Moby Dick (58 page)

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Authors: Herman Melville

La ocasional comparación, en este capítulo, entre la ballena y el elefante, en la medida en que se trata de la cola de la una y de la trompa del otro, no debería tender a poner esos dos órganos opuestos en plano de igualdad, y mucho menos a los animales a que respectivamente pertenecen. Pues así como el más poderoso elefante es sólo un perrillo terrier al lado del leviatán, igualmente comparada con la cola del leviatán, su trompa es sólo el tallo de un lirio. El más horrible golpe de la trompa del elefante sería como el golpecito juguetón de un abanico, comparado con el inconmensurable aplastamiento y la opresión de la pesada cola del cachalote, que en frecuentes casos ha lanzado al aire, una tras otra, enteras lanchas con todos sus remos y tripulaciones, igual que un prestidigitador indio lanza sus bolas.

Cuanto más considero esta poderosa cola, más deploro mi incapacidad para expresarla. A veces hay en ella gestos que, aunque agraciarían muy bien la mano del hombre, siguen siendo por completo inexplicables. A veces, en una manada entera, son tan notables esos gestos misteriosos que he oído que algunos cazadores los declaraban afines a los signos y símbolos de la francmasonería; incluso, que la ballena, por ese método, conversaba inteligentemente con el mundo. Y no faltan otros movimientos de la ballena en el conjunto de su cuerpo, llenos de extrañeza, e inexplicables para su más experto asaltante. Por mucho que la diseccione, pues, no paso de la profundidad de la piel; no la conozco, y jamás la conoceré. Pero si no conozco siquiera la cola de esta ballena, ¿cómo comprender su cabeza? Y mucho más: ¿cómo comprender su cara, si no tiene cara? Verás mis partes traseras, mi cola, parece decir, pero mi cara no se verá. Pero no puedo distinguir bien sus partes traseras, y por mucho que ella sugiera sobre su cara, vuelvo a decir que no tiene cara.

LXXXVII
 
La gran armada

La larga y estrecha península de Malaca, extendiéndose al sudeste de los territorios de Birmania, forma el extremo más meridional de toda Asia. En línea continua, desde esta península, se extienden las largas islas de Sumatra, Java, Bali y Timor, las cuales, con otras muchas, forman una vasta mole o bastión que conecta a lo largo de Asia con Australia, y separa el océano índico, ininterrumpido en tanta extensión, de los archipiélagos orientales, densamente tachonados. Ese bastión está traspasado por varias surtidas, para uso de barcos y ballenas, entre las cuales destacan los estrechos de la Sonda y de Malaca. Principalmente, el estrecho de la Sonda es por donde los barcos que se dirigen a China desde el oeste emergen hacia los mares de la China.

El angosto estrecho de la Sonda separa a Sumatra de Java, y, situado a medio camino en este vasto bastión de islas, con el contrafuerte del atrevido promontorio verde que los navegantes llaman cabo de Java, se parece no poco a la puerta central abierta a un imperio con grandes murallas. Y si se considera la inagotable riqueza de especias, de sedas, joyas, oro y marfil con que se enriquecen esas mil islas del mar oriental, parce una previsión significativa de la naturaleza que tales tesoros, por la misma disposición de la tierra, tengan al menos el aspecto, aunque sin eficacia, de estar guardados del rapaz mundo occidental. Las orillas del estrecho de la Sonda carecen de esas fortalezas dominadoras que guardan las entradas del Mediterráneo, del Báltico y de la Propóntide. A diferencia de los daneses, esos orientales no exigen el obsequioso homenaje de que arríen las gavias la interminable procesión de barcos que, viento en popa, a lo largo de siglos, de noche o de día, pasan entre las islas de Sumatra y Java, cargados con los más costosos cargamentos del oriente. Pero aunque renuncian libremente a semejante ceremonial, no renuncian en absoluto a su exigencia de un tributo más sólido.

Desde tiempos inmemorables, las proas piratescas de los malayos, acechando entre las bajas sombras de las calas e islotes de Sumatra, han zarpado contra las embarcaciones que navegaban por el estrecho, y han exigido tributo a punta de espada. Aunque los repetidos castigos sangrientos que han recibido de manos de navegantes europeos recientemente han reprimido algo la audacia de estos corsarios, sin embargo, aun en los días presentes, oímos hablar de vez en cuando de barcos ingleses y americanos que en esas aguas han sido abordados y saqueados sin remordimientos.

Con un buen viento fresco, el Pequod se acercaba ahora a ese estrecho: Ahab tenía el propósito de pasar por él al mar de Java, y desde allí, en travesía hacia el norte, por aguas que se sabe que de vez en cuando frecuentan los cachalotes, pasar a lo largo de las islas Filipinas y ganar la lejana costa del Japón, a tiempo de la gran temporada de ballenería que allí habría. Por esos medios, el Pequod, en su circunnavegación, recorrería casi todas las zonas de pesquería ballenera conocidas en el mundo, antes de acercarse al ecuador en el Pacífico, donde Ahab, aunque se le escapara a su persecución en todos los demás sitios, contaba firmemente con dar batalla a Moby Dick en el mar que se sabía que frecuentaba más, y en una época en que podía suponerse del modo más razonable que andaría por allí.

