Moby Dick (60 page)

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Authors: Herman Melville

El resultado de esa arriada de las lanchas ilustró bastante el sagaz proverbio de la pesca: a más ballenas, menos pesca. De todos los cetáceos con druggs, sólo se capturó uno. Los demás se las arreglaron para escaparse por el momento, aunque sólo para ser capturados, como se verá después, por una nave diversa del Pequod.

LXXXVIII
 
Escuelas y maestros

El capítulo anterior dio cuenta de un inmenso grupo o manada de cachalotes, y también se indicó entonces la causa probable de esas vastas reuniones.

Ahora, aunque se encuentren a veces tan grandes agrupaciones, sin embargo, como hemos visto, aun en los días presentes, de vez en cuando se observan pequeñas bandas separadas que abarcan de veinte a cincuenta individuos cada una. Esas bandas se llaman escuelas. Suelen ser de dos especies: las compuestas casi enteramente de hembras, y las que no presentan sino vigorosos machos, o «toros», como se designan vulgarmente.

En caballeresco acompañamiento a la «escuela» de hembras, se ve sin falta un macho de adulta magnitud, pero no viejo, que, ante cualquier alarma, evidencia su valentía poniéndose a retaguardia para cubrir la retirada de sus damas. En verdad, ese caballero es un lujurioso otomano que nada por el mundo acuático rodeado de la compañía de todos los solaces y deleites del harén. Es llamativo el contraste entre este otomano y sus concubinas, porque, mientras él es siempre de las mayores proporciones leviatánicas, las damas, aun plenamente crecidas, no tienen más de un tercio de un macho de tamaño natural. En efecto, son relativamente delicadas: me atrevo a decir que no tienen más de media docena de yardas de cintura. Con todo, no se puede negar que en conjunto son propensas por herencia al en bon point.

Es muy curioso observar a este harén y a su señor en sus vagabundeos indolentes. Como gente elegante, siempre están en marcha en búsqueda ociosa de variedad. Se les encuentra en el ecuador a tiempo para la plena floración de la temporada de nutrición ecuatorial, quizá recién regresados de pasar el verano en los mares del Norte, donde han evitado toda la desagradable fatiga y calurosidad del estío. Una vez que han dado vueltas ociosamente por el paseo del ecuador, se ponen en marcha hacia las aguas orientales, en previsión de la época fresca de allí, para evitar otra temporada de temperatura excesiva en el año.

Cuando avanzan serenamente en uno de esos viajes, si se ve alguna visión extraña y sospechosa, mi señor cachalote no quita su atenta mirada de su interesante familia. Si algún joven leviatán, imprevisiblemente atrevido, al pasar por ese camino, pretende acercarse en proximidad confidencial a alguna de las damas, ¡con qué prodigiosa furia le asalta el Pachá y le hace alejarse! Estaría bueno, desde luego, que a jóvenes libertinos sin principios, como él, se les permitiera invadir el santuario de la felicidad doméstica, aunque, haga lo que quiera el Pachá, no puede evitar que el más conocido Lothario entre en su lecho, pues, ¡ay!, el lecho de todos los peces es común. Así como en tierra las damas causan a menudo los más terribles duelos entre sus admiradores rivales, igual ocurre con los cachalotes, que a veces entran en mortal batalla, y todo por amor. Esgrimen con sus largas mandíbulas inferiores, a veces prendiéndolas una en otra, y luchando así por la supremacía como alces que entretejen los cuernos en su lucha. Se capturan no pocos que llevan las profundas cicatrices de esos encuentros: cabezas surcadas, dientes rotos, aletas cortadas, y, en algunos casos, bocas retorcidas y dislocadas.

