Moby Dick (11 page)

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Authors: Herman Melville

Pedimos prestada una carretilla, y embarcando nuestras cosas, incluido mi pobre saco de viaje, y el saco de lona y la hamaca de Queequeg, bajamos al Musgo, la pequeña goleta de línea amarrada en el muelle. A nuestro paso, la gente se quedaba mirando; no tanto por Queequeg —pues estaban acostumbrados a ver caníbales como él en sus calles—, cuanto por vernos a él y a mí en términos de tanta confianza. Pero no les hicimos caso y seguimos adelante empujando la carretilla por turno, mientras Queequeg se paraba de vez en cuando a ajustar la vaina en la punta del arpón. Le pregunté por qué bajaba a tierra consigo una cosa de tanto estorbo, y si todos los barcos cos balleneros no se buscaban sus propios arpones. A eso contestó, en sustancia, que aunque lo que yo sugería era bastante cierto, sin embargo, él tenía un afecto particular a su propio arpón, porque era de material seguro, bien probado en muchos combates a muerte, y en profunda intimidad con los corazones de las ballenas. En resumen, como muchos segadores y recolectores que entran en los prados del granjero armados con sus propias guadañas, aunque no están en absoluto obligados a proporcionarlas, también Queequeg, por sus motivos particulares, prefería su propio arpón.

Cambiando la carretilla de mis manos a las suyas, me contó una divertida historia sobre la primera carretilla que había visto. Fue en Sag Harbour. Los propietarios de su barco, al parecer, le habían prestado una para llevar su pesado baúl a la posada. Para no parecer ignorante sobre la cosa, aunque en realidad lo era por completo en cuando al modo exacto en que manejar la carretilla, Queequeg puso el baúl encima, lo ató sólidamente, y luego se echó al hombro la carretilla y se fue por el muelle arriba.

—Vaya —dije yo—, Queequeg, podrías haberlo entendido mejor, cualquiera diría. ¿No se rió la gente?

Con esto, me contó otra historia. La gente de su isla de Rokovoko, al parecer, en sus fiestas de boda exprimen la fragante agua de los cocos tiernos en una gran calabaza pintada, como una ponchera; y esta ponchera siempre forma el gran ornamento central en la estera trenzada donde se tiene la fiesta. Ahora bien, cierto grandioso barco mercante tocó una vez en Rokovoko, y su capitán —según todas las noticias, un caballero muy solemne y puntilloso, al menos para ser capitán de marina— fue invitado a la fiesta de boda de la hermana de Queequeg, una bonita y joven princesa que acababa de cumplir los diez años. Bueno, cuando todos los invitados estuvieron reunidos en la cabaña de bambú de la novia, entra el capitán, y al serie asignado el puesto de honor, se coloca frente a la ponchera y entre el Sumo Sacerdote y su majestad el Rey, el padre de Queequeg. Dichas las bendiciones —pues esa gente tiene sus bendiciones, igual que nosotros, si bien Queequeg me dijo que, al contrario que nosotros, que en tales momentos bajamos la vista a los platos, ellos, imitando a los patos, levantan la mirada al Gran Dador de todas las fiestas—, dichas las bendiciones, pues, el Sumo Sacerdote comienza el banquete con la ceremonia inmemorial de la isla; esto es, metiendo sus consagrados y consagradores dedos en la ponchera, antes que circule el bendito brebaje. Al verse colocado junto al Sacerdote, y notando la ceremonia, y considerándose —como capitán de barco— en franca precedencia sobre un mero rey isleño, sobre todo en la propia casa del rey, el capitán empezó fríamente a lavarse las manos en la ponchera, tomándola, supongo, por un gran aguamanil.

—Entonces —dijo Queequeg—, ¿qué pensar ahora? ¿No se rió nuestra gente?

