Moby Dick (15 page)

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Authors: Herman Melville

Pero por mucho que dijimos, no pudimos arrancarle una palabra; casi me dieron ganas de derribarle de un empujón, para cambiarle de postura, pues era casi intolerable y parecía tan penosa y antinaturalmente forzada; sobre todo, dado que, con toda probabilidad, llevaba sentado así unas ocho o diez horas, pasándose además sin las comidas normales.

—Señora Hussey dije—, en todo caso, está vivo; de modo que déjenos, por favor, y yo mismo me ocuparé de este extraño asunto.

Cerrando la puerta tras la patrona, intenté convencer a Queequeg para que tomara un asiento, pero en vano. Allí seguía sentado, y eso era todo lo que podía hacer: con todas mis habilidades y corteses halagos, no quería mover una clavija, ni mirarme, ni advertir más presencia del modo más leve. «No sé —pensé— si es posible que esto forme parte de su Ramadán; ¿ayunarán en cuclillas de este modo en su isla natal? Debe ser así; sí, es parte de su credo, supongo; bueno, entonces, dejémosle en paz; sin duda se levantará, antes o después. No puede durar para siempre, gracias a Dios, y su Ramadán sólo toca una vez al año, y tampoco creo que entonces sea muy puntual.»

Bajé a cenar. Después de pasar un largo rato oyendo los largos relatos de unos marineros que acababan de volver de un viaje «al pastel de ciruelas» como lo llamaban (esto es, una breve travesía a la caza de ballenas en una goleta o bergantín, limitándose al norte del ecuador, y sólo en el océano Atlántico), después de escuchar a esos pasteleros hasta cerca de las once, subí para acostarme, sintiéndome muy seguro de que a esas horas Queequeg debería haber puesto fin a su Ramadán. Pero no: allí estaba donde le había dejado: no se había movido una pulgada. Empecé a sentirme molesto con él; tan absolutamente insensato y loco parecía al estarse allí sentado todo el día y mitad de la noche, en cuclillas, en un cuarto frío, sosteniendo un trozo de madera en la cabeza.

—Por amor de Dios, Queequeg, levántate y sacúdete; levántate y cena. Te vas a morir de hambre, te vas a matar, Queequeg. —Pero él no contestó ni palabra.

Desesperando de él, por consiguiente, decidí acostarme y dormir, sin dudar de que no tardaría mucho tiempo en seguirme. Pero antes de meterme, tomé mi pesado chaquetón de «piel de oso» y se lo eché por encima, porque prometía ser una noche muy fría, y él no llevaba puesta más que su chaqueta corriente. Durante algún tiempo, por más que hiciera, no pude caer en el más ligero sopor. Había apagado la vela de un soplo, y la mera idea de que Queequeg, a menos de cuatro pies de distancia, estaba sentado en esa incómoda posición, completamente solo en el frío y la oscuridad, me hacía sentir realmente desgraciado. Pensadlo: ¡dormir toda la noche en el mismo cuarto con un pagano completamente despierto y en cuclillas, en este temible e inexplicable Ramadán!

Pero, no sé cómo, me dormí por fin, y no supe más hasta que rompió el día, cuando, mirando desde la cama, vi allí acurrucado a Queequeg como si le hubieran atornillado al suelo. Pero tan pronto cómo el primer destello de sol entró por la ventana, se incorporó, con las articulaciones rígidas y crujientes, aunque con aire alegre; se acercó cojeando a donde estaba yo, apretó la frente otra vez contra la mía, y dijo que había terminado su Ramadán.

Ahora bien, como ya he indicado antes, no tengo objeciones contra la religión de nadie, sea cual sea, mientras esa persona no mate ni insulte a ninguna otra persona porque ésta no cree también lo mismo. Pero cuando la religión de un hombre se pone realmente frenética, cuando es un tormento decidido para él, y, dicho francamente, cuando convierte esta tierra nuestra en una incómoda posada en que alojarnos, entonces, creo que es hora de tomar aparte a ese individuo y discutir la cuestión con él.

Eso es lo que hice entonces con Queequeg.

