Moby Dick (67 page)

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Authors: Herman Melville

—Mi capitán, como ya debe haberse dado cuenta, mi respetado señor —dijo Bunger, con imperturbable solemnidad, inclinándose levemente hacia Ahab—, es propenso a la broma algunas veces; no cuenta muchas cosas divertidas de ese tipo. Pero bien podría decir... en passant, como observan los franceses..., que yo..., es decir, Jack Bunger, antes del reverendo clero..., soy un hombre totalmente abstemio; nunca bebo...

—¡Agua! —gritó el capitán—: nunca la bebe; es una especie de ataque; el agua dulce le produce hidrofobia; pero sigue... con la historia del brazo.

—Sí, sería lo mejor —dijo el médico, fríamente—. Iba a observar, señor, antes de la jocosa interrupción del capitán Boomer, que, a pesar de mis mejores y más severos esfuerzos, la herida se fue poniendo cada vez peor; la verdad fue, señor, que era una herida abierta tan fea como haya visto nunca un cirujano; de más de dos pies y varias pulgadas de larga. La medí con la sonda. En resumen, se puso negra; yo sabía qué era lo que amenazaba, y allá que fue. Pero yo no he intervenido en armar ese brazo de marfil: esa cosa va contra todas las reglas —señalándola con el pasador—; es obra del capitán, no mía; ordenó al carpintero que la hiciera; hizo que le pusieran en el extremo ese mazo para romperle los sesos a alguien con él, supongo, como ha intentado hacer con los míos una vez. De vez en cuando le entran cóleras diabólicas. ¿Ve usted esta mella, señor? —y se quitó el sombrero, y echando a un lado el pelo, dejó ver una cavidad como un recipiente, pero que no tenía la más leve huella de cicatriz ni señal ninguna de haber sido jamás una herida—: Bueno, el capitán, aquí presente, le dirá cómo ha llegado ahí esto: él lo sabe.

—No, no lo sé —dijo el capitán—, pero su madre lo sabía: nació con eso. Ah, grandísimo pícaro, tú..., ¡tú, Bunger! ¿Ha habido otro Bunger semejante en el mundo de las aguas? Bunger, cuando te mueras, deberías morirte en vinagreta, sinvergüenza; deberían conservarte para épocas futuras, bribón.

—¿Qué pasó con la ballena blanca? —exclamó entonces Ahab, que hasta entonces había escuchado con impaciencia la conversación marginal entre los dos ingleses.

—¡Ah! —exclamó el capitán manco—, ¡ah, sí! Bueno; después de sumergirse, no la vimos durante algún tiempo; en realidad, como he indicado antes, yo no sabía entonces qué ballena era la que me había jugado tal pasada, hasta algún tiempo después, cuando, al volver al Ecuador, oímos hablar de Moby Dick, como la llaman algunos, entonces supe que era ella.

—¿Volvió a cruzar su estela otra vez? —Dos veces.

—Pero ¿no pudo hacer presa en ella?

—No quería probar; ¿no basta con un brazo? ¿Qué haría yo sin el otro? Y me parece que Moby Dick no muerde tanto como engulle.

—Bueno, entonces —interrumpió Bunger—, déle el brazo como cebo para sacar el derecho. ¿Ya saben ustedes, caballeros —inclinándose ante cada uno de los capitanes, de modo grave y matemático—, ya saben ustedes, caballeros, que los órganos digestivos de la ballena están tan inescrutablemente construidos por la Divina Providencia, que le resulta por completo imposible digerir del todo incluso un brazo de hombre? Y ella lo sabe también. Así que lo que toman por malicia de la ballena blanca es sólo su torpeza. Pues nunca pretende tragarse un solo miembro; sólo piensa aterrorizar con fintas. Pero a veces es como el viejo ilusionista, antiguo paciente mío en Ceilán, que haciendo como si se tragara navajas, una vez se dejó caer dentro una en serio, y allí se quedó un año o más, hasta que le di un vomitivo y entonces la echó fuera en tachuelas. No había modo de que pudiera digerir esa navaja e incorporarla del todo a su sistema corporal en conjunto. Sí, capitán Boomer, si es usted bastante rápido, y tiene idea de empeñar un brazo para obtener el privilegio de dar decente sepultura al otro, bien, en ese caso, el brazo es suyo; solamente, no tarde en dar a la ballena otra posibilidad de encontrarle; eso es todo.