Pero ¿ahora qué? En esta búsqueda en círculo, ¿Ahab no toca tierra? ¿Su tripulación bebe aire? Seguramente se detendrá por agua. No. Hace mucho tiempo ya que el sol, corriendo en su circo, va en carrera por su feroz anillo, y no necesita más sustento sino lo que hay en sí mismo. Así hace Ahab. Observad esto, también, en el ballenero. Mientras otros cascos van sobrecargados de materia ajena, para ser trasladada a muelles extranjeros, el barco ballenero, errando por el mundo, no lleva más carga que él mismo y la tripulación, sus armas y sus cosas necesarias. Tiene todo el contenido de un lago embotellado en su amplia sentina. Va lastrado de cosas útiles, y no, en absoluto, de inutilizable plomo en lingotes y enjunque. Lleva en sí años de agua; vieja y clara agua selecta de Nantucket, que, al cabo de tres años a flote, el hombre de Nantucket, en el Pacífico, prefiere beber, mejor que el salobre fluido, sacado el día antes en barriles, de los ríos peruanos o chilenos. De aquí que, mientras otros barcos quizá hayan ido de China a Nueva York, y vuelta, tocando en una veintena de puertos, el barco ballenero, en ese intervalo, tal vez no ha avistado un solo grano de tierra, y su tripulación no ha visto más hombres que otros navegantes a flote como ellos mismos. Así que si les dierais la noticia de que había llegado otro diluvio, ellos sólo contestarían:

¡Bueno, muchachos, aquí está el arca!

Ahora, como se habían capturado muchos cachalotes a lo largo de la costa occidental de Java, en cercana vecindad al estrecho de la Sonda; y, más aún, como la mayor parte de la zona de alrededor estaba generalmente reconocida por los pescadores como excelente lugar para crucero, en consecuencia, al avanzar el Pequod cada vez más hacia el cabo de Java, se gritaba repetidamente a los vigías, amonestándoles a mantenerse bien alerta. Pero aunque pronto aparecieron a estribor de la proa las escolleras de la tierra, con verdes palmeras, y se olió, con complacida nariz, la fresca canela en el aire, no se señaló, sin embargo, ni un solo chorro. Renunciando casi a toda idea de encontrar caza por allí, el barco estaba a punto de meterse por el estrecho, cuando se oyó desde arriba el acostumbrado grito reconfortante, y no tardó en saludarnos un espectáculo de singular magnificencia.

Pero aquí hay que advertir antes que, debido a la infatigable actividad con que últimamente han sido perseguidos por los cuatro océanos, los cachalotes, en vez de navegar sin falta en pequeños grupos separados, como en tiempos anteriores, se encuentran ahora frecuentemente en manadas extensas, que a veces abarcan tan gran multitud, que casi parecería que una numerosa nación de ellos hubiera jurado solemne alianza y pacto de mutua asistencia y protección. A esa congregación del cachalote en tan inmensas caravanas podría imputarse la circunstancia de que, en las mejores zonas de crucero, se puede, a veces, navegar durante semanas y meses seguidos sin ser saludado por un solo chorro, y luego, de repente, ser saludado por lo que a veces parece millares y millares.

Desplegándose a ambos lados de la proa, a la distancia de unas dos o tres millas, y formando un gran semicírculo que abrazaba la mitad del liso horizonte, una cadena continua de chorros de cachalote se elevaba y centelleaba en el aire de mediodía. A diferencia de los chorros gemelos, derechos y verticales, de la ballena franca, que, separándose en lo alto, caen en dos ramas, como la abertura de las ramas caídas de un sauce, el chorro único del cachalote, lanzado hacia delante, presenta un denso matorral rizado de niebla blanca, que se eleva continuamente y cae a sotavento.

Vistos, pues, desde la cubierta del Pequod, al levantarse éste en una alta colina del mar, esa hueste de chorros vaporosos, elevándose y rizándose por separado en el aire, y observados a través de una atmósfera fundida de neblina azulada, parecían las mil alegres chimeneas de alguna densa metrópoli, observada en una aromada mañana otoñal por un jinete desde una altura.

Como unos ejércitos en marcha, al acercarse a un hostil desfiladero en la montaña, aceleran la marcha, ansiosos todos de dejar atrás ese peligroso paso, y después vuelven a extenderse por la llanura con relativa seguridad, así, igualmente, esa vasta flota de cetáceos parecía ahora apresurarse a pasar al estrecho, reduciendo poco a poco las alas de su semicírculo, y nadando en un bloque macizo, aunque aún en forma de media luna.

Desplegadas todas las velas, el Pequod se apresuró a perseguirles: los arponeros blandían sus armas, y daban alegres gritos desde las proas de las lanchas aún suspendidas. Sólo con que se mantuviera el viento, tenían escasas dudas de que la enorme hueste, perseguida a través de ese estrecho de la Sonda, no haría más que desplegarse en los mares orientales para presenciar la captura de no pocos de su número. Y ¿quién podría decir si, en esa caravana reunida, no estaría nadando temporalmente el propio Moby Dick, como el adorado elefante blanco en la procesión de coronación de los siameses? Así, desplegando ala sobre ala, seguimos navegando, con esos leviatanes empujados por delante de nosotros, cuando, de repente, se oyó la voz de Tashtego, que llamaba ruidosamente la atención a algo en nuestra estela.

