Authors: Herman Melville
Podría continuar con varios ejemplos más, que he conocido de un modo o de otro, de la gran fuerza y malicia que a veces tiene el cachalote. En más de un caso, se ha sabido que no sólo persiguió las lanchas atacantes haciéndolas volver a los barcos, sino que persiguió al propio barco, resistiendo durante mucho tiempo todas las lanzas que le disparaban desde la cubierta. El barco inglés Pusil Hall puede contar una historia en este apartado, y, en cuanto a su fuerza, permítaseme decir que ha habido ejemplos en que las estachas sujetas a un cachalote fugitivo se han llevado, en tiempo de calma, hasta el barco, amarrándose allí, y el cachalote ha remolcado su gran casco por el agua, como un caballo que echa a andar con un carro. También, se observa muy a menudo que si al cachalote, una vez herido, se le deja tiempo para reponerse, no actúa entonces tanto con cólera ciega cuanto con tercos y deliberados designios de destrucción de sus perseguidores; y no deja de dar alguna indicación elocuente de su carácter el que, al ser atacado, frecuentemente abre la boca y la mantiene con esa terrible apertura durante varios minutos seguidos. Pero debo contentarme con otra ilustración conclusiva, muy notable y , significativa, por la que no dejaréis de ver que el acontecimiento más maravilloso de este libro no sólo queda corroborado por hechos evidentes en los días actuales, sino que esas maravillas (como todas las maravillas) son meras repeticiones a través de las épocas; de modo que por millonésima vez decimos Amén a Salomón: verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol.
En el siglo vi después de Cristo vivió Procopio, un magistrado cristiano de Constantinopla, en los días en que Justiniano era emperador y Belisario general. Como muchos saben, escribió la historia de sus tiempos, obra en todos los sentidos de valor extraordinario. Las mejores autoridades le han considerado siempre historiador fidedigno y sin exageración, salvo en dos o tres detalles, que no afectan en absoluto al asunto que se va a mencionar ahora.
Entonces, en esa historia suya, Procopio menciona que durante el término de su prefectura en Constantinopla, se capturó un gran monstruo marino en el cercano Propontis, o mar de Mármara, después de haber destruido barcos, de vez en cuando, en esas aguas, durante un período de más de cincuenta años. Un hecho anotado así en una historia positiva no puede ser puesto fácilmente en cuestión. Ni hay ninguna razón para que lo sea. No se menciona de qué especie determinada era ese monstruo marino. Pero puesto que destruyó barcos, así como por otras razones, debió de ser una ballena, y me inclino mucho a creer que un cachalote. Y os diré por qué. Durante mucho tiempo, se me antojaba que el cachalote había sido desconocido en el Mediterráneo y en las aguas profundas que comunican con él. Incluso ahora, estoy seguro de que esos mares no son, ni quizá pueden ser nunca, en la actual disposición de las cosas, un lugar donde habitualmente acudan en manada. Pero posteriores investigaciones me han demostrado recientemente que en tiempos modernos ha habido ejemplos aislados de la presencia del cachalote en el Mediterráneo. Me han dicho, con buena autoridad, que en la costa de Berbería cierto comodoro Davis, de la Armada británica, encontró el esqueleto de un cachalote. Ahora, dado que un barco de guerra pasa muy bien por los Dardanelos, según eso, un cachalote, por la misma ruta, podría pasar desde el Mediterráneo al Propontis.
En el Propontis, que yo sepa, no se encuentra nada de esa peculiar sustancia llamada brit, que es el alimento de la ballena propiamente dicha. Pero tengo todas las razones para creer que el alimento del cachalote —el calamar o sepia— se oculta en el fondo de ese mar, porque en su superficie se han encontrado grandes ejemplares, aunque no los más grandes de su especie. Entonces, si reunís adecuadamente estas afirmaciones, y meditáis un poco sobre ellas, percibiréis claramente que, conforme a todo razonamiento humano, el monstruo marino de Procopio, que durante medio. siglo desfondó los barcos del emperador romano, debía de ser con toda probabilidad un cachalote.
