. Embarulla los idiomas:

—¡Temba! ¿Dónde te escondes? ¿Where are you, tigra?

Sus botas destrozan las coles de la huerta, las cebollas, los ajos, las lechugas.

Han alcanzado el lugar en el cual fueron sepultados los negros. Bingo salta sobre la fosa y hace sonar los cascabeles. Es como si una serpiente llamara entre las tunas, con sus crótalos, con su tentación.

El ciego da un paso, dos, tres, balanceándose pesadamente, y su capuchón se derrumba en la humedad del hoyo. El negro no le concede un segundo de respiro. Levanta la pala como un hacha y, de un golpe, le parte el cráneo. Luego, sin un instante de reposo, empieza a cubrirlo de tierra. La pulsera de cascabeles lanza por última vez su pregón al aire, cuando cae en la fosa, sobre la casaca color aceituna.

En la factoría roncan los ingleses su borrachera, y los esclavos despiertos se abrazan, tiritando de frío.

XIX
EL PATIO ILUMINADO
1725

T
odo ha terminado ya. Benjamín se arrebuja en su capa y cruza el primer patio sin ver los jazmines en flor que desbordan de los tinajones, sin escuchar a los pájaros que desde sus jaulas despiden a la tarde. Apenas tendrá tiempo de asegurar las alforjas sobre el caballo y desaparecer por la salida del huerto, rumbo a Córdoba o a Santa Fe. Antes de la noche surgirá por allí algún regidor o quizás uno de los alcaldes, con soldados del Fuerte, para prender al contrabandista. Detrás del negro fiel que llegó de Mendoza, tartamudeando las malas nuevas, habrán llegado a la ciudad sus acusadores. La fortuna tan velozmente amasada se le escapará entre los dedos. Abre las manos, como si sintiera fluir la plata que no le pertenece. Pálido de miedo y de cólera, tortura su imaginación en pos de quién le habrá delatado. Pero eso no importa. Lo que importa es salvarse, poner leguas entre él y sus enemigos.

En el segundo patio se detiene. La inesperada claridad le deslumbra. Nunca lo ha visto así. Parece un altar mayor en misa de Gloria. No ha quedado rincón sin iluminar. Faroles con velas de sebo o velones de grasa de potro chisporrotean bajo la higuera tenebrosa. Entre ellos se mueve doña Concepción, menudita, esmirriada. Corre con agilidad ratonil, llevando y trayendo macetas de geranios, avivando aquí un pabilo, enderezando allá un taburete. Los muebles del estrado han sido trasladados al corredor de alero, por la mulata que la sigue como una sombra bailarina. A la luz de tanta llama trémula, se multiplican los desgarrones de damasco y el punteado de las polillas sobre las maderas del Paraguay.

Benjamín se pasa la mano por la frente. Había olvidado la fiesta de su madre. Durante diez días, la loca no paró con las invitaciones. Del brigadier don Bruno Mauricio de Zabala abajo, no había que olvidar a nadie. Para algo se guarda en los cofres de la casa tanto dinero. El obispo Fray Pedro de Fajardo, los señores del Cabildo, los vecinos de fuste… Colmó papeles y papeles como si en verdad supiera escribir, como si en verdad fuera a realizarse el sarao. Benjamín encerró los garabatos y los borrones en el mismo bargueño donde están sus cuentas secretas de los negros, los cueros y frutos que subrepticiamente ha enviado a Mendoza y por culpa de los cuales vendrán a arrestarle.

Doña Concepción se le acerca, radiante, brillándole los ojos extraviados:

—Vete a vestir —le dice—; ponte la chupa morada. Pronto estará aquí el gobernador.

Y sin detenerse regresa a su tarea. Benjamín advierte que se ha colocado unas plumas rojas, desflecadas, en los cabellos. Ya no parece un ratón, sino un ave extraña que camina entre las velas a saltitos, aleteando, picoteando. Detrás va la esclava, mostrando los dientes.

—Aquí —ordena la señora—, la silla para don Bruno.

La mulata carga con el sillón de Arequipa. Cuando lo alza fulgen los clavos en el respaldo de vaqueta.

El contrabandista no sabe cómo proceder para quebrar la ilusión de la demente. Por fin se decide:

—Madre, no podré estar en la fiesta. Tengo que partir en seguida para el norte.

¿El norte? ¿Partir para el norte el día mismo en que habrá que agasajar a la flor de Buenos Aires? No, no, su hijo bromea. Ríe doña Concepción con su risa rota y habla a un tiempo con su hijo y con los jilgueros.

—Madre, tiene usted que comprenderme, debo irme ahora sin perder un segundo.