—Queequeg —dije—, métete en la cama, y óyeme bien quieto.

Seguí luego, comenzando con la aparición y progreso de las religiones primitivas, para llegar hasta las diversas religiones de la época presente, esforzándome en ese tiempo por mostrar a Queequeg que todas esas Cuaresmas, Ramadanes y prolongados acurrucamientos en cuartos fríos y tristes eran pura insensatez; algo malo para la salud, inútil para el alma, y, en resumen, opuesto a las leyes evidentes de la higiene y el sentido común. Le dije también que aunque él en otras cosas era un salvaje tan extremadamente sensato y sagaz, ahora me hacía daño, me hacía mucho daño, al verle tan deplorablemente estúpido con ese ridículo Ramadán. Además, argüí, el ayuno debilita el cuerpo; por consiguiente, el espíritu se debilita, y todos los pensamientos nacidos de un ayuno deben por fuerza estar medio muertos de hambre. Ésa es la razón por la que la mayor parte de los beatos dispépticos cultivan tan melancólicas ideas sobre su vida futura.

—En una palabra, Queequeg —dije, más bien en digresión—, el infierno es una idea que nació por primera vez de un flan de manzana sin digerir, y desde entonces se ha perpetuado a través de las dispepsias hereditarias producidas por los Ramadanes.

Luego pregunté a Queequeg si él mismo sufría alguna vez de mala digestión, expresándole la idea con mucha claridad para que pudiera captarla. Dijo que no; sólo en una ocasión memorable. Fue después de una gran fiesta dada por su padre el rey, por haber ganado una gran batalla donde cincuenta de sus enemigos habían quedado muertos alrededor de las dos de la tarde, y aquella misma noche fueron guisados y comidos.

—Basta, Queequeg —dije, estremeciéndome—; ya está bien —pues sabía lo que se deducía de ello sin que él me lo indicara.

Yo había visto a un marinero que visitó esa misma isla, y me dijo que era costumbre, cuando se ganaba una gran batalla, hacer una barbacoa con todos los muertos en el jardín de la casa del vencedor; y luego, uno por uno, los ponían en grandes trincheros de madera y los aderezaban alrededor como un pilar, con frutos del árbol del pan y con cocos; y así, con un poco de perejil en la boca, eran enviados por todas partes con los saludos del vencedor a sus amigos, igual que si esos regalos fueran pavos de Navidad.

Después de todo, no creo que mis observaciones sobre la religión hicieran mucha impresión en Queequeg; en primer lugar, porque parecía un poco duro de oído, no sé por qué, en ese importante tema, a no ser que se considerara desde su propio punto de vista; en segundo lugar, porque no me entendía más de la tercera parte, por muy sencillamente que yo presentara mis ideas; y, finalmente, porque él creía sin duda que sabía mucho más de religión que yo. Me miraba con una especie de interés y compasión condescendientes, como si juzgara una gran lástima que un joven tan sensato estuviera tan desesperanzadoramente perdido en la pagana piedad evangélica.

Por fin nos levantamos y nos vestimos, y Queequeg tomó un prodigioso y cordial desayuno de calderetas de pescado de todas clases, de modo que la patrona no saliera ganando mucho a causa de su Ramadán, tras de lo cual salimos para subir a bordo del Pequod, paseando tranquilamente y mondándonos los dientes con espinas de hipogloso.

XVIII
 
Su señal

Cuando llegábamos al extremo del muelle hacia el barco, llevando Queequeg su arpón al hombro, el capitán Peleg, con su áspera voz, nos saludó desde su cabaña india, diciendo que no había sospechado que mi amigo fuera un caníbal, y anunciando además que no consentía caníbales a bordo de aquella embarcación, a no ser que mostraran antes sus papeles.

—¿Qué quiere decir con eso, capitán Peleg? —dije, saltando ya a las amuradas y dejando a mi camarada de pie en el muelle.

—Quiero decir —contestó— que debe enseñar sus papeles.

