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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

Misteriosa Buenos Aires (29 page)

El hombre de barba fina y ojos pálidos mira el desfile sin verlo. Otros muchos desfiles ha visto en su vida andariega. Ha visto la entrada de los podestás orgullosos, en las ciudades del Renacimiento, bajo arcos esculpidos por los artistas admirables; ha visto a los emperadores, al frente de los cortejos heroicos, las coronas ciñéndoles los cascos de hierro, al viento los estandartes, y alrededor los siervos humillados en la nieve. Ha visto… ¿qué no ha visto él, que conoce todos los idiomas y todos los dialectos, que habla el toscano y el bergamasco y la lengua de Sicilia y las jerigonzas indostanas y las tablas chirriantes del Asia Menor?

Mira el desfile sin verlo. Otra comitiva pasa ahora ante la inmensa lasitud de sus ojos. ¿Siempre tendrá que verla, Dios de Moisés y de Elías? ¿Siempre se renovará la escena de su maldición?

Él era zapatero, en Jerusalén. Cuando el que arrastraba la cruz se detuvo ante su puerta, y se apoyó en ella un instante, para recobrar las fuerzas, él le dijo ásperamente:

—Ve, sigue, sigue tu camino.

Y Jesús le respondió, escrutándole con los ojos húmedos:

—Yo descansaré, pero tú caminarás hasta que regrese a juzgar a los mortales.

Y el Señor continuó su marcha. Venía de lejos, del lithostrotos de Poncio Pilato, de la casa de Anás, de la casa de Caifás, y trepó la cuesta del Gólgota, cayendo y levantándose, entre el cortinaje de picas y el llanto de las mujeres piadosas. Su huella era púrpura.

El hombre baja los párpados. Los alza una vez más y nota que el carro de triunfo se para delante de la iglesia de Monserrat y que descienden con pompa el retrato del dictador rubio en cuyo uniforme ciega el oro de los laureles.

¡Ay, a aquel otro, al que sudaba sangre, no le llevaban en un carro de gloria! Los pretorianos se mofaban de él y los caballos de arneses escandalosos manchaban sus vestiduras con el lodo que arrojaban al pasar al galope.

—Yo descansaré, pero tú caminarás…

Ya lo siente. El amor, su enemigo, está aquí. La sobrina del pulpero le roza el brazo y él siente el contacto como una quemadura cruel. Es el amor: el deseo antiguo como el mundo; el hambre que devora y enriquece; el hambre de los cuerpos y las almas; el hambre… El peregrino aprieta los labios para no pronunciar las palabras que debe decir cada vez, pero las palabras le horadan los labios y escapan, monótonas, como siempre:

—Ve, sigue, sigue tu camino.

La muchacha le contempla asombrada. ¡Sería tan hermoso quedarse junto a ella, hundir la cabeza en la frescura de su regazo, y reposar! Pero no. El amor es el signo, la orden de marcha. Hasta el fondo de los tiempos le perseguirá, irónico, vengándose sin alivio de quien odió porque sí, por odiar, sólo por odiar.

El judío errante se echa la alforja a la espalda y se aleja.

XXXVIII
UN GRANADERO
1850

E
l indio Tamay alquila en la Recova un cuarto pequeñito. En él vende, hace muchos años, estampas, escapularios, ropa hecha y, algunos días, empanadas y tortas. Desde la mañana, cuando la estación lo permite, se sienta bajo las arcadas aguardando a los compradores y aventándose con una hoja de palmera. En invierno, el indio no se aparta del brasero sobre el cual se calienta la pava del mate. Al anochecer regresa sin apurarse a su rancho del barrio de la Concepción. Arrastra la pierna lisiada; a un costado de la chaqueta, la manga izquierda, vacía, hace ademanes absurdos. Perdió el brazo en la rendición del Callao, en 1821; allí le hirieron en la pierna también: a pesar de las invalideces, Tamay sigue siendo esbelto como cuando, treinta y ocho años atrás, don Francisco Doblas se presentó en Yapeyú, comisionado por el gobierno para invitar a los jóvenes a alistarse en el cuerpo que organizaba el coronel San Martín, y él obedeció al reclamo con Nambú, con Benítez, con los hermanos Itá, con Herrera, con Tabaré…

