Authors: Herman Melville
Tomando de mal humor el farol que se le ofrecía, el viejo Nevado atravesó la cubierta renqueando hasta las amuradas; y allí, lanzando la luz con una mano, hacia abajo, por encima del mar, como para obtener una buena vista de su feligresía, con la otra mano blandió solemnemente las tenazas, y asomándose mucho por el costado, empezó a dirigirse a los tiburones con un murmullo de voz, mientras Stubb, que se acercó por detrás agachado, escuchaba todo lo que se decía.
—Hermanos animales: me han mandado decir que debéis terminar ese maldito ruido de ahí. ¿Oís? ¡Dejar ese maldito relameros los labios! Amo Stubb dice que podéis llenar las malditas barrigas hasta los topes, pero ¡por Dios! que no hagáis más ese maldito ruido.
—Cocinero —interrumpió aquí Stubb, acompañando sus palabras con una repentina palmada en el hombro—, ¡cocinero! Vaya, maldita sea tu alma, no debes maldecir de ese modo cuando predicas. ¡No es manera de convertir pecadores, cocinero!
—¿Y qué? Entonces predique usté —y se volvió de mal humor para irse.
—No, cocinero; sigue, sigue.
—Bueno, entonces, amadísimos hermanos animales...
—¡Muy bien! —exclamo Stubb, con aprobación—: tienes que halagarles; haz la prueba —y el Nevado continuó.
—Tós vosotros sois tiburones, y muy voraces de nacimiento, pero os digo, hermanos animales, que esa voracidá... ¡pero dejar de dar con la maldita cola! ¿Cómo creéis que podéis oír, si seguís dando ahí esos malditos golpes y mordiscos?
—Cocinero —gritó Stubb, agarrándole por el cuello—: no aguanto esas malas palabras. Háblales como un caballero.
Una vez más, continuó el sermón.
—De vuestra voracidá, hermanos animales, no os digo que tengáis mucha culpa: es de nacimiento y no se pué remediar; pero la cosa es gobernar esa naturaleza perversa. Sois tiburones, es verdá, pero si gobernáis el tiburón que hay en vosotros, bueno, entonces seréis ángeles; porque todo ángel no es más que un tiburón bien gobernao. Ea, mirá, hermanos, por una vez, a ver si sois bien educaos al serviros de ese cachalote. No arranquéis el bocao de la boca del vecino, digo. ¿No tiene tanto derecho un tiburón como el otro a ese cachalote? Y, por Dios, ninguno de vosotros tiene derecho a ese cachalote; ese cachalote es de otro. Ya sé que algunos de vosotros tienen una boca mu' grande, más grande que otros; pero las bocas grandes a veces tienen barrigas pequeñas; de manera que la grandeza de la boca no es pa' tragar con ella, sino pa' arrancar el bocao pa' los más pequeños de los tiburones, que no puén meterse en el jaleo pa' servirse ellos mismos.
—¡Bien dicho, viejo Nevado! —gritó Stubb—: eso es cristianismo; adelante.
—No sirve pa' na'; esos malditos villanos siguen haciendo ruido y dándose golpes, amo Stubb; no oyen ni palabra; no sirve predicar a esos malditos glotones, como dice usté, hasta que tengan la barriga llena, y esas barrigas no tienen fondo; y cuando las tengan llenas, no querrán oír; porque se hundirán en el mar, y se irán en seguida a dormir al coral, y no podrán oír ná, para siempre jamás.
—Por mi vida que soy de la misma opinión; así que dales la bendición, Nevado, y me marcho a mi cena.
Entonces Nevado, levantando las dos manos sobre la multitud piscaria, elevó su aguda voz, y gritó:
—¡Malditos hermanos animales! ¡Hacer el ruido más condenao que podáis; llenaros las barrigas hasta que estallen... y luego, a morir!
—Bueno, cocinero —dijo Stubb, continuando su cena en el cabrestante—, ponte donde estabas antes, ahí, frente a mí, y préstame especial atención.
—Toa atención —dijo el Nevado, volviendo a encorvarse sobre sus tenazas en el punto deseado.