Al fin, pagado el pasaje, y en seguridad el equipaje, estuvimos a bordo de la goleta, que, izando vela, se deslizó por el río Acushnet abajo. Por un lado, New Bedford se elevaba en calles escalonadas, con sus árboles cubiertos de nieve destellando todos en el aire claro y frío. Grandes cerros y montañas de barriles sobre barriles se apilaban en los muelles, y los barcos balleneros, que recorrían el mundo, estaban uno junto a otro silenciosos por fin y amarrados con seguridad, mientras de otros salía un ruido de forjas y carpinteros y toneleros, con mezcla de ruido de forjas y fuegos para fundir la pez, todo ello anunciando que se preparaban nuevos cruceros; terminado un peligrosísimo y largo viaje, sólo empieza otro, y terminado éste, sólo empieza un tercero, y así sucesivamente, para siempre amén. Eso es, en efecto, lo intolerable de todo esfuerzo terrenal.

Alcanzando aguas más abiertas, la reconfortante brisa refrescó; el pequeño Musgo rechazaba la viva espuma de la proa, como un joven potro lanza sus resoplidos. ¡Cómo aspiraba yo aquel aire exótico! ¡Cómo despreciaba la tierra con sus barreras, esa carretera común toda ella mellada con las marcas de botas y pezuñas serviles! Y me volvía a admirar la magnanimidad del mar, que no permite dejar nada inscrito.

En la misma fuente de espuma, Queequeg parecía beber y mecerse conmigo. Sus sombrías narices se ensanchaban; mostraba sus dientes afilados y puntiagudos. Adelante, adelante volábamos; y alcanzando altamar, el Musgo rindió homenaje a las ráfagas, y se agachó y sumergió la frente, como un esclavo ante el Sultán. Inclinándose a un lado, nos disparamos a un lado; con todas las jarcias vibrando como alambres; los dos palos mayores doblándose como cañas de bambú en un ciclón. Tan llenos estábamos de esta escena estremecida, de pie junto al bauprés que se sumergía, que durante algún tiempo no notamos las miradas burlonas de los pasajeros, una reunión de bobos, que se maravillaban de que dos seres humanos estuvieran en tan buena compañía, como si un blanco fuera algo más digno que un negro enjalbegado. Pero había allí algunos imbéciles e idiotas que, por su intenso verdor, debían haber salido del corazón y centro de toda verdura. Queequeg sorprendió a uno de esos tiernos retoños remedándole a sus espaldas. Creí que había llegado la hora del juicio de aquel imbécil. Dejando caer el arpón, el robusto salvaje le apretó entre los brazos, y con fuerza y destreza casi milagrosas, le envió por los aires a gran altura; luego, golpeándole ligeramente la popa a mitad de su cabriola, hizo llegar a aquel tipo al suelo de pie, con los pulmones estallando, mientras Queequeg, volviéndole la espalda, encendió su pipahacha y me la pasó para darle una chupada.

—¡Capitán, capitán! —aulló el imbécil, corriendo hacia ese oficial—: capitán, capitán, aquí está el demonio.

—¡Eh, usted, señor! —exclamó el capitán, enjuta costilla marina, dando zancadas hacia Queequeg—: ¿qué rayos pretende con eso? ¿No sabe que podía haber matado a este tipo?

—¿Qué decir él? —dijo Queequeg, volviéndose suavemente hacia mí.

—Dice que casi mataste a ese hombre —dije yo, señalando al novato que todavía temblaba.

—¡Matar él! —gritó Queequeg, retorciendo su cara tatuada en una sobreterrenal expresión de desprecio—: ¡ah, el banco peces pequeños! Queequeg no matar peces pequeños tanto: ¡Queequeg matar ballena grande!