¿Le dirá también que no habrá tal fiesta, que nadie acudirá al patio luminoso? Tan ocupado estuvo los últimos días que tarde a tarde fue postergando la explicación, el pretexto. Ahora no vale la pena. Lo que urge es abandonar la casa y su peligro. Pero no contó con la desesperación de la señora. Le besa, angustiada. Se le cuelga del cuello y le ciega con las plumas rojas.

—¡No te puedes ir hoy, Benjamín! ¡No te vayas, hijo!

El hombre desanuda los brazos nerviosos que le oprimen.

—Me voy, madre, me voy.

Se mete en su aposento y arroja las alforjas sobre la cama.

Doña Concepción gimotea. Junto a ella, dijérase que la mulata ha enloquecido también. Giran alrededor del contrabandista, como dos pajarracos. Benjamín las empuja hacia la puerta y desliza el pasador por las argollas.

La señora queda balanceándose un momento, en mitad del patio, como si el menor soplo de brisa la fuera a derribar entre las plantas.

—No se irá —murmura—, no se irá.

Sus ojos encendidos buscan en torno.

—Ven, movamos la silla.

Entre las dos apoyan el pesado sillón de Arequipa contra la puerta, afianzándolo en el cerrojo de tal manera que traba la salida.

La mulata se pone a cantar. Benjamín, furioso, arremete contra las hojas de cedro, pero los duros cuarterones resisten. Cuantos más esfuerzos hace, más se afirma en los hierros el respaldo.

—¡Madre, déjeme usted salir! ¡Déjeme usted salir! ¡Madre, que vendrán a prenderme! ¡Madre!

Doña Concepción no le escucha. Riega los tiestos olorosos, sacude una alfombrilla, aguza el oído hacia el zaguán donde arde una lámpara bajo la imagen de la Virgen de la Merced. De la huerta, solemne, avanza el mugir de la vaca entrecortado de graznidos y cloqueos.

—¡Madre, madre, que nadie vendrá, que no habrá fiesta ni nada!

La loca yergue la cabeza orgullosa y fulgura su plumaje temblón. ¿Nadie acudirá a la fiesta, a su fiesta? Su hijo desvaría.

En el patio entró ya el primer convidado. Es el alcalde de segundo voto. Trae el bastón en la diestra y lo escoltan cuatro soldados del Fuerte.

Doña Concepción sonríe, paladeando su triunfo. Se echa a parlotear, frenética, revolviendo los brazos huesudos en el rumor de las piedras y de los dijes de plata. Con ayuda de la esclava quita el sillón de la puerta para que Benjamín acoja al huésped.

XX
LA MOJIGANGA
1753

L
a negra asoma entre el cerco de tunas y mira hacia el camino. Nada se ve en su soledad, bajo el cielo claro de estrellas. Tiende el oído, pero el desorden de su corazón le impide escuchar. Se aprieta el seno, para aquietar la angustia. Los tres pequeños le tironean la falda. Nada se oye ni se ve y el camino se aleja hacia el fondo de la noche entre el canto de los grillos. Muchas horas hace ya que Antón falta de la chocita. Se le llevaron los enmascarados, riendo y haciendo bufonerías, y Dalila quedó allí, con los hijos, aguardando el regreso del carro multicolor. Le rogó al marido que no la dejara, pero fue inútil. Desde la mañana, el negro estuvo bebiendo en un rincón.

—¡Hoy es Carnaval! —le gritaba—. ¡Hoy es Carnaval! —y empinaba el jarro.

Dalila acalló sus presentimientos. Nada le ha dicho de ellos ni de los sueños atroces que la revuelven en el jergón, a su lado, cuando parece que el alba no volverá nunca.

¡Ay!, y el carro, el carro adornado de papeles rojos y azules, tampoco volverá… tampoco volverá… ¿Dónde suenan ahora las risas? ¿Dónde hace bulla la mojiganga alegre de hombres disfrazados? ¿Dónde anda el aprendiz de verdugo?

Dalila va y viene por la huerta diminuta, sin reparar en la plantación. Los niños que debían dormir ya, no cejan en su empeño, prendidos de su falda. Callan los tres, pero tironean, tironean, y cada vez es como si preguntaran.

Llegó el carro por la mitad del camino, muy de mañana. Sus ruedas se hundían en las costras de barro seco. Desde lejos lo vieron avanzar, pesadote, al tranco de una yunta de bueyes, y Antón soltó su risa. Le señalaba la gracia de la mula que acompañaba a los que iban de fiesta. Cabalgaba en ella un enmascarado que la hacía corcovear y que vestía, como el resto de la mojiganga, un ropón sucio, terminado en puntiaguda coroza, a modo de las que usan los cofrades penitentes, con sólo dos agujeros para los ojos. Eran seis o siete y todos reían; pero Dalila tuvo miedo.