—Sí —dijo el capitán Bildad, con su voz hueca, sacando la cabeza, detrás de la de Peleg, desde la cabaña india—: Debe mostrar que está convertido. Hijo de la tiniebla —añadió, volviéndose hacia Queequeg—: ¿estás actualmente en comunión con alguna iglesia cristiana?

—¡Cómo! —dije yo—: es miembro de la Primera Iglesia Congregacionalista. —Aquí ha de decirse que muchos salvajes tatuados que navegan en barcos de Nantucket acaban por convertirse a alguna de las iglesias.

—La Primera Iglesia Congregacionalista —gritó Bildad—, ¡qué!, ¿la que reza en la casa de reunión del diácono Deuteronomy Coleman? —Y así diciendo, se quitó los lentes, los frotó con un gran pañuelo de seda amarilla con lunares, y, poniéndoselos con mucho cuidado, salió de la cabaña india, y se inclinó rígidamente sobre las amuradas para mirar con toda calma a Queequeg.

—¿Cuánto tiempo hace que es miembro? —dijo luego, volviéndose hacia mí—: no será mucho, supongo, joven.

—No —dijo Peleg—, y tampoco le han bautizado como es debido, o si no, se le habría lavado de la cara un poco de ese azul de diablo.

—Dime, entonces —gritó Bildad—: ¿este filisteo es miembro regular de la reunión del diácono Deuteronomy? Nunca le he visto ir allí, y yo voy todos los días del Señor.

—Yo no sé nada del diácono Deuteronomy ni de su reunión —dije—, todo lo que sé es que este Queequeg es miembro por nacimiento de la Primera Iglesia Congregacionalista. Él también es diácono, el mismo Queequeg.

—Joven —dijo Bildad severamente—, estás bromeando conmigo: explícate, joven hetita. ¿A qué iglesia te refieres? Respóndeme.

Encontrándome tan apremiado, contesté:

—Quiero decir, capitán, la misma antigua Iglesia universal a que pertenecemos usted y yo, y aquí, el capitán Peleg, y ahí Queequeg, y todos nosotros, y todo hijo de madre y todo bicho viviente; la grande y perenne Primera Congregación de este entero mundo en adoración: todos pertenecemos a ella; sólo que algunos de nosotros cultivamos algunas extravagancias que de ningún modo tocan a la gran creencia: en ésa, todos unimos nuestras manos.

—Empalmamos las manos, querrás decir que las empalmamos —gritó Peleg, acercándose—. Joven, mejor sería que te embarcaras como misionero, en vez de ir como marinero ante el mástil: nunca he oído un sermón mejor. El diácono Deuteronomy... bueno, ni el mismo padre Mapple lo podría mejorar, y no es un cualquiera. Ven a bordo, ven a bordo; no te preocupes por los papeles. Oye, dile a ese Quohog; ¿cómo le llamas? Dile a Quohog que venga acá. ¡Por el ancla mayor, qué arpón lleva ahí! Parece cosa buena, y lo maneja muy bien. Oye, Quohog, o como te llames, ¿alguna vez has ido a la proa de una ballenera?, ¿alguna vez has cazado un pez?

Sin decir palabra, Queequeg, con sus maneras extraviadas, saltó sobre las amuradas, y de allí a la proa de una de las lanchas balleneras que colgaban sobre el costado; y entonces, doblando la rodilla izquierda y blandiendo el arpón, gritó algo así como:

—Capitán, ¿ver gota pequeña de brea allí en agua?, ¿ver? Bueno, piense ojo de ballena, y entonces, ¡zas!

Y apuntando bien, disparó el hierro por encima mismo del ancho sombrero de Bildad, y a través de toda la cubierta del barco, hasta dar en la brillante mancha de brea, haciéndola desaparecer de la vista.

—Bueno —dijo Queequeg, recogiendo tranquilamente la lanza—: suponer ojo de ballena; entonces, ballena muerta.

