Moby Dick (70 page)

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Authors: Herman Melville

Pero hay que mirar este asunto bajo todas las luces. Aunque haga tan breve período —ni una larga vida de hombre— que el censo de búfalos de Illinois excedía al censo de hombres que hay ahora en Londres, y aunque en el día presente no quede de ellos ni un cuerno ni una pezuña en toda esa región, y aunque la causa de esta prodigiosa exterminación haya sido la lanza del hombre, sin embargo, la naturaleza tan diversa de la caza de la ballena prohíbe perentoriamente un final tan poco glorioso para el leviatán. Cuarenta hombres en un barco persiguiendo al cachalote durante cuarenta y ocho meses creen que les ha ido enormemente bien, y dan gracias a Dios, si al fin se llevan a casa el aceite de cuarenta peces: mientras que, en los días de los viejos cazadores canadienses e indios y los tramperos del Oeste, cuando el Far West (en cuyo poniente siguen levantándose soles) era un desierto virgen, el mismo número de hombres con mocasines, durante el mismo número de meses, montados a caballo en vez de navegando en barcos, habrían matado, no cuarenta, sino más de cuarenta mil búfalos; un hecho que, si fuera necesario, podría comprobarse estadísticamente.

Y, bien mirado, tampoco parece un argumento a favor de la extinción gradual del cachalote, que, por ejemplo, en los últimos años (la parte final del siglo pasado, digamos) esos leviatanes, en pequeñas manadas, se encontrasen mucho más a menudo que actualmente, y, en consecuencia, los cruceros no fueran tan prolongados y fueran también mucho más remuneradores. Porque, como se ha hecho notar en otro lugar, esas ballenas, influidas por consideraciones de seguridad, ahora nadan por los mares en inmensas caravanas, de modo que, en buena medida, los solitarios dispersos, las parejas, las pequeñas manadas y las «escuelas» de otros tiempos ahora se han congregado en ejércitos infrecuentes, vastos pero muy separados. Eso es todo. E igualmente falaz me parece la idea de que, porque las llamadas ballenas de «barbas de ballena» ya no aparecen en muchas zonas de pesca que en años anteriores abundaban en ellas, se deduzca de aquí que la especie está también declinando. Pues sólo son expulsadas de promontorio en promontorio, y si una costa ya no se anima con sus chorros, entonces es seguro que alguna otra orilla más remota acaba de ser sorprendida por este espectáculo insólito.

Además: en cuanto a los mencionados leviatanes, tienen dos firmes fortalezas que, con toda probabilidad humana, seguirán siendo siempre inexpugnables. Y así como, ante la invasión de sus valles, los escarchados suizos se retiraron a sus montañas, igualmente, expulsadas de las sabanas y páramos de los mares centrales, las ballenas de «barbas de ballena» pueden recurrir al fin a sus ciudadelas polares, y sumergiéndose allí bajo las últimas barreras y murallas cristalinas, emerger entre campos y bancos de hielo, y, en un círculo encantado de perenne diciembre, desafiar a toda persecución del hombre.

Pero como quizá se arponean cincuenta de esas ballenas de «barbas de ballena» por cada cachalote, algunos filósofos del castillo de proa han decidido que esta resuelta matanza ya ha disminuido seriamente sus batallones. Sin embargo, aunque durante hace algún tiempo se han matado un gran número de estas ballenas, no menos de 13.000 al año, en la costa del noroeste, sólo por americanos, hay consideraciones que hacen que incluso esta circunstancia tenga poco o ninguna importancia como argumento en este asunto.

Aun siendo natural una cierta incredulidad respecto a la populosidad de las más enormes criaturas del globo, ¿qué diremos, sin embargo, a Harto, el historiador de Goa, cuando nos dice que en una sola cacería el rey de Siam cobró 4.000 elefantes, y que en esas regiones los elefantes son tan numerosos como las manadas de ganado vacuno en los climas templados? Y no parece haber razón para dudar que si esos elefantes, que ya hace miles de años que fueron perseguidos, por Semíramis, Poro, Aníbal y todos los posteriores monarcas de Oriente, siguen sobreviviendo allí en grandes números, mucho más sobrevivirá la gran ballena a toda persecución, ya que tiene unos pastos en que extenderse que son exactamente el doble de grandes que toda Asia, ambas Américas, Europa, África, Nueva Holanda y todas las islas del mar reunidas.