Tamay no tiene amigos. Los únicos que se aproximan a él y le rodean, en su puesto de la Recova, son los negritos y los «bandoleros», los muchachos zumbones que cuidan las bandolas portátiles y que, mientras husmean alrededor de los mostradores armados en tijera, no cesan de cotorrear, de sacarse la lengua, de decir malas palabras y de inventar perrerías. El indio, impasible como un santón, les sosiega levantando la palma flaca. Entonces le piden que les cuente algo más, algo más «de antes», de cuando era granadero. Y Tamay, que rumia un castellano difícil mechándolo con disonancias guaraníes, vuelve a relatarles las historias de su juventud, las historias de una vida tan remota, tan alucinante, tan distinta de la que ahora vive, que a menudo le parece que él no es más que un narrador y que las cosas que refiere le fueron contadas en su infancia, cuando cazaba pájaros y mariposas en las selvas de Misiones.

Atiéndenle los pillos recoveros sin parpadear, y de nuevo desfilan ante ellos las grandes batallas sangrientas, como pintadas en vastos óleos, en los que no falta ni la silueta del jefe con el catalejo en la diestra, ni el primer plano de revueltas cabalgaduras y de tambores esparcidos: así, desde San Lorenzo hasta la toma del Callao, donde hirieron a Tamay y casi le matan. El indio no es muy locuaz; cuando habla no mueve un músculo del cuerpo tenso; pero sus palabras salmodiadas excitan la imaginación de los oyentes, quienes les incorporan un lujo dramático de su propia cosecha, de tal suerte que unas pocas frases bastan para que aparezca ante los deslumbrados adolescentes todo el esplendor, todo el riesgo, toda la gloria y toda la penuria de esa campaña de ocho años: el paso de los Andes inmensos, cuya sobria evocación siempre hace levantar los ojos del auditorio, más allá de la Catedral, más allá del Cabildo, hacia las nubes recortadas en la metopa azul como un friso de antiguos mármoles; los entreveros vibrantes: Chacabuco, la guerra en el sur de Chile, el asalto de Talcahuano, Maipo; la expedición a Lima, el Callao… y la vuelta a la patria, a Buenos Aires, porque ya no podía luchar.

El rescoldo del brasero, inquietado por un soplo de brisa, empurpura de repente el rostro del indio. Y los muchachos suponen que están ante un viejo hechicero venido de los bosques mágicos, y le ruegan que les cuente más. Tamay les dice las máquinas que fue menester construir para que los cañones atravesaran la cordillera infinita; o les recuerda cómo, al adiestrarles, el Libertador les juraba que con el sable en la mano partirían como sandía la cabeza del primer godo que se les pusiera por delante; o alude con cuatro o cinco frases a la tristeza de San Martín cuando trepó la cuesta de Chacabuco, de regreso a Buenos Aires después de la liberación de Chile, y al divisar en una quebrada un montículo murmuró: ¡Pobres negros!, refiriéndose a los libertos del número 8 que perecieron en la batalla y fueron enterrados allí. Y los negritos que escuchan sienten que los ojos se les llenan de lágrimas y se suenan la nariz con los dedos, pero al instante sus caras lisas se aclaran y aprietan los dientes blancos, porque Tamay sonríe y habla de una fiesta que hubo en Lima, en el palacio de los Virreyes, en honor del general.

—¿Y vos comías mucho, don Tamay? —preguntan los negros.

—¿Y qué comías?

—¿Y tomabas vino, don Tamay?

—Ajá, vino de España, mismo.