Cuando se detuvieron delante de la choza, la negra se adelantó con un cuenco, para ofrecerles vino. Supo que eran de su raza por las manos. Recelosa, les tendió la vasija. Y el de la mula, que era quien más disparates hacía, sacó de una alforja un huevo lleno de agua y otro lleno de harina, y los arrojó contra los niños que todo lo observaban con asombro y que también se echaron a reír, sacudiendo la mojadura como animalitos.

Los esperpentos se pusieron a cantar. Cantaban la Cadena, el Perico, el Malambo, y hacían unas obscenas contorsiones, con meneo de caderas y de vientre.

Y le llevaron. Le dieron un traje como los suyos, muy remendado. Se lo vistieron con mil ceremonias ridículas, de esas que sólo los negros saben hacer, y se fueron a Buenos Aires, distante media legua. Daba tumbos la carreta y el de la mula movía los brazos, como si pronunciara un discurso para las ranas que huían hacia los zanjones.

Entonces comenzó la espera larga como el día.

En vano quiso tranquilizarse. Ha vivido así, de zozobra, desde que, dos meses atrás, los regidores compraron a Antón, esclavo ladino, para que el alguacil mayor le instruyera en los modos de aplicar el tormento. A Antón el cargo le pareció magnífico. Ninguno azotaba como él. Ninguno tan robusto, tan eficaz. Los desocupados se reunían en su torno, en la Plaza Mayor, cuando dejaba caer la lonja, una, dos, tres, diez, veinte veces, con rítmico balanceo, sobre las espaldas desnudas de los que sufrían condena. Cumplía su trabajo con aplicación. Una, dos, tres… Las espaldas brillaban al sol. Casi siempre eran negros los castigados: esclavos rebeldes, esclavos que habían hurtado alguna cosa o que riñeron con cuchillos. Una, dos, tres…

Dalila le suplicó que no lo hiciera. No podrían obligarle a eso. Pero Antón no lo entendió así. Creía que la función le destacaba entre los otros negros, que le señalaba una jerarquía de mandatario. Le gustaba el aparato de la solemnidad: la fila de soldados, el empaque del alguacil, la ronda de bobalicones. No pensaba, mientras ejercía su oficio, en el dolor del torturado. Eso era parte de la fiesta. La sangre era parte de la fiesta, con sus rubíes. Y la lonja subía y bajaba, ritual. Alguna señora se asomaba a una reja vecina. Acaso se desmayara tras el postigo. Una, dos, tres…

Se negó a comprender, cuando Dalila le dijo que sus compañeros de ranchería ya no querían hablarle. ¡Era él, era él quien no quería codearse con los otros! Hinchaba el pecho y se tocaba los músculos de los brazos. En el Cabildo le habían regalado un traje nuevo que lucía garbosamente. ¿Acaso no le mostraban con ello su favor; acaso no le estaban indicando así su privanza, su condición que le levantaba sobre los demás?

Pero después de transcurrido el primer mes, el joven verdugo empezó a extrañar a los amigos. Ya no le buscaban para ir a la pulpería o para los bailes, las noches de tamboril y de vihuela. ¿Osarían hacerle a un lado, a él, a Antón, al más fuerte, al único con quien el alguacil conversaba casi de igual a igual?

Por eso acogió con tanto entusiasmo a la mojiganga carnavalesca. Bajo las ropas talares y los capuchos, adivinó a los camaradas. Y rió con una risa abierta, que saltaba entre sus dientes blancos, mientras el carro se perdía hacia Buenos Aires, en pos del caballero de la mula. Allí sí podrían divertirse. Entrarían en las casas; perseguirían a las negras; danzarían el fandango, cantando en su media lengua la estrofa aprendida de los españoles:

Asómate a la ventana,

cara de borrica flaca;

a la ventana te asoma

cara de mulita roma.

Y Dalila permaneció con los hijos, los tres hijos, con su miedo. Por la tarde salió a la carretera solitaria y anduvo un trecho, por si topaba con alguno que le diera noticias de los festejos de Buenos Aires. A nadie halló y se recogió en la habitación única de la choza. El temor la fue royendo por dentro, sutilmente, a medida que las horas morían y se acostaba el sol sobre la llanura y florecían las estrellas pálidas, borrosas, como reflejadas en un espejo antiguo. La fue royendo por dentro, como un insecto voraz que le taladraba la carne y la consumía, hasta tumbarla en el piso de tierra, exhausta, febril, sola con su espanto.

Dio de comer a los niños. Después pasó un hombre a caballo, la capa al viento. Ella le gritó su pregunta, pero él espoleó sin detenerse. Desesperada, encendió una vela rota delante de la imagen de Santa Catalina que le había obsequiado una monja del convento. Puso junto a ella una piedra verde, que su padre trajo de Guinea, cuando los negreros le embarcaron. Y oró delante de ambas: Padre nuestro. Padre nuestro que estás en los Cielos…

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