Pero suponiendo que el invasor de la felicidad doméstica se marche al primer ataque del señor del harén, es entonces muy divertido observar a dicho señor. Gentilmente vuelve a introducir entonces su vasta mole entre ellas y se complace allí, atormentando al modo de Tántalo al joven Lothario, como el piadoso Salomón adorado devotamente entre sus mil concubinas. Mientras haya otros cetáceos a la vista, los pescadores raramente darán caza a Uno de esos «grandes turcos», pues tales «grandes turcos» son muy pródigos de su energía, y por tanto, su grasa es muy escasa. En cuanto a los hijos e hijas que engendran, tales hijos e hijas deben ocuparse de ellos mismos; al menos, sólo con la ayuda maternal. Pues como ciertos otros amadores omnívoros y vagabundos que podrían nombrarse, mi Señor cachalote no tiene gran afición al cuarto de los niños, por más que la tenga a la alcoba; y así, siendo gran viajero, deja sus niños anónimos por todo el mundo, todos ellos exóticos. En su debido momento, sin embargo, al declinar el ardor de la juventud, al crecer los años y las melancolías, al imponer la reflexión sus solemnes pausas, en resumen, al invadir una laxitud general al saciado turco, entonces el amor a la comodidad y a la virtud sustituye al amor a las doncellas; nuestro otomano entra en la fase impotente, arrepentida y admonitoria de la vida, abjura y se desprende del harén, y convertido en una buena alma ejemplar y malhumorada, marcha en soledad por todos los océanos, rezando sus oraciones y amonestando a todo joven leviatán contra sus amorosos errores.

Ahora, dado que el harén de cetáceos es llamado «escuela» por los pescadores, el señor y amo de esa escuela ha de conocerse técnicamente por el «maestro». Por tanto, no es cosa de carácter estricto, por más que sea admirablemente satírico, que después de haber ido él mismo a la escuela, vaya luego por ahí inculcando, no lo que aprendió allí, sino la locura que es eso. Su título de maestro parecería muy naturalmente derivado del nombre concedido al propio harén, pero algunos han supuesto que el hombre que por primera vez tituló así a esa suerte de cetáceo turco debía haber leído las memorias de Vidocq, informándose de qué clase de maestro rural fue en su juventud ese famoso francés, y cuál fue la naturaleza de las ocultas lecciones que dio a algunos de sus alumnos.

La misma soledad y aislamiento en que se encierra el cachalote maestro en sus años avanzados, es propia de todos los cachalotes ancianos.. Casi universalmente, un cachalote solo —como se llama al leviatán solitario— resulta ser anciano. Como el venerable Daniel Boone de la barba musgosa, no tiene nadie a su lado sino la propia naturaleza, y a ésta toma por esposa en la soledad de las aguas; y ella es la mejor de las esposas, aunque guarde tantos secretos malhumorados.

Las «escuelas» compuestas sólo de machos jóvenes y vigorosos, antes mencionadas, ofrecen un fuerte contraste con las «escuelas» harenes.

Pues mientras los cachalotes hembras son característicamente tímidos, los jóvenes machos, o «toros de cuarenta barriles», como se les llama, son, con mucho, los más peleones de los leviatanes, y proverbialmente, los más peligrosos de afrontar, excepto esos sorprendentes cetáceos encanecidos y de mezclilla, que a veces se encuentran, y que luchan contra uno como feroces demonios exasperados por una gota dolorosa.

Las «escuelas» de toros de cuarenta barriles son mayores que las «escuelas» harenes. Como masas de jóvenes colegiales, están llenas de peleas, bromas y maldad, dando tumbos por el mundo a una velocidad tan desenfrenada y agitada, que ningún asegurador prudente les aseguraría más que a un travieso muchacho de Yale o Harvard. Pero pronto abandonan esa turbulencia, y cuando crecen hasta los tres cuartos, se dispersan y van cada cual por su lado en busca de acomodos, es decir, de harenes.

Otro punto de diferencia entre las «escuelas» de machos y hembras es aún más típica de los sexos. Digamos que herís a un toro de cuarenta barriles: ¡pobre diablo!, todos sus compañeros le abandonan. Pero herid a una de las que forman la «escuela» harén, y sus compañeras nadarán a su alrededor con todas las señales del interés, a veces deteniéndose tan cerca de ella y por tanto tiempo que acaban por ser víctimas ellas mismas.