—¡Mira! —rugió el capitán—: yo matar tú, caníbal, como vuelvas a probar aquí a bordo otro de tus trucos: así que anda con ojo. Pero ocurrió precisamente entonces que era hora de que el capitán anduviera con ojo. La extraordinaria tensión en la cangreja había partido la escota a barlovento, y la tremenda botavara ahora volaba de un lado para otro, barriendo completamente toda la parte de popa de la cubierta. El pobre hombre a quien Queequeg había tratado tan mal fue barrido por encima de la borda; hubo pánico entre todos los marineros, y parecía locura intentar agarrar la botavara para amarrarla. Volaba de derecha a izquierda, y otra vez atrás, casi en lo que tarda un tictac del reloj, y a cada momento parecía a punto de partirse en astillas. Nada se hacía, y nada parecía poderse hacer; los de cubierta se precipitaron hacia la proa, y se quedaron mirando la botavara como si fuera la mandíbula inferior de una ballena exasperada. En medio de esta consternación, Queequeg se dejó caer de rodillas, y gateando bajo el recorrido de la botavara, agarró un cabo que restallaba, amarró un extremo a la amurada, y luego, lanzando el otro como un lazo, lo prendió en torno a la botavara cuando pasaba sobre su cabeza, y a la siguiente sacudida, la verga quedó capturada de ese modo, y todo estuvo seguro. Se puso la goleta al viento, y mientras todos los marineros desamarraban el bote de popa, Queequeg se desnudó hasta la cintura y saltó disparado desde la borda con un brinco en vivo arco largo. Durante tres minutos o más se le vio nadar como un perro, lanzando los largos brazos por delante, y de vez en cuando mostrando sus robustos hombros a través de la espuma heladora. Miré buscando a aquel tipo presumido y grandioso, pero no vi nadie que salvar. El novato se había hundido. Disparándose verticalmente desde el agua, Queequeg lanzó una mirada instantánea a su alrededor, y pareciendo ver cómo estaba el asunto, se zambulló y desapareció.

Pocos minutos después volvió a subir, con un brazo moviéndose, y con el otro arrastrando una forma exánime. El bote los recogió pronto. El pobre imbécil fue reanimado. Todos los marineros declararon que Queequeg era un héroe admirable: el capitán le pidió perdón. Desde aquel momento me pegué a Queequeg como una lapa; sí, hasta que el pobre Queequeg se dio su larga zambullida final.

¿Hubo jamás tal inconsciencia? No parecía pensar que mereciera en absoluto una medalla de las Sociedades Humanitarias y Magnánimas. Sólo pidió agua, agua dulce, algo con que quitarse la sal: hecho esto, se puso ropa seca, encendió la pipa, e inclinándose contra la amurada y mirando benignamente a los que le rodeaban, parecía decirse: «Este mundo es algo mutuo y en comandita, en todos los meridianos. Los caníbales tenemos que ayudar a estos cristianos».

XIV
 
Nantucket

Nada más ocurrió en la travesía digno de mencionarse, así que después de un hermoso viaje, llegamos sanos y salvos a Nantucket.

¡Nantucket! Sacad el mapa y miradlo. Mirad qué auténtico rincón del mundo ocupa: cómo está ahí, lejos, en altamar, más solitario que el faro de Eddystone. Miradlo: una mera colina y un codo de arena; todo playa, sin respaldo. Hay allí más arena de la que usaríais en veinte años como sustitutivo del papel secante. Algunos bromistas os dirán que allí tienen que plantar hasta los hierbajos, porque no crecen naturalmente: que importan cardos del Canadá; que tienen que enviar al otro lado del mar por un espiche para cegar una vía de agua en un barril de aceite: que en Nantucket se llevan por ahí trozos de madera como en Roma los trozos de la verdadera Cruz; que la gente allí planta setas delante de casa para ponerse a su sombra en verano; que una brizna de hierba hace un oasis, y tres briznas en un día de camino, una pradera; que llevan zapatos para arenas movedizas, algo así como las raquetas para los pies de los lapones; que están tan encerrados, encarcelados, rodeados por todas partes y convertidos en una verdadera isla por el océano, que hasta en sus mismas sillas y mesas se encuentran a veces adheridas pequeñas almejas, como en las conchas de las tortugas marinas. Pero esas extravagancias sólo indican que Nantucket no es ningún Illinois.

Mirad ahora la notable historia tradicional de cómo esta isla fue colonizada por los pieles rojas. Así dice la leyenda: en tiempos antiguos, un águila descendió sobre la costa de New England, llevándose entre las garras un niñito indio. Con ruidosos lamentos, sus padres vieron que su hijo se perdía de vista sobre las anchas aguas. Decidieron seguirle en la misma dirección. Partiendo en sus canoas, tras de una peligrosa travesía, descubrieron la isla, y allí encontraron una vacía cajita de marfil: el esqueleto del pobre niño indio.