—No, gracias, Bunger —dijo el capitán inglés—, que se quede en buena hora con el brazo que tiene, ya que no lo puedo remediar, y no lo sabía entonces; pero no con otro. Para mí, basta de ballenas blancas; he embarcado en la lancha una vez en su busca, y ya estoy satisfecho. Habría mucha gloria en matarla, ya lo sé, y lleva dentro todo un barco de precioso aceite de esperma, pero, escucha, mejor es dejarla sola; ¿no cree, capitán? —lanzando una mirada a la pierna de marfil.

—Sí, es mejor. Pero, con todo eso, aún será perseguida. Lo que es mejor dejar solo, esa cosa maldita, no es lo que menos incita. ¡Es todo un imán! ¿Cuánto tiempo hace que la vio por última vez? ¿Con qué rumbo iba?

—¡Bendita sea mi alma, y maldita la del enemigo malo! —gritó Bunger, andando encorvado alrededor de Ahab, y olfateando extrañamente, como un perro—: ¡La sangre de este hombre... traed el termómetro... está en el punto de ebullición!.. Su pulso hace latir estas tablas... ¡Capitán!

Y sacando una lanceta del bolsillo, se acercó al brazo de Ahab. —¡Alto! —rugió Ahab, lanzándole contra las batayolas—. ¡A la lancha! ¿Por qué rumbo iba?

—¡Dios mío! —gritó el capitán inglés a quien se hacía la pregunta—. ¿Qué pasa? Iba rumbo al este, creo. ¿Está loco vuestro capitán? —dijo en un susurro a Fedallah.

Pero Fedallah, poniéndose un dedo en los labios, se deslizó sobre las batayolas para tomar el remo de gobernalle de la lancha, y Ahab, haciendo balancearse hacia él el aparejo de descuartizar, ordenó a los marineros del barco que se prepararan a bajarle.

Un momento después, estaba de pie en la popa de la lancha, y los de Manila saltaban a los remos. En vano le llamó el capitán inglés. Dando la espalda al buque extranjero, y con la cara, como de pedernal, hacia el suyo, Ahab siguió erguido hasta llegar al costado del Pequod.

CI
 
El frasco

Antes de que se pierda de vista el barco inglés, quede aquí anotado que había zarpado de Londres, y que llevaba el nombre del difunto Samuel Enderby, comerciante de esa ciudad, fundador de la famosa casa ballenera de Enderby & Hijos, casa que, en mi pobre opinión de ballenero, no queda muy por detrás de las casas reales reunidas de los Tudor y los Borbón, en punto a autentico interés histórico. Mis numerosos documentos pesqueros no dejan en claro cuántos años llevaba existiendo esta gran casa ballenera antes del año 1775 de Nuestro Señor; pero en ese año, 1775, armó los primeros barcos ingleses dedicados a la pesca del cachalote; aunque durante unas décadas antes (desde 1726), nuestros valientes Coffin y Macey, de Nantucket y del Vineyard, habían perseguido al leviatán en grandes flotas, pero sólo en el Atlántico Norte y Sur, y no en otro lugar. Conste aquí claramente que los de Nantucket fueron los primeros de la humanidad en arponear con civilizado acero al gran cachalote, y que durante medio siglo fueron la única gente del globo entero que así le arponeaba.

