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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

Misteriosa Buenos Aires (26 page)

Carlota Joaquina, feísima, hombruna, renqueante, se aventaba con el abanico:

—¿Ves alguno en este momento?

—Sí… allí… detrás del plátano…

—Cázalo para mí.

El viejo se crispaba, encendíansele los ojos bajo las cejas revueltas. Abría el bolso y daba un salto, como la Archiduquesa Leopoldina, la austríaca, la mujer del heredero, cuando cazaba mariposas.

—Se escapó…

Un silencio:

—¿Cuándo iremos a Buenos Aires, Majestad?

La nueva Reina de Portugal entrecerraba los párpados, como una gata. Ya no sería suya la corona de América:

—Pronto, Silvestre, pronto… ¿Estás cansado?

—Muy cansado, Majestad.

Por fin se resolvió el regreso a Lisboa. Napoleón no existía, el Brasil se agitaba y todo el mundo urgía la vuelta: más que ninguno la deseaba doña Carlota Joaquina, ambiciosa de reinar, harta de la mediocridad de la colonia, de la lucha sorda con el esposo, del calor, del calor terrible… Quien menos quería el retorno era Don João. Le encantaba Río de Janeiro. Nunca se fatigó de admirarlo. Por las tardes, cuando recorría la bahía en una falúa tripulada por remeros vestidos de terciopelo rojo que sudaban bajo los cascos de plata, abarcaba con la mirada los morros verdes, empenachados por la maravilla vegetal bajo el cielo puro, y suspiraba.

La Marquesa de Lumiares, la camarera mayor, se apiadó de la tristeza de Silvestre:

—¿Quién te ha dicho que vamos a Lisboa? Vamos a Buenos Aires. Prepara tus cosas, Silvestre, esta semana partimos.

La Reina fea compartía los sobresaltos de la política con las diversiones del amor. Sus amantes acudían a la quinta del arrabal, en el Engenho Velho, a solazarse entre los naranjos, los limoneros, los ananáes. Don João los hacía espiar. Sabía todo. Su ascetismo heredado del rigor materno se irritaba ante las fiestas que allí se sucedían, al claro son de panderos y castañuelas españolas. ¡Ay, no en vano su mujer era hija de María Luisa de Parma, la de Godoy! Mordíase los labios el monarca. En Portugal, las cosas cambiarían, tenían que cambiar… Pero el Brasil, su refugio, le atraía con imperiosa seducción…

—Nos vamos, Silvestre, nos vamos…

—A Buenos Aires…

En una de esas fiestas, los pajes más jóvenes susurraron a la reina, para divertirla:

—Majestad, ¿transportaremos de vuelta los fantasmas de Silvestre? Mejor sería abandonarlos aquí.

Vibró la risa de las azafatas. Iluminose la cara sin gracia de Carlota Joaquina: la nariz hinchada y roja, los ojos pequeñitos. A su lado, Marialva, el antiguo gobernador de Paraíba, le daba de comer en la boca:

—¿Qué queréis hacer, condenados?

—Ponerlos en libertad, señora. Es justo.

Aplaudió la hermana de Fernando VII:

—Haced lo que os plazca, pero a él, a Silvestre, no le hagáis mal…

Los cuatro pajes se deslizan por las calles del quintón, bajo las sombras de esmeralda, de turquesa y de ópalo. Cada uno aprieta un cuchillo. Como han bebido demasiado, titubean.

—Habrá que aguardar a que salga.

—Siempre sale por la noche, de cacería.

A la distancia le descubren. Le reconocen por el farol trémulo, de vidrios azules.

En un minuto llegan al vacío zaquizamí.

—Lo primero será clavar la ventana, para que los duendes no vuelen. ¡Menudo susto tendrá, si los halla sueltos aquí a su regreso!

La clavan y luego hienden los sacos como si fueran odres. Asustados, brincan por las galerías, llenas de insectos y de perfumes. En la escalinata se hacen a un lado y se inclinan, ceremoniosos, porque el Rey avanza pesadamente apoyado en los hombros de los dos Lobatos, los favoritos. Arden las velas en las hornacinas:

—¿Qué andáis haciendo?

—Vamos al Engenho Velho, Majestad.

Él les observa, inquisitivo, empastado en la grasa:

—¿Nunca terminará el juego? Mejor fuerais a la capilla, para que Dios os perdone.

Huyen, saltarines, como cuatro pájaros alegres.

Más adelante, el insomne don João se encuentra con el viejo cazador. Saca de la faltriquera uno de los bizcochos que tritura sin cesar y lo ofrece al criado. Es un honor insigne.

—Mañana partimos, Silvestre. Debes estar pronto.

—Sí, Majestad, a Buenos Aires, a descansar.

—¿A Buenos Aires? Si tú lo dices, así será.

Y Silvestre besa la mano gorda.

Sube ahora con lentitud las escaleras que conducen al altillo. Su farol inquieta las sombras. Los equipajes se amontonan doquier. Habrá que devolver lo que se trajo en la fuga repentina, trece años atrás: las barras de oro, las vajillas suntuosas, los muebles barrocos, los tapices, cuanto se acumuló apresuradamente el día de lluvia en que el pueblo lisboés lloraba porque perdía a su padre y le dejaban solo ante el invasor.

Silvestre entra en su habitación diminuta y atranca la puerta. Comienza a desnudarse. Murmura…

—Buenos Aires… Buenos Aires…

La luz tímida le muestra la ventana cerrada, los sacos desventrados que penden del techo como de una horca. Lívido de terror, retrocede.

Al día siguiente, la camarera mayor le halló en un ángulo del aposento, chiquito, retorcido, los ojos fuera de las órbitas. Salió dando voces, en el aleteo de las tocas de luto.