En correspondencia a la media luna a proa, observamos otra a popa. Parecía formada de vapores blancos separados, elevándose y cayendo, algo así como los chorros de los cetáceos, pero no llegaban a subir y bajar por completo, pues se cernían constantemente sin desaparecer por fin. Apuntando su catalejo a ese espectáculo, Ahab giró rápidamente en su agujero de pivote, gritando:

—¡Eh, arriba, a guarnir amantes, y cubos para mojar las velas! ¡Son malayos, que nos persiguen!

Como si hubieran acechado mucho tiempo detrás de los promontorios, hasta que el Pequod hubiese entrado del todo por el estrecho, esos bribones de asiáticos ahora venían en ardiente persecución, para compensar su tardanza cautelosa. Pero cuando el rápido Pequod, con fresco viento en popa, estaba a su vez en plena persecución ¡qué amable por la parte de esos atezados filántropos ayudarle a tomar velocidad en su propia persecución elegida, como simples fustas y espuelas que eran para él! Una idea semejante a ésa parecía tener Ahab con el catalejo bajo el brazo, mientras recorría la cubierta; en la ida a proa, observando a los monstruos a los que pretendía dar caza, y en la vuelta a los piratas, ávidos de sangre, que le perseguían a él. Y al mirar las verdes paredes del desfiladero acuático en que navegaba entonces el barco, y al pensar que a través de esa puerta se abría la ruta hacia su venganza, y al ver cómo por esa misma puerta iba ahora persiguiendo y perseguido hacia su fin mortal, y no sólo eso, sino al ver cómo una manada de piratas salvajes y sin remordimientos y de diablos ateos e inhumanos le iban aclamando en su marcha con maldiciones; al pasar por su cerebro todas esas ideas, la frente de Ahab quedó mustia y arrugada, como la playa de arena negra después que una marea tempestuosa la ha roído sin poder arrancar lo sólido de su sitio.

Pero pensamientos como éstos turbaban a muy pocos de la temeraria tripulación, y cuando, tras dejar cada vez más atrás a los piratas, el Pequod pasó al fin junto a la Punta de la Cacatúa, de vívido verde, en el lado de Sumatra, y salió al fin a las anchas aguas de más allá, entonces, los arponeros parecieron más afligidos porque las rápidas ballenas hubieran aventajado tan victoriosamente a los malayos. Sin embargo, al continuar en la estela de los cetáceos, por éstos parecieron disminuir su velocidad: poco a poco el barco se les acercó, y, como el viento caía ahora, se dio orden de arriar las lanchas. Pero en cuanto la manada, por algún supuesto instinto admirable del cachalote, se dio cuenta de las tres quillas que les perseguían —aunque todavía a una milla por detrás—, todos volvieron a reunirse, y formaron en estrechas filas y batallones, de modo que sus chorros parecían completamente líneas centelleantes de bayonetas caladas, al avanzar con redoblada velocidad.

Quedándonos en camisa y calzoncillos, saltamos a tomar el fresno, y al cabo de varias horas de remo, casi estábamos dispuestos a renunciar a la persecución, cuando una general conmoción de parada entre los cetáceos dio señales estimulantes de que ahora estaban por fin bajo el influjo de esa extraña perplejidad de irresolución inerte, que, cuando los pescadores lo perciben en la ballena, dicen que está aterrada, gallied. Las compactas columnas marciales en que hasta entonces habían nadado los cachalotes con rapidez y firmeza, ahora se rompían en una desbandada sin medida, y, como los elefantes del rey Poro en la batalla con Alejandro en la India, parecían enloquecer de consternación. Extendiéndose por todas direcciones en vastos círculos irregulares, y nadando sin objetivo de acá para allá, mostraban claramente su agitación de pánico. Eso lo evidenciaban aún más extrañamente aquéllos, que como completamente paralizados, flotaban inermes como barcos desarbolados y anegados. Si esos leviatanes no hubieran sido más que un rebaño de sencillas ovejas, perseguidas en el prado por tres lobos feroces, no podrían haber mostrado posiblemente tan enorme consternación. Pero esta timidez ocasional es característica de casi todos los animales gregarios. Aunque reunidos en decenas de millares, los bisontes del oeste, con sus melenas de león, han huido ante un jinete solitario. Testigos, también, todos los seres humanos, cuando, reunidos en rebaño en el redil de la platea de un teatro, a la menor alarma de fuego se precipitan en tumulto a las salidas, agolpándose, pisoteándose, aplastándose y dándose golpes sin piedad uno a otro hasta la muerte. Mejor, pues, contener todo asombro ante los cetáceos extrañamente aterrados que tengamos delante, pues no hay locura de los animales de este mundo que no quede infinitamente superada por la locura de los hombres.

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