En 1778, un hermoso barco, el Amelia, armado con ese propósito preciso, y a cargo exclusivo de los vigorosos Enderby, dio la vuelta valerosamente al cabo de Hornos, y fue el primero, entre las naciones, en arriar una lancha ballenera de cualquier especie en el gran mar del Sur. El viaje fue hábil y con éxito; y como volvió a su puerto con la sentina llena del precioso aceite de esperma, el ejemplo del Amelia fue seguido pronto por otros barcos, ingleses y americanos, y así se abrieron de par en par las vastas zonas de pesca del cachalote en el Pacífico. Pero no contenta con esta buena acción, la infatigable casa se puso en movimiento otra vez: Samuel y todos sus hijos —cuántos, sólo su madre lo sabe—; y, bajo sus auspicios inmediatos, y en parte, creo, a sus expensas, el gobierno británico fue inducido a enviar la corbeta Rattler en viaje de exploración ballenera al mar del Sur. Mandada por un oficial nombrado capitán de la Armada, la Rattler hizo un viaje resonante, y fue de alguna utilidad: no consta cuánta. Pero eso no es todo. En 1819, la misma casa armó un barco ballenero propio para exploración, para ir en viaje de prueba a las remotas aguas del Japón. El barco —bien llamado el Sirena— hizo un magnífico crucero experimental, y así fue como por primera vez se conoció universalmente la gran zona ballenera del Japón. El Sirena, en ese famoso viaje, iba mandado por un tal capitán Coffin, de Nantucket.

Todo honor a los Enderby, pues, cuya casa, creo, sigue existiendo hasta hoy, aunque sin duda el primer Samuel debe haber soltado amarras hace mucho tiempo rumbo al gran mar del Sur del otro mundo.

El barco cuyo nombre llevaba, era digno de ese honor, siendo un velero muy rápido y una noble embarcación en todos los sentidos. Una vez yo subí a bordo de él, a medianoche, en algún punto a lo largo de la costa de Patagonia, y bebí buen flip en el castillo de proa. Fue un estupendo gam, y todos, nos emborrachamos, hasta el último a bordo. Vida breve, para ellos, y muerte alegre. Y aquel estupendo gam que tuve —mucho, mucho después que el viejo Ahab tocase sus tablas con su pierna de marfil— me recuerda la noble y sólida hospitalidad sajona de ese barco; y que mi párroco me olvide y el demonio me recuerde si alguna vez lo pierdo de vista. ¿Flip? ¿Dije que tomamos flip? Sí, y lo tomamos a razón de diez galones por hora, y cuando vino el chubasco (pues aquello es muy chubascoso, a lo largo de Patagonia), y todos los hombres —visitantes incluidos— fuimos llamados a rizar gavias, estábamos tan pesados de cabeza que nos tuvimos que atar arriba unos a otros con bolinas; y sin darnos cuenta, aferramos los faldones de nuestros capotes a las velas, de modo que allí quedamos colgados, rizados y sujetos en la galerna aullante, como ejemplo admonitorio para todos los lobos de mar borrachos. Sin embargo, los mástiles no saltaron por la borda, y poco a poco nos revolvimos para bajar, tan despejados, que tuvimos que volver a pasar el flip, aunque las salvajes salpicaduras saladas que entraban por el portillo del castillo lo habían diluido demasiado, dándole demasiado sabor a salmuera, para mi gusto.

La carne estuvo muy bien; dura, pero con mucho cuerpo. Dijeron que era carne de toro; otros, que era de dromedario; pero yo no sé exactamente lo que era. Tenían también albóndigas; albóndigas pequeñas, pero sustanciosas, simétricamente globulares, e indestructibles. Me pareció que se podían sentir rodando por dentro después de habérselas tragado. Si uno se inclinaba mucho hacia delante, había peligro de que se salieran fuera como bolas de billar. El pan..., pero eso no se podía remediar: además era antiescorbútico; en resumen, el pan contenía el único alimento fresco que tenían. Pero el castillo no estaba muy iluminado, y era muy fácil meterse en un rincón oscuro al comerlo. No obstante, en conjunto, tomándolo de la galleta a la caña, y considerando las dimensiones de las calderas del cocinero, incluida su propia marmita viva de pergamino, a popa y a proa, digo, el Samuel Enderby era un hermoso barco, de buen alimento en abundancia, con buen flip fuerte, todos muchachos dispuestos y estupendos desde los tacones de las botas a la cinta del sombrero.