Además: si hemos de considerar que, por la gran longevidad que se supone en las ballenas, probablemente alcanzan la edad de un siglo o más, por tanto, en cualquier momento, deben ser coetáneas varias generaciones adultas. Y de lo que es eso, podemos hacernos pronto alguna idea imaginando que todos los cementerios, camposantos y panteones familiares de la creación entregasen los cuerpos vivos de todos los hombres, mujeres y niños que vivían hace setenta y cinco años, añadiendo esta incontable hueste a la actual población humana del globo.

Por tanto, para todas estas cosas, consideramos a la ballena como inmortal en cuanto especie, por más que sea perecedera en su individualidad. Nadaba por los mares antes que los continentes salieran a la superficie; nadaba antaño sobre la sede actual de las Tullerías, del castillo de Windsor y del Kremlin. En el diluvio de Noé, despreciaba el Arca de Noé, y si alguna vez el mundo ha de inundarse otra vez, como los Países Bajos, para exterminar las ratas, entonces la eterna ballena seguirá sobreviviendo, y alzándose sobre la cresta más alta de la inundación en el ecuador, lanzará a los cielos el chorro de su desafío espumeante.

CVI
 
La pierna de Ahab

La manera precipitada como el capitán Ahab había abandonado el Samuel Enderby de Londres no dejó de ir acompañada de alguna ligera violencia para su propia persona. Se posó con tal empuje sobre una bancada de la lancha, que su pierna de marfil recibió un choque que la dejó medio astillada. Y cuando, después de alcanzar su cubierta, y su propio agujero de pivote en ella, giró vehementemente para dar una orden urgente al timonel (como siempre, era algo sobre que no gobernaba con la debida inflexibilidad), entonces el marfil ya transformado recibió de nuevo tal contorsión y retorcimiento que, aunque siguió entero y, según todas las apariencias, sólido, Ahab ya no lo juzgó del todo digno de confianza.

Y, en efecto, no había mucho de que extrañarse si, con toda su loca indiferencia general, Ahab a veces concedía cuidadosa atención al hueso muerto sobre el cual se apoyaba en parte. Pues no mucho antes de que el Pequod zarpase de Nantucket, le habían encontrado una noche tendido en el suelo, sin sentido: por algún accidente desconocido, inimaginable y al parecer inexplicable, su pierna de marfil se había desplazado tan violentamente, que le había herido como empalándole y casi le había perforado la ingle, y no sin grandes dificultades se curó por completo la dolorosa herida.

Entonces no dejó de metérsele en su monomaníaca cabeza que toda la angustia del sufrimiento entonces presente era sólo el resultado directo de una desgracia anterior, y le pareció ver con sobrada claridad que, del mismo modo que el más venenoso reptil del pantano perpetúa su especie tan inevitablemente como el más dulce cantor del bosque, así del mismo modo que las felicidades, todos los acontecimientos lamentables engendran su semejanza por naturaleza. Sí, y aún más todavía, pensaba Ahab, ya que, tanto los antecesores cuanto los descendientes del dolor llegan más lejos que los antecesores y descendientes de la alegría. Pues, para no aludir a lo que se puede inferir de ciertos escritos canónicos, que, mientras ciertos gozos naturales de aquí no tendrán hijos que les nazcan para el otro mundo, sino que, al contrario, han de ser seguidos Buidos por esa esterilidad de alegrías que será toda la desesperación del infierno, en tanto que ciertas culpables miserias mortales engendrarán con fecundidad una progenie eternamente progresiva de dolores más allá de la tumba; para no aludir a esto en absoluto, parece seguir habiendo cierta desigualdad en el análisis más profundo de la cuestión. Pues, pensaba Ahab, mientras aun las más altas felicidades terrenas tienen siempre una cierta mezquindad insignificante acechando en ellas, y en cambio todos los dolores del corazón, en el fondo, tienen un significado místico, y, en algunos hombres, una grandeza arcangélica, del mismo modo la diligente averiguación de su ascendencia no desmiente esa deducción obvia. Rastrear las genealogías de tan altas miserias mortales nos lleva al menos hasta las primogenituras sin fuentes de los dioses; de modo que, frente a todos los alegres soles cosechadores de heno, y frente a todas las lunas de suaves címbalos y redondeadoras de las mieses, hemos de asentir a esto: que ni los propios dioses están alegres para siempre. La señal de nacimiento, imborrable y triste, en la frente del hombre, no es sino el sello de la tristeza que hay en los señaladotes.