Aunque, consumido por el cálido fuego de su propósito, Ahab tenía siempre a su vista la captura definitiva de Moby Dick, en todos sus pensamientos y acciones; aunque parecía dispuesto a sacrificar todos los intereses mortales a esa pasión única; sin embargo, quizá ocurría que, por naturaleza y largo hábito, estaba demasiado consustanciado con el feroz modo de ser del ballenero para abandonar del todo el interés colateral del viaje. O al menos, si' era de diverso modo, no faltaban otros motivos con influjo mucho mayor en él. Sería afinar demasiado, quizá aun considerando su monomanía, sugerir que su vengatividad hacia la ballena blanca podía haberse extendido en algún prado a todos los cachalotes, y que cuantos más monstruos mataba, tanto más multiplicaba las probabilidades de que la ballena encontrada a continuación resultase ser, la odiada ballena que perseguía. Pero si tal hipótesis es realmente objetable, había aún consideraciones adicionales que, aunque no estrictamente de acuerdo con la locura de su pasión dominante, no eran de ningún modo incapaces de desviarle.
Para cumplir su objetivo, Ahab debía usar instrumentos; y de todos los instrumentos usados en todo el mundo sublunar, los hombres son los más capaces de estropearse. Él sabía, por ejemplo, que por magnético que fuera su ascendiente en muchos aspectos sobre Starbuck, ese ascendiente no cubría toda su humanidad espiritual, por lo mismo que la mera superioridad corporal no implica el dominio intelectual; pues respecto a lo puramente espiritual, lo intelectual está en una suerte de relación corporal. El cuerpo de Starbuck y la coaccionada voluntad de Starbuck eran de Ahab mientras que Ahab mantuviera su magnetismo sobre el cerebro de Starbuck; pero él sabía, con todo eso, que su primer oficial aborrecía la búsqueda del capitán, y, si pudiera, de buena gana se separaría de ella, o incluso la frustraría. Podría ocurrir que transcurriese un largo intervalo antes que se viera la ballena blanca. Durante ese largo intervalo, Starbuck siempre estaría dispuesto a entrar en abiertas recaídas de rebelión contra el dominio de su capitán, a no ser que se hicieran actuar sobre él ciertas influencias ordinarias, prudentes y circunstanciadas. No solamente eso, sino que la sutil demencia de Ahab respecto a Moby Dick no se manifestaba de modo más significativo que en su superlativa sensatez y astucia al prever que, por el momento, la caza debía despojarse de alguna manera de esa extraña impiedad imaginativa que la revestía por naturaleza: que todo el terror del viaje debía quedar retirado al fondo oscuro (pues pocos hombres tienen un valor a prueba de una prolongada meditación no aliviada por la acción); que, mientras hacían sus largas guardias nocturnas, sus oficiales y marineros debían tener algunas cosas más inmediatas en que pensar que en Moby Dick. Pues por mucho ímpetu y empeño con que la salvaje tripulación hubiera saludado el anuncio de su persecución, sin embargo, todos los marineros de cualquier especie son más o menos caprichosos y poco de fiar —viven en el cambiante tiempo exterior, y aspiran su volubilidad—, y cuando se les retiene para algún objeto remoto y vacío en su persecución, por más que prometa vida y pasión al final, se requiere, más que nada, que intervengan intereses y ocupaciones temporales que les mantengan saludablemente en suspenso para el ataque final.