Los muchachos, desperezada la gula por el imaginario olor de los festines virreinales, ojean las empanadas y las tortas del guaraní. Entonces el granadero golpea la mano contra la rodilla:

—¡Basta! ¡Basta ya!

Y se van a la carrera, a través de la plaza principal que limitan los arcos.

Pero hoy no hubo ni «bandoleros» ni negritos. Andan muy atareados, con sus cajas, con sus pantallas, lidiando con los perros y con las moscas y gritando cosas que encrespan a las damas mayores. Una criada de la casa de don Felipe Arana, el ministro, vino con el pretexto de comprar un rosario. Tamay detesta a la mestiza que antes, cuando él era mozo, le rondaba, y que no le ha perdonado su desdén. Si se le acerca es porque trae mala noticia.

La mujer se demora y revuelve las puntillas gruesas y los peines, como si no se decidiera a partir. Por fin exclama:

—¡Qué raro que abriste la tienda hoy, don Tamay!

—¿Y por qué?

—¿No sabés la novedá, don Tamay?

El indio no responde.

—¿No sabés que tu general San Martín ha muerto en la Francia, don Tamay?

El indio escupe en el brasero:

—Andate, víbora, andate.

La mestiza se contonea y hace sonar el rosario:

—Se lo oí decir a doña Pascuala, mi ama, don Tamay.

Tamay escupe en las brasas y gira el desdeñoso perfil hacia la Catedral de Buenos Aires, en la que siempre hay obreros porque nunca la terminan.

La mujer está loca. ¿Cómo le viene con ese disparate? ¿Acaso ignora Tamay que si el general San Martín hubiera muerto las campanas de todas las iglesias de Buenos Aires estarían doblando, y la multitud llenaría la plaza, y los chicos vocearían los boletines? Así debiera ser, porque en la Argentina no hubo hombre más grande.

Camino de su rancho, del lado de la Concepción, el indio se detiene porque alguien le chista. Ya avanza la noche y poco se ve. Junto a un zaguán, sus ojos descubren un muchacho. Es un muchacho rubio, tan alto como él pero más robusto.

—¿Me llamás vos?

—Yo te llamaba, don Tamay, para decirte que ha muerto el general San Martín.

El granadero abre la boca para contestarle, y se percata de que así como se negó a creerle a la criada de doña Pascuala Beláustegui, a este mancebo no le conseguiría refutar, pues sus ojos son serios y de su apostura emana un maravilloso poder. Ahora le ve mejor. Están en el marco de una ventana y dentro hay luces, y el indio, ingenuamente, cree reconocer en su interlocutor a un puestero del general Mansilla a quien trató el año pasado en la casa de la calle Potosí que perfuman los sahumerios inolvidables de doña Agustina Rosas: la alhucema, el benjuí, el azahar, el cedrín y el cedrón. Pero no, no es tal puestero. No llevaría ese cinto de monedas de oro.

—¿Y vos quién sos?

El joven ya se esfumó en la tiniebla. ¿Cómo le iba a reconocer el indio Tamay, antiguo granadero y actual vendedor de la Recova, si tampoco le hubieran reconocido los informados poetas de
La Lira Argentina
, que con cualquier razón le estaban invocando y solicitando para que se ocupara de nuestros intereses, o metiéndole en sus versos, como si se le pudiera traer y llevar? ¿Cómo iba a reconocerle, si no le reconocerían con toda su mitología cotidiana quienes cantaron:

Marte mismo te observa y queda absorto…;

y quienes cantaron:

…del terrible Marte

ya el carro estrepitoso es conducido

por el campo y las calles argentinas…?

¿Cómo iban también a reconocerle los poetas familiarizados con su habitual vestimenta sonora, si aquel mozo ni guiaba carro, ni empuñaba lanza, ni ceñía el casco beocio, ni ostentaba en el centro del escudo un alado grifo?