¿Cómo sorprenderse, entonces, de que los de Nantucket, nacidos en una playa, se hagan a la mar para ganarse la vida? Primero buscaban cangrejos y quahogs en la arena; volviéndose más atrevidos, se metieron por el agua con redes a pescar caballa; más expertos, partieron en barcos a capturar bacalaos; y por fin, lanzando una armada de grandes barcos por el mar, exploraron este acuático mundo, pusieron un incesante cinturón de circunnavegaciones en torno de él, se asomaron al estrecho de Behring, y en todas las épocas y océanos, declararon guerra perpetua a la más poderosa masa animada que ha sobrevivido el Diluvio, la más monstruosa y la más montañosa; ese himalayano mastodonte de agua salada, revestido de tal portento de poder inconsciente, que sus mismos pánicos han de temerse más que sus más valientes y malignos asaltos.

Y así esos desnudos hombres de Nantucket, esos ermitaños marinos, saliendo de su hormiguero en el mar, han invadido y conquistado el mundo acuático como otros tantos Alejandros, repartiéndose entre ellos los océanos Atlántico, Pacífico e índico, como las tres potencias piratas lo hicieron con Polonia. Ya puede América añadir México a Texas, y apilar Cuba sobre Panamá; ya pueden los ingleses irrumpir por toda la India, y ondear su refulgente bandera desde el sol: dos tercios de este globo terráqueo son de los de Nantucket. Pues el mar es suyo, ellos lo poseen, como los emperadores sus imperios, y los demás navegantes sólo tienen derecho de tránsito por él. Los barcos mercantes no son sino puentes extensibles: los barcos armados, fuertes flotantes; incluso los piratas y corsarios, aunque siguiendo el mar como los salteadores el camino, no hacen más que saquear otros barcos, otros fragmentos de tierra como ellos mismos, sin tratar de ganarse la vida extrayendo algo de la propia profundidad sin fondo. Sólo el hombre de Nantucket reside y se agita en el mar; sólo él, en lenguaje bíblico, sale al mar en barcos, arándolo de un lado para otro como su propia plantación particular. Allí está su hogar: allí están sus asuntos, que un diluvio de Noé no interrumpiría, aunque abrumase a todos los millones de chinos. Vive en el mar como los gallos silvestres en el prado; se esconde entre las olas y trepa por ellas como los cazadores de gamuzas trepan por los Alpes. Durante años no conoce la tierra: de modo que cuando llega a ella por fin, le huele como otro mundo, más extrañamente que la luna a un terráqueo. Con la gaviota sin tierra, que al ponerse el sol pliega las alas y se duerme mecida entre las olas; así, al caer la noche, el hombre de Nantucket, sin tierra a la vista, aferra las velas y se echa a dormir, mientras bajo su misma almohada se agolpan rebaños de morsas y de ballenas.

XV
 
Caldereta de pescado

La noche estaba muy entrada cuando el pequeño Musgo ancló a su gusto, y Queequeg y yo desembarcamos, de modo que aquel día no pudimos resolver ningún asunto, a no ser la cena y la cama. El posadero de la Posada del Chorro nos había recomendado a su primo Hosca Hussey de «Las Marmitas de Destilación», de quien afirmó que era propietario de uno de los hoteles mejor instalados de todo Nantucket, y además nos aseguró que el primo Hosca, como le llamaba, era famoso por sus calderetas de pescado. En resumen, sugirió claramente que no podríamos hacer cosa mejor que probar la suerte de la olla en las «Marmitas». Pero las instrucciones que nos dio sobre dejar a estribor un almacén amarillo hasta que avistáramos una iglesia blanca a babor, y luego siguiéramos dejándola a babor hasta que pasáramos una esquina tres cuartas a estribor, y, hecho esto, preguntáramos al primero que viéramos dónde estaba el sitio, esas enrevesadas instrucciones suyas nos desconcertaron mucho al principio, especialmente porque, al zarpar, Queequeg se empeñó en que el almacén amarillo —nuestro primer punto de referencia— debía quedar a babor, mientras que yo había entendido que Peter Coffin decía que era a estribor. Sin embargo, a fuerza de dar muchas vueltas en la oscuridad, y de vez en cuando, de llamar y despertar a algún pacífico habitante para preguntar el camino, llegamos por fin a algo que no deja lugar a confusiones.

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