Incautamente, se ha divulgado aquí un secreto, que quizá hubiera sido más adecuado revelarlo antes como era debido. Con otros muchos detalles referentes a Ahab, siempre siguió siendo un secreto para algunos que, durante cierto período, antes y después de zarpar el Pequod, se había escondido con hermetismo de Gran Lama; y que, durante ese intervalo había buscado refugio sin habla, por decirlo así, entre el marmóreo senado de los muertos. La razón que el capitán Peleg divulgó para este asunto no parecía en absoluto adecuada, aunque, ciertamente, en cuanto se refiere a la parte más profunda de Ahab, cualquier revelación tenía más de tiniebla significativa que de luz explanatoria. Pero, al final, todo salió fuera: o al menos, esta cuestión. Esa desgracia atroz estaba en la base de su reclusión temporal. Y no sólo esto, sino que para el disperso y cada vez más reducido grupo de gente de tierra que, por cualquier razón, poseía el privilegio de acercarse a él sin tantos impedimentos, para ese tímido círculo, la desgracia antes aludida —al permanecer, como permaneció, malhumoradamente inexplicada por Ahab—, se revistió de terrores que no dejaban de provenir hasta cierto punto de la tierra de los espíritus y los gemidos. Así que, a causa de su celo por él, todos ellos se habían conjurado a silenciar ante los demás, en lo que de ellos dependiera, su conocimiento del asunto. Y por eso ocurrió que, hasta que no transcurrió un considerable intervalo, no se difundió por la cubierta del Pequod.

Pero sea todo esto como sea; dejemos que el invisible y ambiguo sínodo del aire, y los vengativos príncipes y potestades del fuego tengan que ver o no con el terrenal Ahab: con todo, en la cuestión presente de su pierna, él tomó sencillas medidas prácticas: llamó al carpintero.

Y cuando se presentó ante él dicho funcionario, le pidió que sin tardanza se pusiera a hacerle una nueva pierna, e instruyó a los oficiales para que le hicieran proveer de todas las viguetas y tablillas de marfil de mandíbula (del cachalote) que hasta entonces se habían acumulado en el viaje, para que pudiera asegurarse una cuidadosa selección del material más robusto y de grano más claro. Hecho esto, el carpintero recibió órdenes de que la pierna estuviera terminada esa noche, y que proveyera todos los accesorios, independientemente de los que pertenecían a la desacreditada pierna en uso. Además, se ordenó que se izara la forja del barco, saliendo de su temporal reposo en la sentina, y, para acelerar el asunto, se mandó al herrero que se pusiera en seguida a forjar cuantos dispositivos de hierro se pudieran necesitar.

CVII
 
El carpintero

Siéntate como un sultán entre las lunas de Saturno y toma al hombre a solas, en elevada abstracción: parecerá un prodigio, una grandeza, un dolor. Pero desde ese mismo punto de vista, toma a la humanidad en masa, y en su mayor parte, parecerá un populacho de duplicados innecesarios, tan simultáneos como hereditarios. Pero aun tan humilde como era, y tan lejos de ofrecer un ejemplo de la elevada abstracción humana, el carpintero del Pequod no era ningún duplicado; de aquí que ahora salga en persona a escena.

Como todos los carpinteros que se hacen a la mar, y más especialmente aquellos que pertenecen a barcos balleneros, éste, en cierta medida práctica y desenvuelta, estaba igualmente experimentado en numerosas industrias y actividades colaterales de la suya propia, ya que el trabajo de carpintero es el antiguo tronco ramificado de todas esas numerosas artesanías que tienen más o menos que ver con la madera como material auxiliar. Pero, además de que se le aplicara esa anterior observación genérica, este carpintero del Pequod era singularmente eficaz en esas mil innominadas emergencias mecánicas que ocurren continuamente en un barco grande, durante un viaje de tres o cuatro años, por mares lejanos y sin civilización. Pues, para no hablar de su prontitud en los deberes ordinarios —reparar lanchas desfondadas o perchas abatidas, corregir la forma de remos de pala tosca, insertar en el puente ojos de buey, o clavijas de madera nuevas en las tablas de los costados, y otros asuntos variados, más o menos directamente pertenecientes a su oficio especial—, además, era experto sin vacilación en toda clase de aptitudes opuestas, tanto útiles como caprichosas.

