Moby Dick (45 page)

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Authors: Herman Melville

—Está muerto, señor Stubb —dijo Daggoo. —Sí; las dos pipas han dejado de echar humo.

Y, retirando la suya de la boca, Stubb esparció por el agua las cenizas muertas, y, por un momento, se quedó contemplando pensativo el enorme cadáver que había hecho.

LXII
 
El arponeo

Una palabra en relación con un episodio del último capítulo.

Conforme a la costumbre invariable de la pesca de la ballena, la lancha se aparta del barco con el jefe, el que mata la ballena, como timonel interino, mientras el arponero, el que hace presa en la ballena, va en el remo de proa, el llamado remo del arponero. Ahora, se necesita un brazo fuerte y nervudo para disparar el primer hierro clavándoselo al pez, pues a menudo, en lo que se llama un disparo largo, el pesado instrumento ha de ser lanzado a la distancia de veinte o treinta pies. Pero, por prolongada y agotadora que sea la persecución, el arponero tiene que tirar mientras tanto del remo con todas sus fuerzas; más aún, se espera que dé a los demás un ejemplo de actividad sobrehumana, no sólo remando de modo increíble, sino con repetidas exclamaciones, sonoras e intrépidas; y lo que es eso de seguir gritando hasta el tope de la capacidad propia, mientras los demás músculos están tensos y medio sacudidos, lo que es eso, no lo saben sino los que lo han probado. Por mi parte, yo no puedo gritar con toda mi alma y al mismo tiempo trabajar de modo inexorable. Así, en esa situación tensa y aullante, de espaldas al pez, de repente el exhausto arponero oye el grito excitante: «¡De pie, y dale!».

Entonces tiene que dejar y asegurar el remo, dar media vuelta sobre su base, sacar el arpón de su horquilla, y con la escasa fuerza que le quede, tratar de clavarlo de algún modo en la ballena. No es extraño entonces que, tomando en su totalidad la flota entera de balleneros, de cada cincuenta ocasiones de arponeo no tengan éxito cinco; no es extraño que tantos malhadados arponeros sean locamente maldecidos y degradados; no es extraño que algunos de ellos se rompan efectivamente las venas en la lancha; no es extraño que algunos cazadores de cachalotes estén ausentes cuatro años para cuatro barriles; no es extraño que, para muchos armadores, la pesca de la ballena sea un negocio en pérdida, pues es del arponero de quien depende el resultado de la expedición, y si le quitáis el aliento del cuerpo, ¿cómo podéis esperar encontrarlo en él cuando más falta hace?

Además, si el arponeo tiene éxito, luego, en el segundo momento crítico, esto es, cuando la ballena echa a correr, el jefe de lancha y el arponero empiezan también a correr a la vez a proa y a popa con inminente riesgo propio y de todos los demás. Entonces es cuando cambian de sitio; y el jefe de bote, principal oficial de la pequeña embarcación, toma su puesto adecuado en la proa de la lancha.

Ahora, no me importa quien mantenga lo contrario, pero todo esto es tan loco como innecesario. El jefe debía quedarse en la proa desde el principio al final; él debería disparar tanto el arpón como la lanza, sin que se esperara de él que remara en absoluto, salvo en circunstancias obvias para cualquier pescador. Sé que esto a veces implicaría una ligera pérdida de velocidad en la persecución, pero una larga experiencia en diversos barcos balleneros de más de una nación me ha convencido de que, en la gran mayoría de fracasos en la pesca, lo que los ha causado no ha sido tanto la velocidad de la ballena cuanto el agotamiento antes descrito del arponero.

Para asegurar la mayor eficacia en el arponeo, todos los arponeros del mundo deberían ponerse de pie saliendo del ocio, y no de la fatiga.

LXIII
 
La horquilla

Del tronco crecen las ramas; de éstas, las ramitas. Así, en temas productivos, crecen los capítulos.

La horquilla aludida en una página anterior merece mención por separado. Es un palo bifurcado de una forma peculiar, de unos dos pies de largo, insertado verticalmente en la borda de estribor junto a la proa, con el fin de proporcionar un apoyo al extremo de madera del arpón, cuyo otro extremo, desnudo y afilado, se proyecta oblicuamente desde la proa. Así el arma está al momento a mano de su lanzador, quien la agarra de su apoyo tan prontamente como un habitante de los bosques descuelga su rifle de la pared. Es costumbre tener dos arpones descansando en la horquilla, llamados respectivamente primero y segundo hierros.

Pero esos dos arpones, cada cual con su pernada, están ambos unidos a la estacha con este objeto: dispararlos ambos, si es posible, en un momento, uno tras otro, contra la misma ballena, de modo que si en el tirón sucesivo se saliera uno, el otro pudiera conservar su presa. Es doblar las probabilidades. Pero muy a menudo ocurre que, debido a la carrera instantánea, violenta y convulsiva de la ballena, al recibir el primer hierro, se le hace imposible al arponero, aunque tenga movimientos de relámpago, lanzarle el segundo hierro. Sin embargo, como el segundo hierro ya está unido a la estacha, y la estacha corre, de aquí que el arma debe ser a toda costa lanzada cuanto antes fuera de la lancha, como sea y a donde sea, pues de otro modo el más terrible peligro amenazaría a todos lo hombres. En consecuencia, se tira al agua en esos casos, lo que, en muchos casos, es prudentemente practicable gracias a las adujas de reserva de la estacha de la caja (mencionada en un capítulo precedente). Pero este crítico acto no siempre deja de ir acompañado de las más tristes y fatales desgracias.