Las nociones de Tamay sobre los mensajeros espirituales son muy confusas. A Santo Tomás le hubiera individualizado, probablemente, por el hábito blanco y negro que ha visto pintado en las imágenes misioneras; al Pay Sumé, padre de la agricultura, que los ancianos de las tribus guaraníes imploran, también le hubiera adivinado; y a Añanga, que es diminuto como un gorgojo: pero sobre Marte (que los poetas impetratorios prefieren llamar Mavorte) carece de referencias, y además no ha hecho más que entreverle un segundo, en un zaguán.

Así que se aleja hacia su rancho, muy triste, pues aunque nada sepa del dios no en vano ha peleado en tantas batallas y es justo que la voz de quien decide sobre la guerra despierte ecos en su sangre militar.

De ahora en adelante, Tamay el indio procede como un autómata. Marte —«Marte mismo»— le va repitiendo:

—¡San Martín ha muerto! ¡Tu general San Martín ha muerto!

Y unos grandes lagrimones surcan las mejillas del granadero de San Martín.

En la puerta de la choza se para. Pero, ¡cómo! ¿San Martín ha muerto en la Francia y nadie, nadie, nadie se apresura a embanderar la ciudad con enlutados pendones; nadie echa a vuelo las fúnebres campanas; nada dicen los periódicos y boletines del señor Juan Manuel; nadie llora?

El indio Tamay entra en su rancho; abre la petaca y saca de él su uniforme. Lentamente, con sacerdotal unción, lo viste. Parece más alto ahora y más digno, con la ropa azul y encarnada, con las palas de bronce escamadas fijas en los hombros, con sus áureos botones. La manga vacía cuelga a un lado y junto a ella el sable le bate la pierna herida.

Paso a paso, retorna al centro de la ciudad. Y comprueba que Buenos Aires duerme. Por los postigos que entreabre la tibia noche de primavera, se deslizan los hondos ronquidos, el misterioso crujir de los muebles y alguna solitaria canción que tranquiliza a una criatura. ¿Nadie piensa en el general San Martín? ¿El general Rosas que, según le han contado al indio, le cita siempre en sus mensajes a la legislatura, tampoco piensa? ¿Y las campanas del Buenos Aires de San Martín?

A dos cuadras de la Plaza de la Victoria hay una pulpería. El granadero se dirige a ella porque sus luces rayan la vereda rota. Allí sí hay gente despierta, muy despierta, que ríe y grita a pesar de las disposiciones. El indio, encandilado, queda de pie junto a la entrada. El penacho punzó se estremece sobre su morrión viejo; las carrilleras de metal amarillo le tajan los pómulos.

Varios paisanos, emponchados de rojo, juegan al truco. Detrás de la reja, el pulpero sirve unos vasos de vino carlón.

El indio Tamay escucha de nuevo la voz del dios que le dice:

—Ha muerto el general San Martín.

Se yergue y grita:

—¡Viva el general San Martín! ¡Viva la Patria!

Los jugadores, sorprendidos, se enfrentan con el inesperado fantasma cuyas espuelas de bronce arañan el suelo. Uno, más borracho, responde:

—¡Viva Rosas!

—¡Viva el Ilustre Restaurador! —corea el resto.

Y el indio siente que una fuerza más pujante que él mismo y que quizás se origine en la sugestión del mancebo desconocido que le dio la noticia de Francia, le impele a desenvainar con ademán altivo el sable de Maipú y de Chacabuco:

—¡Viva mi general! ¡Viva el general San Martín!

El otro pegó un salto gatuno, enrolló el poncho en un brazo y blande en la diestra el facón. Los demás forman círculo en la pieza gris de humo y azuzan vociferando a los contendientes. Poco duró el duelo. El manco peleaba como quien sabe pelear y le clavó el arma en el vientre a su adversario. Retroceden los compañeros, temerosos, porque el uniforme del guerrero parece iluminado y brillan como soles los soles de los botones metálicos con el lema: «Viva la Patria».

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