Y tampoco se olvidaba Ahab de otra cosa. En tiempos de fuerte emoción, la humanidad desdeña todas las consideraciones bajas, pero esos tiempos se desvanecen. «La condición constitucional y permanente del hombre, tal como está fabricado —pensaba Ahab—, es la sordidez. Aun concediendo que la ballena blanca incite plenamente los corazones de esta mi salvaje tripulación, y que, dando vueltas a su salvajismo, llegue incluso a producir en ellos cierta generosidad de caballeros andantes, sin embargo, mientras que por su amor persiguen a Moby Dick, deben también tener alimento para sus apetitos más comunes y cotidianos. Pues aun los elevados y caballerescos cruzados de tiempos antiguos no se contentaban con atravesar dos mil millas de tierra para luchar por su Santo Sepulcro, sin cometer robos, hurtar bolsas, y obtener otras piadosas preparaciones por el camino. Si se hubieran atenido estrictamente a su único y romántico objetivo final, demasiados habrían vuelto la espalda a ese romántico objetivo final. «No despojaré a estos hombres —pensaba Ahab de todas su esperanzas de dinero; sí, dinero. Ahora quizá desprecien el dinero, pero que pasen varios meses sin que tengan en perspectiva una promesa de dinero, y entonces este mismo dinero ahora silencioso se amotinará de repente en ellos, y ese mismo dinero pronto liquidará a Ahab.»
Tampoco faltaba otro motivo de precaución más relacionado personalmente con Ahab. Habiendo revelado, probablemente de modo impulsivo y quizá algo prematuro, el principal, pero personal objetivo del viaje del Pequod Ahab ahora tenía plena conciencia de que, al hacerlo así, se había expuesto indirectamente a la acusación sin respuesta de ser un usurpador; y su tripulación, si así se le antojaba y era capaz de ello, y con perfecta impunidad, moral y legal, podía rehusarle toda sucesiva obediencia, y aun arrancarle violentamente del mando. Desde luego, Ahab debía tener gran afán de protegerse de ser acusado, aun por mera sugestión, de usurpación, y de las posibles consecuencias de que ganara terreno semejante impresión reprimida. Para protegerse no tenía sino su propio cerebro dominante, su corazón y sus manos, respaldados por una atención, vigilante y estrechamente calculadora, hacia toda menuda influencia atmosférica a que fuera posible que se sujetara su tripulación.
Por todas esas razones, pues, y otras quizá demasiado analíticas para desarrollarse aquí verbalmente, Ahab veía claramente que aún debía continuar en buena medida siendo fiel al propósito natural y nominal del viaje del Pequod; observar todos los usos acostumbrados, y, no sólo eso, sino obligarse a evidenciar su conocido interés apasionado en la tarea general de su profesión.
Sea como sea todo esto, su voz se oía ahora a menudo llamando a los tres vigías y exhortándoles a mantener una aguda vigilancia, sin dejar de señalar ni una marsopa. Esa vigilancia no tardó en tener recompensa.
Era una tarde nublada y bochornosa; los marineros vagaban perezosamente por las cubiertas, o miraban con aire ausente a las aguas plomizas. Queequeg y yo estábamos pacíficamente ocupados en tejer lo que se llama una «estera de sable», como amortiguador adicional para nuestra lancha. Tan tranquila y silenciosa era toda la escena, y sin embargo, no sé cómo, tan cargada de presagios, y en el aire flotaba tal hechizo de fiesta, que cada silencioso marinero parecía disuelto en su propio yo invisible.
Yo era el asistente o criado de Queequeg, ocupado en la estera. Mientras pasaba y repasaba el relleno o trama de merlín entre los largos hilos de la urdimbre, usando mi propia mano como lanzadera, y mientras Queequeg puesto de medio lado, de vez en cuando deslizaba su pesado sable de encina entre los hilos, y apartando la mirada ociosamente hacia el agua, descuidado y sin pensar, llevaba a su sitio cada hilo: digo que tan extraño aire de sueño reinaba entonces sobre el barco y sobre todo el mar, sólo roto por el sonido sordo e intermitente del sable, que parecía que aquello fuera el Telar del Tiempo, y yo mismo fuera una lanzadera tejiendo y tejiendo los Hados. Allí estaban los hilos fijos de la urdimbre, sujetos a una única vibración insistente e inalterable, y esa vibración era meramente suficiente para dejar pasar la mezcla entrecruzada de otros hilos con el suyo propio. Esta urdimbre parecía la Necesidad; y aquí, pensaba yo, con mi propia mano paso mi lanzadera y tejo mi destino entre estos hilos inalterables. Mientras tanto, el indiferente e impulsivo sable de Queequeg, a veces golpeando la trama de medio lado, o torcido, o fuerte, o débil, según fuera el caso, y produciendo, con esa indiferencia en el golpe conclusivo, un contraste correspondiente en el aspecto final del tejido terminado; el sable de este salvaje, pensaba yo, que así da forma final y contextura tanto a la urdimbre como a la trama; ese tranquilo e indiferente sable debe ser el Azar: sí, el alar, el libre albedrío, y la necesidad; de ningún modo incompatibles, sino trabajando juntos y entretejidos. La recta trama de la necesidad, que no se ha de desviar de su curso definitivo; pues cada una de sus vibraciones alternantes, en efecto, sólo tiende a esto: el libre albedrío, todavía libre para pasar la lanzadera entre los hilos; y el azar, aunque sujeto en su juego a las líneas rectas de la necesidad, y dirigido lateralmente en sus movimientos por la libre voluntad, aun así prescrito por ambos, los va dirigiendo alternativamente, y da a los acontecimientos el último golpe configurador.