Además: debéis saber que cuando se tira por la borda el segundo hierro, se convierte desde entonces en un terror errante y afilado, dando caprichosas corvetas en torno a la lancha y la ballena, enredándose en las estachas, o cortándolas, y formando una prodigiosa sensación en todas direcciones. Y, en general, tampoco es posible volver a sujetarlo hasta que la ballena está completamente capturada y es cadáver.

Considerad, entonces, cómo debe ocurrir en el caso de cuatro lanchas atacando todas ellas a una ballena insólitamente fuerte, activa y astuta; cuando, debido a esas cualidades suyas, así como a los mil accidentes adicionales de tan audaz empresa, pueden colgar de ella a la vez ocho o diez segundos hierros. Pues, desde luego, cada lancha está provista de varios arpones que atar a la estacha, si el primero se dispara ineficazmente sin recuperarse. Todos esos detalles se narran fielmente aquí porque no dejarán de explicar varios pasajes muy importantes, aunque intrincados, en escenas que se describirán más adelante.

LXIV
 
La cena de Stubb

El cachalote de Stubb había sido muerto a cierta distancia del barco. Había calma, de modo que, poniendo tres lanchas en tándem, empezamos la lenta tarea de remolcar el trofeo hasta el Pequod. Y entonces, al trabajar lentamente, hora tras hora, los dieciocho hombres, con nuestros treinta y seis brazos y ciento ochenta dedos, ante aquel inerte y perezoso cadáver en el mar, que apenas parecía moverse en absoluto, tuvimos de ese modo buena evidencia de la enormidad de la masa que movíamos. Pues en el gran canal del Hang-Ho, o como lo llamen, en China, cuatro o cinco trabajadores por el camino de sirga arrastran un junco con mucha carga a la velocidad de una milla por hora, pero ese gran galeón que remolcábamos avanzaba tan pesadamente como si tuviera una carga de lingotes de plomo.

Sobrevino la oscuridad, pero tres luces, acá y allá, en los obenques del palo mayor del Pequod, nos guiaron débilmente en nuestro camino, hasta que, al acercarnos más, vimos a Ahab bajar por la amurada una linterna, entre otras varias. Lanzando una mirada ausente al cetáceo flotante, por un momento, dio las órdenes de costumbre para amarrarlo durante la noche, y luego, cediendo su linterna a un marinero, se metió en la cabina y no volvió a salir hasta por la mañana.

Aunque al dirigir la persecución de este cachalote, el capitán Ahab había evidenciado su acostumbrada actividad, por llamarla así, sin embargo, ahora que el animal estaba muerto, parecía actuar en él alguna vaga insatisfacción, o impaciencia, o desesperación, como si el ver aquel cuerpo muerto le recordara que todavía faltaba matar a Moby Dick, y que, aunque se trajeran a su barco otras mil ballenas, todo ello no adelantaría una jota su grandioso objetivo monomaniático. Muy pronto, a juzgar por el ruido en las cubiertas del Pequod, habríais pensado que todos los hombres se preparaban a echar el ancla en la profundidad, pues se arrastraban pesadas cadenas por la cubierta, y las echaban ruidosamente por las portas. Pero con esos eslabones tintineantes, lo que se amarraba no era el barco, sino el propio cadáver. Atado por la cabeza a la popa y por la cola a la proa, el cetáceo yacía ahora con su casco negro junto al del barco, y visto a través de la oscuridad de la noche, que oscurecía en lo alto las vergas y jarcias, los dos, barco y ballena, parecían enyugados juntos como colosales bueyes, uno de los cuales se recuesta mientras el otro sigue en pie.

Si el malhumorado Ahab ahora era todo quietud, al menos en lo que se pudiera saber en cubierta, Stubb, su segundo oficial, excitado por la victoria, revelaba una excitación insólita aunque de buena naturaleza. En tan desacostumbrada agitación estaba, que el rígido Starbuck, su superior por cargo, le entregó silenciosamente, por el momento, la dirección exclusiva de los asuntos. Pronto se hizo extrañamente manifiesta una pequeña causa que contribuía a toda esa vivacidad en Stubb. Stubb era un refinado: le gustaba un tanto desordenadamente la ballena como cosa sabrosa para su paladar.

—¡Un filete, un filete, antes de acostarme! ¡Tú, Daggoo!, ¡salta por la borda y córtame uno de solomillo!

Aquí ha de saberse que, aunque esos salvajes pescadores, en general, conforme a la gran máxima militar, no hagan al enemigo pagar los gastos inmediatos de la guerra (al menos, antes de liquidar las ganancias del viaje), sin embargo, de vez en cuando, encontraréis algunos de esos hombres de Nantucket que tienen auténtica afición a esa determinada parte del cachalote aludida por Stubb, que comprende la extremidad puntiaguda del cuerpo.