LXXXIX
 
Pez sujeto y pez libre

La alusión a los marcados y palos de marca en el penúltimo capítulo obliga a alguna explicación sobre las leyes y reglas de la pesquería de ballenas, cuyo gran emblema y símbolo puede considerarse el arpón de marcado.

Ocurre con frecuencia que cuando varios barcos pescan a la vez, una ballena puede ser herida por un barco, escapar luego, y finalmente ser muerta y capturada por otro barco; en lo cual se implican indirectamente varias contingencias menores, todas ellas formando parte de ese gran caso general. Por ejemplo: después de la fatigosa y peligrosa persecución y captura de una ballena, el cuerpo puede soltarse del barco a causa de una violenta tempestad, y derivando mucho a sotavento, ser capturada de nuevo por un segundo barco ballenero, que, en la calma, la remolca tranquilamente a su costado, sin arriesgar vidas ni cables. Así, muchas veces surgirían entre los pescadores las más ofensivas y violentas disputas, si no hubiera alguna ley indiscutida y universal, escrita o no, para aplicar en todos los casos.

Quizás el único código formalizado de la ballenería que se ha puesto en vigor por un decreto legislativo fue el de Holanda. Lo promulgaron los Estados Generales del año 1695. Pero aunque ninguna otra nación ha tenido jamás ninguna ley ballenera por escrito, los pescadores americanos de ballenas han sido sus propios legisladores y abogados en este asunto. Han proporcionado un sistema que, en su sucinta comprensividad sobrepasa a Las Pandectas de Justiniano y a los Reglamentos de la Sociedad China para la Supresión del Entrometimiento en los Asuntos Ajenos. Sí: estas leyes podrían grabarse en un cuarto de penique de la reina Ana, o en el filo de un arpón, y colgárselas al cuello, de tan breves como son.

I. Un «pez sujeto» pertenece a la persona que lo sujeta.

II. Un «pez libre» es buena presa para quienquiera que lo atrape antes.

Pero lo que estropea este magistral código es su admirable breve dad, que requiere un vasto volumen de comentarios para explicarlo. Primero: ¿Qué es un «pez sujeto»? Vivo o muerto, un pez está técnicamente sujeto cuando se conecta con un barco o lancha ocupados por algún medio que pueda dominar de algún modo el ocupante u ocupantes: un mástil, un remo, un cable de nueve pulgadas de mena, un hilo de telégrafo, o una hebra de telaraña, es todo igual. Igualmente, un pez está técnicamente sujeto cuando lleva un arpón de marcado, o algún otro símbolo de posesión reconocido; en tanto que quien ha puesto la marca muestre claramente su capacidad, en algún momento, de llevarlo a su costado, así como su intención de hacerlo.

Estos son comentarios científicos, pero los comentarios propios balleneros a veces consisten en palabras duras y golpes aún más duros: el Coke-upon-Littleton del puño. Verdad es que entre los más rectos y honrados balleneros siempre se hacen concesiones para los casos peculiares, en que sería una ultrajante injusticia moral para una parte pretender la posesión de una ballena previamente perseguida o muerta por otra parte. Pero hay otros que no son en absoluto tan escrupulosos.

Hace unos cincuenta años se solventó en Inglaterra un curioso pleito sobre repetición de caza de ballena, en que los demandantes declararon que, tras de una dura persecución de una ballena en los mares del Norte, y cuando ya habían logrado en efecto (los demandantes) arponear al pez, se vieron obligados al fin, por el riesgo de sus vidas, a abandonar no sólo el arpón, sino la misma lancha. Más adelante los demandados (los tripulantes de otro barco) tropezaron con la ballena, y la hirieron, mataron, capturaron y finalmente se la apropiaron ante los mismos ojos de los demandantes. Y cuando se presentaron quejas a estos demandados, su capitán chascó los dedos en las narices de los demandantes, y les aseguró, por vía de doxología de la gesta realizada, que se quedaría ahora con su estacha, arpón y lancha, que habían quedado unidos a la ballena en el momento de la captura. Por lo cual los demandantes entablaron pleito entonces, para recobrar el valor de la ballena, estacha, arpones y lancha.