—Bueno —dijo Stubb, sirviéndose con abundancia mientras tanto ahora vuelvo al asunto de este filete. Ante todo ¿cuántos años tienes, cocinero?
—¿Qué tiene que ver con el filete? —dijo el viejo negro, de mal humor.
—¡Silencio! ¿Cuántos años tienes, cocinero?
—Unos noventa, dicen —murmuró sobriamente.
—¿Y has vivido en este mundo casi cien años, cocinero, y no sabes guisar un filete de ballena? —y engulló rápidamente otro bocado con la última palabra, de modo que el bocado pareció continuar la pregunta—. ¿Dónde has nacido, cocinero?
—Detrás de la escotilla, en el trasbordador, cruzando el Roanoke.
¡Nacido en un trasbordador! Eso también es raro. Pero quiero saber: ¿en qué país has nacido, cocinero?
—¿No he dicho que en el país de Roanoke? —gritó bruscamente.
—No, no lo has dicho, cocinero; pero te voy a decir adónde voy, cocinero. Debes volver a tu tierra y nacer otra vez; no sabes todavía cómo se hace un filete de ballena.
—Que me maten si vuelvo a hacer otro —gruñó irritado, volviéndose para marcharse.
—Vuelve, cocinero; ea, dame esas tenazas; ahora toma este pedazo de filete, y dime si crees que está hecho como es debido. Tómalo, digo —alargándole las tenazas—, tómalo, y pruébalo.
Relamiéndose débilmente los labios con él por un momento, el viejo negro masculló:
—El filete mejor hecho que he probao nunca; bien jugosito.
—Cocinero —dijo Stubb, volviendo a servirse—, ¿perteneces a la iglesia?
—Una vez pasé por delante de una, en la Ciudá del Cabo —dijo el viejo, de mal humor.
—¿Y has pasado una vez en tu vida delante de una santa iglesia en la Ciudad del Cabo, donde sin duda oíste que un santo párroco hablaba a sus oyentes llamándoles amadísimos hermanos, de veras, cocinero; y sin embargo vienes acá a decirme una mentira tan terrible como me acabas de decir, eh? —dijo Stubb—. ¿Adónde esperas ir, cocinero?
—A la cama muy pronto —murmuró, medio volviéndose mientras hablaba.
—¡Espera! ¡Ponte al pairo! Quiero decir, cuando te mueras, cocinero. Es una pregunta terrible. Ahora, ¿qué contestas?
—Cuando se muera este viejo negro —dijo lentamente el negro, cambiando todo su aire y actitud—, él mismo no irá a ningún lao, pero un ángel bendito vendrá y se le llevará.
—¿Se le llevará? ¿Cómo? ¿Con un coche de cuatro caballos, como se llevaron a Elías? ¿Y adónde se le llevará?
—Allá arriba —dijo el Nevado, levantando las tenazas sobre la cabeza y sosteniéndolas así con mucha solemnidad.
—¿Así que esperas subir a nuestra cofa, cocinero, cuando estés muerto? Pero ¿no sabes que cuanto más alto subas, más frío tienes? A la cofa, ¿eh?
—No he dicho na' de eso —dijo el Nevado, otra vez de mal humor.
—Dijiste que allá arriba, ¿no? Y ahora mira adónde señalan tus tenazas. Pero quizá esperas llegar al cielo gateando por la boca del lobo, cocinero; pero no, no, cocinero, no llegarás allí si no vas por donde se debe, dando la vuelta por las jarcias. Es un asunto difícil, pero hay que hacerlo, o si no, no se va. Y ninguno de nosotros está todavía en el cielo. Deja las tenazas, cocinero, y escucha mis órdenes. ¿Escuchas? Ten el gorro en una mano, y ponte la otra sobre el corazón, cuando doy mis órdenes, cocinero. ¡Qué! ¿Tienes ahí el corazón? ¡Ésa es la tripa! ¡Arriba, arriba! Ahora estás. Sostenla ahí, y préstame atención.
—Toa atención —dijo el viejo negro, con las manos colocadas donde le decían, y retorciendo inútilmente su cabeza cana como para poner las dos orejas de frente al mismo tiempo.