—Deprisa, Bildad —dijo su socio Peleg, que, horrorizado ante la proximidad inmediata del arpón volante, se había retirado hasta la entrada de la cabina— deprisa, digo, Bildad, trae los papeles del barco. Tenemos que tener aquí a ese Hedgehog, quiero decir Quohog, en una de nuestras lanchas. Mira, Quohog, te daremos una parte de noventa, y eso es más de lo que se ha dado nunca a un arponero salido de Nantucket.

Así que entramos en la cabina, y con gran alegría mía, Queequeg quedó pronto enrolado en la tripulación del mismo barco a que pertenecía yo.

Terminamos los preliminares, cuando Peleg tenía todo dispuesto para firmar, se volvió a mí y dijo:

—Supongo que este Quohog no sabe escribir, ¿no? Digo, Quohog, maldito seas, ¿sabes firmar o poner tu señal?

Pero ante esta pregunta, Queequeg, que ya había tomado parte dos o tres veces en ceremonias semejantes, no pareció de ningún modo cohibido, sino que, tomando la pluma que le ofrecían, copió en el papel, en el lugar adecuado, una exacta reproducción de una extraña figura en redondo que llevaba tatuada en el brazo, de modo que, por la obstinada equivocación del capitán Peleg respecto a su nombre, quedó algo así como:

Quohog

su + señal

Mientras tanto, el capitán Bildad seguía observando a Queequeg con gravedad y fijeza, y por fin, levantándose solemnemente y hurgando en los grandes bolsillos de su chaquetón grisáceo de anchos faldones, sacó un manojo de folletos y, eligiendo uno titulado «Se Acerca el Día del juicio; o, No Hay Tiempo que Perder», lo puso en las manos de Queequeg, y luego, agarrándoselas con las suyas, junto con el libro, le miró a los ojos y dijo:

—Hijo de la tiniebla, tengo que cumplir mi deber contigo; soy copropietario de este barco, y me siento responsable de las almas de toda su tripulación; si sigues aferrándote a tus maneras paganas, como me temo tristemente, te exhorto a que no permanezcas para siempre jamás como siervo de Belial. Desdeña al ídolo Bel y al horrendo dragón; apártate de la cólera venidera; anda con ojo, quiero decir; ¡ay, por la gracia divina! ¡Gobierna a lo largo del abismo de la condenación!

Algo de sal marina quedaba todavía en el lenguaje del viejo Bildad, mezclado de modo heterogéneo con frases bíblicas y domésticas.

—Deja, déjate de eso, Bildad, deja de echar a perder a nuestro arponero —gritó Peleg—. Los arponeros piadosos nunca son buenos navegantes: eso les quita la fuerza, y no hay arponero que valga una paja que no sea muy fiero. Ahí estaba el joven Nat Swaine, que en otro tiempo fue el más valiente en la proa de todas las lanchas balleneras de Nantucket y del Vineyard: empezó a ir a la capilla, y no llegó nunca a ser nada bueno. Se puso tan asustado por su alma viciada que se echó atrás y se apartó de las ballenas y por temor a las consecuencias en caso de que le desfondaran y le mandaran con Davy Jones.

—¡Peleg, Peleg! —dijo Bildad, levantando los ojos y las manos—, tú mismo, como yo, has pasado momentos de peligro; tú sabes, Peleg, lo que es tener miedo a la muerte: entonces, ¿cómo puedes charlar de ese modo impío? Mientes contra tu propio corazón, Peleg. Dime, cuando este mismo Pequod perdió los tres palos por la borda en aquel tifón en el Japón, en ese mismo viaje en que fuiste de segundo de Ahab, ¿no pensaste entonces en la Muerte y el juicio?

—¡Oídle ahora, oídle ahora! —exclamó Peleg, dando vueltas por la cabina, y con las manos bien metidas en los bolsillos—, oídle todos. ¡Pensad en eso! ¡Cuando a cada momento pensábamos que se iba a hundir el barco! ¿La Muerte y el juicio entonces? ¡No! No había tiempo entonces de pensar en la Muerte. En la vida, es en lo que pensábamos el capitán Ahab y yo, y en cómo salvar a toda la tripulación, cómo aparejar bandolas, y cómo llegar al puerto más cercano; en eso es en lo que estaba pensando.

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