Después confesó uno de los pajes que al rasgar las bolsas había oído un ruido extraño, como si de su seno escapara un enjambre de abejas, pero que en la oscuridad no vio nada.

XXXIV
LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS
1822

H
ace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos y su plumero entre las maderas del órgano. A sus pies, la nave de la iglesia de San Juan Bautista yace en penumbra. La luz del alba —el alba del día de los Reyes— titubea en las ventanas y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el oro de los altares.

Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo los libros de coro, casi tan voluminosos como él. Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.

De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna le atrae y seduce como el tapiz de la Adoración de los Reyes; ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de la Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el sacristán tira de un cordel.

El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí, y se extiende detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire se cuela por los intersticios, muévense las altas figuras que rodean al Niño Dios.

Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso. Y hoy no osa mirarlas.

Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar. Lo colgaron allí, entre el arrobado aspaviento de las capuchinas, cuando lo obsequió don Pedro Pablo Vidal, el canónigo, quien lo adquirió en pública almoneda por dieciséis onzas peluconas. Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó como presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria. El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según un cartón de Rubens, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar el palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.

El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal. Allá abajo, en el altar mayor, afánanse los monaguillos encendiendo las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las mantillas de las devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere darse vuelta, porque el tapiz se estará moviendo y alrededor del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.

Ya empezó la primera misa. El capellán abre los brazos y relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las bóvedas la fragancia del incienso.

Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de oír un rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un rumor levísimo, algo que podrá compararse con una ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años. El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir.

Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.

Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas. Cristóbal ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco años ha. Le parece que una brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.

Se ha aferrado a los balaústres; el plumero en la diestra. A infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada de los magos que guiaba la estrella divina.


Et apertis thesaurus suis
—canturrea el capellán—
obtulerunt ei muaera, aurum, thus et myrrham
.

Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con el gran tapiz.

Entonces en el paño se alza el Rey Mago que besaba los pies del Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le suceden en la adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que sostiene un paje caudatario, y el Rey negro ataviado de azul. Oscilan las picas y las partesanas. Hiere la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye detrás de la Virgen María, allí donde la mula, el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando esas voces delgadas que son como subterránea música.

Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora un ancho espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte donde se arremolina el polvo de las caravanas, y cuando se aproximan se ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota. Alguno trae una aguja en la mano; otro, un pequeño telar; éste, lanas y sedas multicolores; aquél desenrosca un dibujo en el cual está el mismo paño de Bruselas diseñado prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones. Caen de rodillas y brindan su trabajo de artesanos al Niño Jesús. Y luego se ubican entre la comitiva de los magos, mezcladas las ropas dispares, confundidas las armas con los instrumentos de las manufacturas flamencas.

Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa Familia.

En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.

Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que está colmado su estupor, un personaje aparece delante del establo. Es un hombre muy hermoso, muy viril, de barba rubia. Lleva un magnífico traje negro, sobre el cual fulguran el blancor del cuello de encajes y el metal de la espada. Se quita el sombrero de alas majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a Dios. Cabrillea el terciopelo, evocador de festines, de vasos de cristal, de orfebrerías, de terrazas de mármol rosado. Junto a la mirra y los cofres, Rubens deja un pincel.

Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal se esfuerza por comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso vibra y espejea en torno del Niño.

Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un imperceptible ademán, como invitándole a sumarse a quienes rinden culto al que nació en Belén.

Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues el Niño está muy alto. Palpa, entre sus dedos, los dedos aristocráticos del gran señor que fue el último en llegar y que le ayuda a izarse para que pose los labios en los pies de Jesús. Como no tiene otra ofrenda, vacila y coloca su plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.

Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su apostadero del barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto súbitamente. El tapiz del corsario ha recobrado su primitiva traza. Apenas ondulan sus pliegues acuáticos cuando el aire lo sacude con tenue estremecimiento.

Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las yemas y la boca. Quisiera contar lo que ha visto y oído, pero no le obedece la lengua. Ha regresado a su amurallada soledad donde el asombro se levanta como una lámpara deslumbrante que transforma todo, para siempre.

XXXV
EL ÁNGEL Y EL PAYADOR
1825

E
sto sucedió, señores, allá por los años en que derrotamos a los brasileños en la batalla de Ituzaingó; quizá un poco antes, hacia 1825. La fecha de Ituizangó no puedo olvidarla, porque la conservo en el dibujo de la hoja de un cuchillo que me regaló un puestero de Balcarce. Vaya a saber quién fue su dueño. Si me prestan, pues, atención, escucharán una historia que me contó mi abuelo. Era un hombre serio y se la había oído a su padre. Yo la llamo «el cuento del Ángel y el Payador», para acortar, pero el verdadero nombre sería «el cuento del Ángel, el Diablo y el Payador»: y pongo al Ángel primero por su condición divina; después a Mandinga para que no se enoje; y por último al Payador porque, a pesar de haber sido el más grande que pisó nuestros pagos, y tanto que lo solían apodar «aquel de la larga fama», no era más que un hombre y como tal capaz de todas las debilidades. Ya colegirán que estoy hablando de Santos Vega.

El padre de mi abuelo lo vio una vez en una pulpería de Dolores y decía que era un gaucho buen mozo, tostado por el sol y el viento, más bien bajo y delgado, con la barba y el pelo renegridos. Claro que en la época de lo que voy a referir andaría arañando los setenta y el pelo y la barba se le pusieron blancos como leche. Había sido rico. Había tenido estancia y tropillas, pero por entonces no le quedaban más pilchas que lo que llevaba encima, más plata que las dos virolas del cuchillo de cabo negro, y más flete que un alazán tostado como él y un potrillo de barriga redonda: el Mataco.

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