—Bueno, entonces, ¿ves que este filete de ballena tuyo era tan malo que he tenido que quitarlo de delante tan pronto como he podido? lo ves, ¿no? Bueno, en lo sucesivo, cuando me hagas otro filete de ballena para mi mesa particular, aquí en el cabrestante, te diré qué hay que hacer para no estropearlo dejándolo pasar. Sostén el filete en una mano y enséñale con la otra un carbón encendido; hecho esto, sírvelo; ¿me oyes? Y mañana, cocinero, cuando cortemos el pez, ten cuidado de estar allí para llevarte las puntas de las aletas, y ponlas en vinagreta. Y en cuanto a los extremos de la cola, ponlos en escabeche. Ahora ya te puedes ir.
Pero apenas el Nevado había dado tres pasos, cuando fue llamado otra vez.
—Cocinero, dame chuletas de cena mañana por la noche en la guardia de media. ¿Me oyes? Zarpa entonces. ¡Eh, espera! Haz una reverencia antes de marcharte. ¡Ahora vira otra vez! ¡Albóndigas de ballena para desayunar mañana! ¡No te olvides!
—¡Por Dios, que me gustaría que la ballena se le comiera a él, en vez de él a la ballena! Que me maten si no es más tiburón que el mismo compadre Tiburón —murmuró el viejo, al alejarse renqueando; y, con estas sabias exclamaciones, se fue a su hamaca.
Que el hombre mortal se alimente de la criatura que alimenta su lámpara y, como Stubb, se la coma a su propia luz, como podría decirse, esto parece cosa tan extraña que por fuerza uno debe meterse un poco en su historia y su filosofía.
Está documentado que hace tres siglos la lengua de la ballena propiamente dicha se estimaba plato exquisito en Francia, alcanzando allí altos precios. Y asimismo, que en tiempos de Enrique VIII, cierto cocinero de la corte obtuvo una hermosa recompensa por inventar una admirable salsa que se había de comer con las marsopas asadas en barbacoa —y las marsopas ya recordáis que son una especie de ballena—. Las marsopas, en efecto, son consideradas hoy día como un delicado manjar. Su carne se convierte en albóndigas de tamaño como de bolas de billar, que, estando bien sazonadas y con especias, podrían tomarse por albóndigas de tortuga o de ternera. A los antiguos monjes de Dunfermline les gustaban mucho. Tenían una gran concesión de la corona sobre las marsopas.
El hecho es que, al menos entre sus cazadores, la ballena sería considerada por todos como un noble plato, si no hubiera tanta, pero al sentarse a comer ante una empanada de casi cien pies de largo, a uno se le quita el apetito. Sólo los hombres más libres de prejuicios, como Stubb, participan hoy de las ballenas guisadas, pero los esquimales no son tan melindrosos. Todos sabemos cómo viven de ballenas, y tienen raras soleras viejísimas de excelente aceite añejo de ballena. Zogranda, uno de sus médicos más famosos, recomienda tajadas de grasa de ballena para los niños, por ser enormemente jugosas y nutritivas. Y eso me recuerda que ciertos ingleses que hace tiempo fueron dejados accidentalmente en Groenlandia por un barco ballenero, vivieron de hecho varios meses con los enmohecidos restos de ballenas que habían quedado en la orilla después de destilar la grasa. Entre los balleneros holandeses esos restos se llaman «frituras», y a ellas, en efecto, se parecen mucho, por ser crujientes y de color tostado, y oler, cuando están frescos, algo así como los buñuelos o pastelillos de aceite de las amas de casa del viejo Amsterdam. Tienen un aspecto tan apetitoso que el más abnegado recién llegado difícilmente puede dejar de echarles mano.