Hacia medianoche, el filete estaba cortado y guisado, y, a la luz de dos linternas de aceite de esperma, Stubb se enfrentó vigorosamente con su cena de cachalote en el cabrestante, como si el sombrero del cabrestante fuera un aparador. Y no fue Stubb el único que esa noche se banqueteó con carne de cachalote. Mezclando sus gruñidos con las masticaciones de Stubb, miles y miles de tiburones, en enjambre en torno del leviatán muerto, hicieron un ávido festín con su grasa. Los pocos hombres que dormían abajo fueron sobresaltados a menudo en sus literas por el brusco palmetazo de las colas contra el casco, a pocas pulgadas del corazón de los dormidos. Mirando sobre el costado, se les podía ver apenas (como antes se les oía) agitándose en las tétricas aguas negras y revolviéndose sobre el lomo al arrancar grandes trozos redondeados del cachalote, del tamaño de una cabeza humana.

Este logro particular del tiburón parece poco menos que milagroso. Cómo, en una superficie al parecer inatacable, se las arreglan para arrancar bocados tan simétricos, resulta ser un aparte del problema universal de todas las cosas. La señal que dejan así en los cetáceos podría compararse al hueco hecho por un carpintero al perforar para meter un tornillo.

Aunque en medio de todo el horror humeante y diabólico de un combate nocturno se ve a los tiburones observando ansiosamente las cubiertas de un barco, como perros hambrientos en torno a una mesa donde se trincha carne bien roja, dispuestos a engullir a todo hombre muerto que les echen, y aunque, mientras los valientes carniceros de la mesa de la cubierta se están así trinchando canibalescamente unos a otros la carne viva con trinchantes dorados y emborlados, los tiburones, también, con sus bocas de empuñadura enjoyada, se están llevando entre luchas la carne muerta por debajo de la mesa; y aunque, si se volviera de arriba abajo todo el asunto, seguiría siendo poco más o menos lo mismo, es decir, un desagradable asunto bastante tiburonesco para ambas partes; y aunque los tiburones son también los invariables batidores de los barcos negreros que cruzan el Atlántico, trotando sistemáticamente a sus lados para estar preparados en caso de que haya que llevar a alguna parte un bulto, o enterrar decentemente a un esclavo muerto; y aunque se puedan anotar uno o dos ejemplos más, en cuanto a los términos prefijados, lugares y ocasiones en que los tiburones se congregan del modo más sociable, para hacer un festín del modo más animado; sin embargo, no cabe imaginar un momento ni una ocasión en que se les encuentre en tan incontables números, y con ánimo más alegre y jovial, que en torno a un cachalote muerto, amarrado de noche a un barco ballenero en el mar. Si no habéis visto nunca ese espectáculo, suspended vuestra decisión en cuanto a la decencia de la adoración de los demonios y la conveniencia de conciliar al diablo.

Pero, por ahora, Stubb no había prestado más atención al banquete desarrollado tan cerca de él, de lo que los tiburones se habían fijado en cómo se relamían sus propios labios epicúreos.

—¡Cocinero, cocinero!, ¿dónde está ese viejo Nevado? —gritó por fin, abriendo aún más las piernas, como para formar una base más segura para su cena, y, al mismo tiempo, disparando el tenedor contra el plato como si le diera estocadas con su lanza—: ¡Cocinero, tú, cocinero; rumbo acá, cocinero!

El viejo negro, no muy jubiloso por haber sido antes levantado de su caliente hamaca a una hora tan inoportuna, se acercó bamboleándose desde su fogón, pues como a muchos negros viejos, le ocurría algo en sus choquezuelas, que no tenía tan bien fregadas como sus cazuelas; este viejo Nevado, como le llamaban, se acercó renqueando y arrastrándose, y apoyándose en sus pasos con las tenazas de la cocina, que, de forma tosca, estaban hechas de aros de hierro enderezados; este viejo «ébano» llegó tropezando, y en obediencia a la voz de mando, se detuvo al otro lado del aparador de Stubb, donde, con las manos cruzadas por delante, y apoyado en su bastón de dos patas, agachó aún más su doblada espalda, inclinando al mismo tiempo la cabeza a un lado, como para poner en actuación su oído más sano.

—Cocinero —dijo Stubb, elevando rápidamente a la boca un bocado bastante rojizo—, ¿no crees que este filete está demasiado hecho? Has golpeado demasiado este filete, cocinero; está demasiado tierno. ¿No te digo siempre que, para ser bueno, un filete de ballena debe ser duro? Ahí están esos tiburones al otro lado de la borda: ¿no ves que lo prefieren duro y poco hecho? ¡Qué estrépito están armando! Cocinero, ve a hablar con ellos: diles que son bienvenidos, y que se sirvan ellos mismos y con moderación, pero que no deben hacer ruido. Que me maten si puedo oír mi propia voz. Vete, cocinero, a dar mi recado. Ea, toma este farol —tomando uno de su aparador—: ¡ahora ve a predicarles!

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