Authors: Herman Melville
Pero si la doctrina del pez sujeto es aplicable de modo bastante general, la doctrina afín del pez sujeto lo es con mayor amplitud. Se aplica de modo internacional y universal.
¿Qué era América en 1492 sino un pez libre, en que Colón clavó el estandarte español poniéndole el arpón de marcado para sus reales señor y señora? ¿Qué fue Polonia para el Zar? ¿Qué, Grecia para los turcos? ¿Qué, India para Inglaterra? ¿Qué será al fin México para los Estados Unidos? Todos, peces libres.
¿Qué son los derechos del hombre y las libertades del mundo sino peces libres? ¿Qué son todas las ideas y opiniones de los hombres sino peces libres? ¿Qué es en ellos el principio de la creencia religiosa sino un pez libre? Para los ostentosos contrabandistas palabreros, ¿qué son los pensamientos de los pensadores sino peces sueltos? ¿Qué es la gran esfera misma sino un pez libre? ¿Y qué eres tú, lector, sino un pez libre y también un pez sujeto?
De balena vero sufficit, si rex habeas
caput, et regina caudam.
(B
RACTON
, 1, 3, c. 3)
Este latín, de los libros dé las Leyes de Inglaterra, quiere decir, tomado junto con el contexto, que de todas las ballenas capturadas por cualquiera en la costa de este país, el rey como Gran Arponero Honorario, debe recibir la cabeza, y a la reina se le debe ofrecer respetuosamente la cola: una división que, en la ballena, se parece mucho a partir por la mitad una manzana: no hay residuo intermedio. Ahora, dado que esta ley, en forma modificada, sigue hasta ahora en vigor en Inglaterra, y dado que ofrece en varios aspectos una extraña anomalía respecto a la ley general del pez sujeto y libre, se trata aquí en capítulo aparte, conforme al mismo principio de cortesía que sugiere a los ferrocarriles ingleses que paguen un vagón aparte especialmente reservado para el acomodo de la realeza. En primer lugar, como curiosa demostración de que la supradicha ley sigue en vigor, paso a presentar ante vosotros una circunstancia que ocurrió no hará dos años.
Parece ser que unos honrados marineros de Dover, o Sandwich, o de alguno de los Cinco Puertos, tras una dura persecución, habían logrado matar y sacar a tierra una hermosa ballena que antes habían observado bastante lejos de la orilla. Ahora, los Cinco Puertos están, en parte o no sé cómo, bajo la jurisdicción de una especie de policía o bedel llamado lord Guardián. Por recibir el cargo directamente de la Corona, creo, todos los emolumentos reales correspondientes a los Cinco Puertos se convierten en suyos por atribución. Algunos autores llaman a esto una sinecura. Pero no es así. Porque el lord Guardián a veces está laboriosamente ocupado en embolsarse sus regalías, que son suyas principalmente por virtud de ese mismo hecho de embolsárselas.
Ahora, cuando esos pobres marineros, tostados por el sol, descalzos y con los pantalones arremangados bien alto en sus piernas de anguila, halaron fatigosamente su grueso pez hasta ponerlo en seco, prometiéndose unas buenas ciento cincuenta libras de sus preciosos huesos y aceite, y en su imaginación sorbiendo exquisito té con sus mujeres, y buena cerveza con sus compadres, a base de sus respectivas porciones, he aquí que se presenta un caballero muy docto y cristiano y caritativo, con un ejemplar del Blackstone bajo el brazo, y, poniéndolo en la cabeza de la ballena, dice:
—¡Fuera las manos! Este pez, señores míos, es un pez sujeto. Tomo posesión de él por ser del lord Guardián.
Ante esto, los pobres marineros, en su respetuosa consternación —tan auténticamente inglesa—, sin saber qué decir, se pusieron a rascarse vigorosamente la cabeza al unísono, alternando mientras tanto contritas miradas a la ballena y al recién llegado. Pero eso no arregló de ningún modo la cuestión, ni ablandó en absoluto el duro corazón del docto caballero con el ejemplar del Blackstone. Al fin, uno de ellos, tras de mucho rascarse en busca de sus ideas, se atrevió a hablar:
—Por favor, señor, ¿quién es el lord Guardián?
—El duque.
—Pero el duque ¿tiene algo que ver con la captura de este pez?
—Es suyo.
—Nos ha costado mucho trabajo y peligro, y algún gasto, y ¿todo eso tiene que ir en beneficio del duque, sin que nosotros saquemos de nuestra molestia nada más que las ampollas?
—Es suyo.
—¿Es tan pobre el duque como para verse obligado a este modo desesperado de ganarse la vida?
—Es suyo.
—Yo pensaba aliviar a mi madre, enferma en cama, con parte de mi porción de la ballena. —Es suyo.
—¿Y el duque no se contentará con la cuarta parte o la mitad?
—Es suyo.