El señor Erskine era el abogado de los demandados; lord Ellenborough fue el juez. En el curso de su defensa, el ingenioso Erskine pasó a ilustrar su posición aludiendo a un reciente caso por adulterio en que un caballero, tras de intentar en vano refrenar las viciosas tendencias de su esposa, la había abandonado por fin en los mares de la vida, pero, con el transcurso de los años, arrepentido de ese paso, entabló una acción para recobrar su posesión.

Erskine estaba con la otra parte, y entonces se defendió diciendo que, aunque el caballero hubiera sido el primero en arponear a la señora, y la hubiera tenido sujeta antaño, y sólo la hubiera abandonado al fin a causa de la gran tirantez de su viciosidad sumergida, con todo, la había abandonado, de modo que ella se había convertido en un pez libre, y por consiguiente, cuando un posterior caballero la volvió a arponear, la señora se convirtió en propiedad de ese posterior caballero, junto con los arpones que se hubieran encontrado clavados en ella.

Ahora, en el caso presente, Erskine sostenía que los ejemplos de la ballena y la señora se ilustraban recíprocamente.

Una vez debidamente escuchados estos alegatos y los alegatos contrarios, el doctísimo juez sentenció en términos exactos lo siguiente: que, en cuanto a la lancha, se la concedía a los demandantes, porque la habían abandonado solamente para salvar sus vidas, pero que respecto a la ballena controvertida, los arpones y la estacha, pertenecían a los demandados; la ballena, porque era un «pez-libre» en el momento de su captura final; y los arpones y la estacha, porque cuando el pez se escapó con ellos, adquirió (el pez) un derecho de propiedad sobre esos objetos, y por tanto, quienquiera que luego capturara al pez tenía derecho a ellos. Ahora bien, los demandados habían capturado luego al pez; ergo, los susodichos objetos eran suyos.

Un hombre corriente que observa estas decisiones del doctísimo juez quizá les pondrá objeciones. Pero excavando hasta la roca original del asunto, los dos grandes principios establecidos en las mellizas leyes balleneras previamente citadas, y aplicadas y elucidadas por lord Ellenborough en el caso precitado; esas dos leyes, digo, concernientes al «pez sujeto» y «pez libre», se encontrará que son los fundamentos de toda la jurisprudencia humana, pues, a pesar de su complicada tracería de escultura, el templo de la Ley, como el templo de los Filisteos, no tiene más que dos puntales en que apoyarse.

¿No es un proverbio en boca de todos que la posesión es la mitad del derecho: esto es, sin tener en cuenta cómo se ha llegado a la posesión de la cosa? ¿Qué son los músculos y las almas de los siervos rusos y de los esclavos republicanos sino peces libres, cuya posesión es la totalidad del derecho? ¿Qué es para el rapaz propietario el último céntimo de la viuda sino un pez sujeto? ¿Qué es la mansión marmórea de aquel granuja no descubierto, con placa en la puerta a modo de contraseña; qué es sino un pez sujeto? ¿Qué es el ruinoso interés que Mordecai, el agente, obtiene del pobre malaventurado en quiebra, en un préstamo para evitar que se muera de hambre la familia del malaventurado; qué es ese ruinoso interés sino un pez sujeto? ¿Qué es la renta de cien mil libras del arzobispo de Salvaelalma, sacada del escaso pan con queso de cientos de millares de trabajadores de espaldas rotas (todos ellos seguros de ir al cielo sin ninguna ayuda de Salvaelalma), qué son esas redondas cien mil, sino un pez sujeto? ¿Qué son las ciudades y aldeas hereditarias del duque de Dunder, sino un pez sujeto? Para el temido arponero John Bull, ¿qué es la pobre Irlanda, sino un pez sujeto? Para ese alanceador apostólico, el hermano Jonathan, ¿qué es Tejas sino un pez sujeto? Y en referencia a todos éstos, ¿no es la posesión la integridad del derecho?

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