Pero ¿cómo es, pensaréis, que el Samuel Enderby y otros balleneros ingleses que conozco —aunque no son todos— eran barcos tan célebres y hospitalarios, que pasaban a la redonda la carne, el pan y la broma, y no se cansaban tan pronto de comer, beber y reír? Os lo diré. El rebosante buen alimento de estos balleneros ingleses es asunto para la investigación histórica. Y yo no he escatimado la investigación histórica ballenera cuando ha parecido necesario.

Los ingleses fueron precedidos en la pesca de la ballena por los holandeses, zelandeses y daneses, de los que tomaron muchos términos aún existentes en la pesca, y lo que es más, sus antiguas costumbres de abundancia en cuanto al comer y beber. Pues, en general, el barco mercante inglés es tacaño con su tripulación; pero no así el barco ballenero inglés. De aquí que, para los ingleses, ese buen trato en la balleneras no es normal y natural, sino incidental y particular, y por tanto, debe tener algún origen especial, que aquí se señala y se elucidará después.

En mis investigaciones sobre las historias leviatánicas, me tropecé con un antiguo volumen holandés, que, por su mohoso olor ballenáceo, comprendí que debía tratar de balleneros. Su título era Dan Coopman, por lo que deduje que debían ser las inestimables memorias de algún tonelero de Amsterdam en la pesca de ballenas, ya que todo ballenero debe llevar su tonelero. Me reforzó en esa opinión ver que era obra de un tal Fitz Swackhammer. Pero mi amigo el doctor Snodhead, hombre muy docto, profesor de bajo holandés y alto alemán en el colegio de Santa Claus y San Pott, a quien entregué la obra para su traducción, dándole una caja de velas de esperma por su molestia, este doctor Snodhead, tan pronto como vio el libro, me aseguró que Dan Coopman no significaba The Cooper, el tonelero, sino «el mercader». En resumen, ese antiguo y docto libro en bajo holandés trataba del comercio de Holanda, y, entre otros temas, contenía un informe muy interesante sobre la pesca de la ballena. Y en el capítulo «Smee»>, o sea, «grasa», encontré una lista larga y detallada de las provisiones para las despensas y bodegas de 120 naves balleneras holandesas; de cuya lista, traducida por el doctor Snodhead, copio lo siguiente:

400.000 libras de buey.

60. 000 libras de cerdo de Frisia.

150. 000 libras de bacalao.

550. 000 libras de galleta.

72.000 libras de pan tierno.

2.800 libras de barriletes de mantequilla.

20. 000 libras de queso de Texel & Leyden.

144. 000 libras de queso (probablemente un artículo inferior).

550 ankers de ginebra.

10. 800 barriles de cerveza.

La mayor parte de las tablas estadísticas son agotadoramente secas de leer; no así en el caso presente, sin embargo, en que el lector es inundado por enteros toneles, barriles, cuartos y gills de ginebra y buen alimento.

Por entonces, dediqué tres días a la estudiosa digestión de toda esta cerveza, carne y pan, durante la cual se me ocurrieron incidentalmente muchos profundos pensamientos, capaces de aplicación trascendental y platónica, y más aún, redacté mis propias tablas suplementarias en cuanto a la probable cantidad de bacalao, etc., consumida por cada arponero bajo-holandés en aquella antigua pesquería ballenera de Groenlandia y Spitzberg. En primer lugar, parece sorprendente la cantidad consumida de mantequilla y queso de Texol y Leyden. Pero yo lo atribuyo a sus condiciones naturalmente untuosas, que se hacen aún más untuosas por la naturaleza del oficio, y especialmente por perseguir la presa en esos frígidos mares polares, en las mismas costas del país esquimal, donde los nativos en sus convites brindan unos por otros con jarros de aceite de ballena.

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