En una palabra, la ballena fue incautada y vendida, y Su Gracia el duque de Wellington recibió el dinero. Pensando que la cosa podía juzgarse un tanto dura, vista bajo una determinada luz, en una mera posibilidad y en algún escaso grado, dadas las circunstancias, un honrado clérigo de la ciudad dirigió respetuosamente una nota a Su Gracia, rogándole que tomara en plena consideración el caso de esos infortunados marineros. A lo cual mi señor el duque respondió (ambas cartas se publicaron) que ya lo había hecho así, y había recibido el dinero, y le estaría muy agradecido al reverendo caballero si en lo sucesivo evitaba (el reverendo) meterse en los asuntos de los demás. ¿Es éste el anciano aún combativo, plantado en las esquinas de los tres reinos, sacándoles en todas partes limosnas a los mendigos?
Se verá fácilmente que en este caso el derecho a la ballena alegado por el duque era un derecho delegado del soberano. Por fuerza hay que inquirir entonces según qué principio está el soberano revestido originalmente de ese derecho. La propia ley ya se ha expuesto. Pero Plowdon nos da las razones. Dice Plowdon que la ballena capturada pertenece al rey y a la reina «a causa de su excelencia superior». Y los más autorizados comentaristas han considerado esto siempre como argumento convincente en tales materias.
Pero ¿por qué va a recibir el rey la cabeza y la reina la cola? Una razón para esto, ¡oh, ahogados!
En su tratado sobre «el oro de la reina» o «dinero para alfileres de la reina», un viejo autor del King's Bench, un tal William Prynne, raçona ansi:
«La cabeza es de la Rreyna, para que el ropero de la Rreyna sea proveydo de ballenas».
Ahora, esto se escribió en un tiempo en que el flexible y negro hueso de la ballena se usaba mucho en corpiño de señora. Pero dicho hueso no está en la cola; está en la cabeza, lo cual es una triste equivocación para un sagaz abogado como Prynne. Pero ¿acaso es una sirena la reina, para obsequiarla con una cola? Aquí debe de ocultarse un significado alegórico.
Hay dos peces reales, así llamados por los juristas ingleses: la ballena y el esturión, ambos propiedad real bajo ciertos límites, y nominalmente proporcionando la décima rama de las rentas ordinarias de la Corona. No sé qué otro autor habrá hecho sugerencias sobre el asunto, pero por indiferencia, me parece que el esturión debe dividirse del mismo modo que la ballena, recibiendo el Rey la cabeza, densa y altamente elástica, propia de ese pez, lo cual, considerado como símbolo, es posible que esté humorísticamente basado en alguna supuesta congenialidad. Y así, parece haber alguna razón en todo, incluso en el derecho.
En vano fue remover, en busca de ámbar gris, la panza de este leviatán, pues el insufrible hedor no consentía búsquedas.
(S
IR
T. B
ROWNE
, Errores vulgares)
Una semana o dos después de la última escena ballenera relatada, y cuando navegábamos lentamente por un mar de siesta, soñoliento y vaporoso, las muchas narices en cubierta del Pequod resultaron más vigilantes descubridoras que los tres pares de ojos en los masteleros. En el mar se olió un olor peculiar y no muy grato.
—Apuesto algo ahora —dijo Stubb— a que andan por aquí cerca algunos de esos cachalotes con druggs que cosquilleamos el otro día. Ya suponía que no tardarían en asomar.
Al fin, se apartaron los vapores que teníamos por delante, y se mostró un barco en lontananza, cuyas velas aferradas daban señales de que debía tener a su costado alguna clase de cetáceo. Al deslizarnos más cerca, el barco recién llegado mostró los colores franceses en el pico, y, por la arremolinada nube de rapaces aves marinas que giraba y se cernía y bajaba a su alrededor, estaba claro que la ballena que tenía a su costado debía ser lo que los pescadores llaman una ballena estallada, es decir, una ballena que ha muerto en el mar sin ser atacada, y ha quedado así a flote como cadáver sin dueño. Ya se puede imaginar qué desagradable olor debe exhalar semejante masa, peor que una ciudad asiría en la epidemia, cuando los vivos no son capaces de enterrar a los fallecidos. Tan intolerable, en efecto, resulta para muchos, que no hay codicia que les persuada a amarrarla a su lado. Pero hay quienes lo hacen, sin embargo, a pesar del hecho de que el aceite obtenido de tales individuos es de calidad inferior, y en absoluto semejante a la esencia de rosas.
Acercándonos más con la brisa que expiraba, vimos que el barco francés tenía otra ballena a su costado, y esta segunda parecía más aromática aún que la primera.
En realidad, resultó ser una de esas ballenas problemáticas que parecen resecarse y morir con una especie de prodigiosa dispepsia o indigestión, gestión, dejando sus cuerpos difuntos casi en bancarrota de cualquier cosa semejante al aceite. No obstante, en el lugar adecuado veremos que ningún pescador experto aparta la nariz de una ballena como ésa, por más que en general pueda eludir las ballenas reventadas.
El Pequod, para entonces, había llegado tan cerca del otro, que Stubb juró que reconocía el mango de su azada de descuartizamiento enredado en los cables que se anudaban en torno a la cola de una de esas ballenas.