Pero lo que además deprecia la ballena como plato civilizador es su enorme sustancia grasienta. Es el gran buey premiado del mar demasiado gordo para ser delicadamente bueno. Mirad su joroba, que sería tan fino manjar como la del búfalo (que se considera plato exquisito) si no fuera tal pirámide maciza de grasa. Pero en cuanto al propio aceite de esperma, ¡qué suave y cremoso es!: es como la pulpa blanca, transparente, medio gelatinosa, de un coco en el tercer mes de su crecimiento, pero demasiado grasiento para ofrecer un sustitutivo a la mantequilla... No obstante, muchos balleneros tienen un método para empaparlo en alguna otra sustancia y luego tomárselo. En las largas guardias nocturnas, mientras se destila, es cosa corriente que los marineros mojen su galleta de barco en las grandes marmitas de aceite y la dejen freírse un rato. Muchas buenas cenas he hecho yo así.
En el caso de un cachalote pequeño, los sesos se consideran un plato excelente. La tapa del cráneo se parte con un hacha, y al retirar los dos gruesos lóbulos blancuzcos (que parecen exactamente dos grandes flanes) se mezclan entonces con harina, y se cocinan formando un delicioso plato, de sabor algo parecido a la cabeza de ternera, que es un gran manjar entre algunos epicúreos; y todo el mundo sabe que ciertos jóvenes ejemplares de epicúreos, a fuerza de comer continuamente sesos de ternera, llegan a tener poco a poco algo de sesos propios, hasta poder distinguir una cabeza de ternera de la suya propia, lo cual, desde luego, requiere extraordinaria discriminación. Y ése es el motivo por el que uno de esos jóvenes, teniendo delante una cabeza de ternera de aspecto inteligente, resulta, no sé por qué, uno de los espectáculos más tristes que se pueden ver. La cabeza parece estarle reprochando, con una expresión de
Et tu Brute!
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Quizá no es sobre todo porque la ballena sea tan excesivamente untuosa por lo que la gente de tierra mira con aborrecimiento el comerla; eso parece resultar, en cierto modo, de la consideración antes mencionada: esto es, que un hombre se coma una cosa del mar recién asesinada, y que se la coma, encima, a su propia luz. Pero no hay duda de que el primer hombre que asesinó un buey fue considerado como asesino, y quizá fue ahorcado; y lo habría sido cierta mente si le hubieran sometido a ser juzgado por bueyes; y verdad es que se lo mereció, si lo merece jamás un asesino. Id un sábado por la noche y ved las multitudes de bípedos vivos que miran pasmados las largas filas de cuadrúpedos muertos. Este espectáculo ¿no es capaz de hacerle perder los dientes al caníbal? ¿Caníbales?, ¿quién no es caníbal? Os digo que se tendrá más tolerancia con el indígena de las Fidji que saló a un flaco misionero en su bodega, contra el hambre inminente; se tendrá más tolerancia, digo, con ese previsor hombre de Fidji, en el día del juicio, que contigo, goloso civilizado e ilustrado, que clavas a los patos en el suelo y haces festín de sus hígados hinchados con tu paté de foie gran.
Pero Stubb se come a la ballena a su propia luz, ¿no? Y eso es añadir el insulto a la injuria, ¿no? Mira el mango de tu cuchillo, mi civilizado e ilustrado goloso que comes ese buey asado: ¿de qué está hecho el mango?, ¿de qué, sino de los huesos del hermano del mismo buey que te comes? ¿Y con qué te mondas los dientes, después de devorar a ese grueso pato? Con una pluma de la misma ave. ¿Y con qué pluma redacta ceremoniosamente sus circulares el secretario de la Sociedad para la Supresión de la Crueldad contra las Ocas? Hace sólo un mes o dos que esta sociedad aprobó una decisión de no usar más que plumas de acero.
Cuando en las pesquerías de los mares del Sur se atraca junto al barco un cachalote capturado a altas horas de la noche, tras un largo y fatigoso trabajo, no es costumbre, al menos en general, pasar inmediatamente a la tarea de descuartizarlo. Pues esta tarea es enormemente laboriosa, no se termina muy pronto, y requiere que todos los hombres se pongan a ella. Por tanto, la costumbre corriente es arriar todas las velas; asegurar el timón a sotavento, y luego mandar bajar a dos a sus hamacas hasta que amanezca, con la reserva de que, hasta entonces, hay que poner guardia de anclas, esto es, que de dos en dos, una hora cada pareja, la tripulación por turno irá subiendo a cubierta para ver si todo va bien.