La única grandiosa escena donde ejecutaba todos sus variados papeles, tan diversos, era su banco con tornillos: una larga mesa, ruda y pesada, provista de diversos tornillos, de diferentes tamaños, tanto de hierro como de madera. En todo momento, excepto cuando había ballenas al costado, este banco estaba sólidamente sujeto de través, junto a la parte de atrás de la refinería.

Se encuentra que una cabilla es demasiado gruesa para insertarse fácilmente en su agujero: el carpintero la sujeta en uno de sus tornillos siempre dispuestos, e inmediatamente la reduce con la lima. Un extraviado pájaro terrestre, de extraño plumaje, cae a bordo y es cautivado: con limpias varas cepilladas de hueso de ballena franca, y con travesaños de marfil de cachalote, el carpintero le hace una jaula en forma de pagoda. Un remero se disloca la muñeca: el carpintero cuece una loción aliviadora. Stubb desea que se pinten estrellas de bermellón en la pala de cada remo: atornillando los remos en su gran tornillo de madera, el carpintero proporciona con simetría la constelación. A un marinero se le antoja llevar en las orejas aros de hueso de tiburón: el carpintero le perfora las orejas. A otro le duelen las muelas: el carpintero saca las tenazas, y dando una palmada en el banco, le manda sentarse allí, pero el pobre hombre, sin poderlo remediar, retrocede a mitad de la operación: haciendo girar el mango de su tornillo de madera, el carpintero le hace señas de que meta en él la mandíbula, si quiere que le saque la muela.

Así, este carpintero estaba preparado en todos los puntos, e igualmente indiferente y sin respeto en todos. Las muelas las consideraba como trozos de marfil; las cabezas las tomaba por montones de virador; a los hombres mismos, los trataba con tanta ligereza como cabrestantes. Pero entonces, con tal variadas dotes en tan ancho campo, y con tal vivacidad de experiencia, además, todo ello parecería exigir alguna extraordinaria vivacidad de inteligencia. Sin embargo, no era exactamente así. Pues lo más notable de este hombre era cierta estolidez impersonal, por así decir; impersonal, digo; pues se difumaba tanto en el circundante infinito de las cosas, que parecía unido a la estolidez general discernible en todo el mundo visible, el cual, a la vez que incesantemente activo en incontables modos, sigue externamente conservando su calma, y os ignora aunque excavéis cimientos de catedrales. Pero esa estolidez casi horrible que había en él, implicando también, al parecer, una falta de sensibilidad que se ramificaba por todo, sin embargo, a veces se entreveraba extrañamente de un antiguo humor, antediluviano, jadeante, como una muleta, no exento de vez en cuando de una cierta ingeniosidad casi encanecida, tal como habría servido para pasar el tiempo durante la guardia de medianoche en el barbudo castillo de proa del arca de Noé. ¿Era que ese viejo carpintero había sido un vagabundo vitalicio, que, con tanto rodar de acá para allá, no sólo no había criado musgo, sino, lo que es más, se había despojado con el roce de cualquier pequeña adherencia exterior que en principio le hubiera correspondido? Era una abstracción desnuda; una integral sin fracciones; sin compromiso, como un niño recién nacido; viviendo sin referencia premeditada a este mundo ni al siguiente. Casi podríais decir que esta extraña ausencia de compromiso en él implicaba una suerte de falta de inteligencia; pues, en sus numerosas actividades, no parecía trabajar por razón o instinto, o simplemente porque le hubieran enseñado, o por cualquier mixtura de estas cosas, igual o desigual, sino meramente por una especie de proceso sordo y mudo, espontáneamente literal. Era un puro manipulador; su cerebro, si es que lo tenía, debía haberse filtrado a los músculos de los dedos. Era como uno de esos artilugios de Sheffield, irracionales, pero altamente útiles, multum in parvo, que toman el aspecto exterior —aunque un poco hinchado— de una navaja corriente de bolsillo, pero contienen no sólo filos de varios tamaños, sino también sacacorchos, destornilladores, tenacillas, leznas, plumas, reglas, limas de uñas y gubias. Así, si sus superiores querían usar al carpintero como destornillador, no tenían que hacer más que abrir esa parte suya, y el tornillo quedaba en su sitio; o si como tenacillas, le tomaban por las piernas, y ya estaba.

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