—¡Bonita gente ésa! —se rió burlonamente, en la proa del barco—: ¡eso sí que es un chacal! Sé muy bien que esos crappos de franceses son unos pobres diablos en la pesca, y a veces arrían las lanchas en busca de unas rompientes, confundiéndolas con chorros de ballenas; sí, y a veces zarpan del puerto con la sentina llena de cajas de velas de esperma y cajas de despabiladeras, previendo que todo el aceite que saquen no será bastante como para mojar en él la torcida del capitán; sí, ya sabemos todos esas cosas; pero, mirad acá, ahí hay un crappo que se contenta con lo que dejamos, quiero decir, con ese cachalote con druggs; sí, y se contenta también con raspar los huesos rotos de ese otro precioso pez que tiene ahí. ¡Pobre diablo! Ea, que alguno pase el sombrero, y vamos a regalarle un poco de aceite, por caridad. Porque el aceite que saque de ese cachalote con drugg no serviría para arder en una cárcel, no, ni en una celda de condenado. Y en cuanto a la otra ballena, en fin, estoy seguro de sacar más aceite cortando en rodajas y destilando nuestros tres palos, que cuanto sacará él de ese manojo de huesos; aunque, ahora que lo pienso, quizá contenga algo que vale mucho más que el aceite; sí, ámbar gris. Ahora, no sé si nuestro viejo habrá pensado en eso. Vale la pena probarlo. Sí, allá voy yo.
Y diciendo así, se puso en marcha hacia el alcázar.
Para entonces, el sutil aire se había convertido en una calma completa, de modo que, quisiera o no, el Pequod ahora había caído por completo en la trampa de mal olor, sin esperanzas de escapar, salvo que se levantara otra vez la brisa. Saliendo de la cabina, Stubb llamó entonces a la tripulación de su lancha, y marchó remando hacia el otro barco. Al cruzar ante su proa, percibió que, de acuerdo con el fantasioso gusto francés, la parte superior del tajamar estaba esculpida a semejanza de un gran tallo inclinado, pintado de verde y, a modo de espinas, con puntas de cobre saliendo de él acá y allá; todo ello terminando en un capullo, plegado simétricamente de color rojo claro. Sobre la empavesada del beque, en grandes letras doradas, leyó Bouton de Rose («Botón de Rosa» o «Capullo de Rosa»); tal era el aromático nombre de ese aromático barco.
Aunque Stubb no comprendió la parte Bouton de la inscripción, sin embargo, la palabra Rose y el mascarón de proa en forma de capullo bastaron juntos a explicarle el conjunto.
—Un capullo de rosa, ¿eh? —exclamó, con la mano en la nariz—: está muy bien: pero ¡cómo demonios huele!
Ahora, para entrar en comunicación directa con la gente de cubierta, tuvo que remar en torno a la proa hasta el costado de estribor, acercándose así a la ballena reventada, y hablando por encima de ella.
Llegado a ese punto, todavía con una mano en la nariz, aulló: —¡Eh, Bouton de Rose! ¿No hay ninguno de vosotros los Boutonde-Roses que hable inglés?
—Sí —contestó desde las batayolas uno de Guernsey, que resultó ser el primer oficial.
—Bueno, entonces, mi capullito de Bouton-de-Rose, ¿habéis visto a la ballena blanca?
—¿Qué ballena?
—La ballena blanca..., un cachalote... Moby Dick, ¿le habéis visto?
—Nunca he oído hablar de tal ballena. Cachalot Blanche! ¡Ballena blanca!... No.
—Muy bien, entonces; adiós por ahora, y volveré a veros dentro de un momento.
Entonces hizo remar rápidamente de vuelta al Pequod, y, al ver a Ahab apoyado en el pasamanos del alcázar en espera de su informe, juntó las manos en trompeta y gritó:
—¡No, señor! ¡No!
Ante lo cual, Ahab se retiró, y Stubb volvió al barco francés.
Entonces percibió que el de Guernsey, que acababa de bajar a los cadenotes, y manejaba una azada de descuartizamiento, se había envuelto la nariz en una especie de bolsa.
—¿Qué le pasa con su nariz, eh? —dijo Stubb—. ¿Se le ha roto?
—¡Ojalá me la hubiera roto, o no tuviera nariz en absoluto! —contestó el de Guernsey, que no parecía disfrutar mucho con su trabajo—. Pero usted ¿por qué se la tapa?
—¡Ah, por nada! Es una nariz postiza; me la tengo que sujetar. Estupendo día, ¿no es verdad? El aire, diría yo, está bastante perfumado; échenos acá un ramillete, ¿quiere, Bouton-de-Rose?
—¿Qué quiere aquí, en nombre del demonio? —rugió el de Guernsey, encolerizándose de repente.
—¡Vamos, no se acalore; eso es, no se acalore! ¿Por qué no envuelve en hielo esas ballenas mientras trabaja en ellas? Pero, bromas aparte; ¿sabe usted, Capullo de Rosa, que es tontería querer sacar ningún aceite de tales ballenas? Y en cuanto a la reseca, no tiene una onza en toda la carcasa.