Así tejíamos y tejíamos cuando me sobresalté ante un sonido tan extraño, prolongado y musicalmente salvaje y sobreterrenal, que cayó de mi mano el ovillo de libre albedrío, y me quedé mirando a las nubes de donde bajaba esa voz como un ala. En lo alto de los canes del palo estaba aquel loco Gay-Head, Tashtego. Su cuerpo se echaba ansiosamente hacia delante, y a intervalos breves y súbitos, continuaba sus gritos. Por supuesto, el mismo sonido se oyó quizá en ese mismo momento por los mares, lanzado por centenares de vigías balleneros elevados en el aire, a la misma altura, pero de pocos de esos pulmones podía el viejo grito acostumbrado haber sacado tan maravillosa cadencia como de los de Tashtego el indio.
Al verle cerniéndose por encima, medio suspendido en el aire, escudriñando el horizonte de modo tan loco y ansioso, se le habría creído un profeta o vidente observando las sombras del Hado, y anunciando su llegada con esos locos gritos.
—¡Allí sopla ¡Allí, allí, allí!, ¡sopla, sopla!
—¿Por dónde?
—¡De través a sotavento, a unas dos millas! ¡Una manada de ellas! Al momento, todo fue conmoción.
El cachalote sopla como el tictac de un reloj, con la misma uniformidad infalible y segura. Y por eso distinguen los balleneros este pez entre las diferentes tribus de su género.
—¡Allí van colas! —fue ahora el grito de Tashtego, y las ballenas desaparecieron.
—¡Deprisa, mayordomo! —gritó Ahab—. ¡La hora, la hora!
Dough-Boy bajó deprisa, lanzó una mirada al reloj e informó a Ahab del minuto exacto.
El barco abatió, y continuó balanceándose suavemente por delante del viento. Como Tashtego informó de que las ballenas se habían sumergido avanzando a sotavento, mirábamos confiados para verlas otra vez delante mismo de nuestra proa. Pues esa singular astucia a veces mostrada por el cachalote cuando, zambulléndose con la cabeza hacia una dirección, sin embargo, mientras está oculto bajo la superficie, da media vuelta y nada rápidamente en sentido opuesto, ese carácter engañoso, ahora no podía estar en acción, pues no había motivo para suponer que los peces vistos por Tashtego estuvieran de ningún modo alarmados, ni en absoluto supieran de nuestra cercanía. Uno de los hombres elegidos para guardar los barcos —es decir, de los que no están designados para las lanchas— relevó entonces al indio en la cofa del palo mayor. Los marineros del trinquete y del palo de mesana habían bajado; se pusieron en su sitio las tinas de estacha; se sacaron las grúas, se dio atrás a la verga mayor, y las tres lanchas se balancearon sobre el mar como tres cestos de hinojo sobre altos acantilados. Fuera de las amuras, sus ansiosas tripulaciones se agarraron con una mano al pasamano, mientras apoyaban expectantemente un pie en la borda. Tal aspecto tiene la larga línea de marineros de un barco de guerra a punto de lanzarse al abordaje de un barco enemigo.