Moby Dick (36 page)

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Authors: Herman Melville

«Ahora, pues —pensaba yo, remangándome distraídamente el blusón—, vamos allá en frío y atentamente, a una zambullida en la muerte y la destrucción, y al último que se lo lleve el diablo.»

L
 
La lancha y la tripulación de Ahab. Fedallah

—¡Quién lo habría pensado, Flask! —gritó Stubb—: si yo no tuviera más que una pierna, no me sorprenderían en una lancha, a no ser, quizá, para tapar el agujero del tapón con mi dedo gordo de palo. ¡Ah, es un viejo admirable!

—Yo no lo creo tan extraño, después de todo, en ese aspecto —dijo Flask—. Si la pierna estuviera montada hasta la cadera, entonces sería cosa diferente. Eso le incapacitaría; pero le queda una rodilla, y buena parte de la otra, ya sabe.

—No lo sé, amiguito; nunca le he visto arrodillarse.

Entre los que entienden de ballenas, se ha discutido a menudo si, considerando la suprema importancia de su vida para el éxito del viaje, el capitán de un barco ballenero hace bien en poner en riesgo esa vida en los peligros activos de la persecución. Así, los soldados de Tamerlán muchas veces discutían, con lágrimas en los ojos, si esa inapreciable vida suya debía ser llevada a lo más espeso de la pelea.

Pero con Ahab la cuestión tomaba un aspecto modificado. Considerando que, aun con dos piernas, el hombre no es más que un ser renqueante en todos los tiempos de peligro; considerando que la persecución de las ballenas siempre tiene grandes y extraordinarias dificultades, y que cada momento concreto, en efecto, comprende un peligro, en tales circunstancias, ¿es sensato que un hombre mutilado entre en una lancha ballenera para la persecución? En general, los copropietarios del Pequod debían haber pensado francamente que no.

Ahab sabía muy bien que, aunque a sus amigos de la patria no les importaría mucho que entrase en una lancha en ciertas vicisitudes relativamente inocuas de la persecución, con el fin de estar cerca de la escena y dar en persona las órdenes, sin embargo, en cuanto a que el capitán Ahab tuviera una lancha efectivamente reservada para él, como uno de los jefes normales en la persecución —y sobre todo, en cuanto a que el capitán Ahab estuviera provisto de cinco hombres extra, como tripulación de dicha lancha—, él sabía muy bien que tan generosos conceptos jamás habían entrado en las cabezas de los propietarios del Pequod. Por consiguiente, no les había pedido una tripulación de lancha, ni había sugerido de ningún modo sus deseos en ese aspecto. No obstante, había tomado sus propias medidas particulares respecto a todo ese asunto. Hasta que se divulgó el descubrimiento de Cabaco, los marineros lo habían previsto muy poco, aunque, desde luego, al estar un tanto fuera del puerto, y al concluir todos los hombres la acostumbrada ocupación de preparar las lanchas balleneras para el servicio, cuando algún tiempo después se encontró de vez en cuando a Ahab afanándose en la cuestión de hacer toletes con sus propias manos para lo que se creía que era una de las lanchas de repuesto, e incluso cortando solícitamente las pequeñas puntas de madera que, cuando corre la estacha, se clavan en la ranura de proa; cuando se observó todo eso en él, y especialmente su solicitud por que se pusiera una capa más de revestimiento en el fondo de la lancha, como para hacer que resistiera mejor la presión puntiaguda de su pierna de marfil, y asimismo la ansiedad que evidenciaba al dar forma exacta a la tabla para el muslo, o castañuela, o galápago, como se llama a veces a esa pieza horizontal en la proa de la lancha para apoyar la rodilla al disparar el arpón o dar tajos a la ballena; cuando se observó que a menudo estaba en ese bote con su rodilla única fija en la depresión semicircular de la castañuela, o arrancando, con el formón del carpintero, un poco de allí y alisando un poco de aquí; todas esas cosas, digo, habían despertado entonces mucho interés y curiosidad. Pero casi todo el mundo supuso que esa particular atención de Ahab en los preparativos debía ser sólo con vistas a la persecución definitiva de Moby Dick, pues ya había revelado su intención de dar caza en persona a ese monstruo mortal. Pero tal suposición no implicaba en absoluto la más remota sospecha de que hubiera ninguna tripulación asignada a aquella lancha.

Ahora, con sus fantasmas subordinados, lo que quedaba de asombro se disipó pronto, pues en un barco ballenero los asombros se desvanecen pronto. Además, de vez en cuando se presentan tan inexplicables restos y sobras de naciones raras, saliendo de desconocidos rincones y agujeros de ceniza de la tierra, para tripular a esos proscritos flotantes que son los barcos balleneros; y los barcos mismos a menudo recogen tan extrañas criaturas de desecho, que se encuentran flotando en alta mar sobre tablas, restos de remos rotos, lanchas balleneras, canoas, juncos japoneses asolados por el huracán, y cualquier otra cosa, que el propio Belcebú podría trepar por el costado y bajar a la cabina a charlar con el capitán sin crear en el castillo de proa ninguna excitación irreprimible.

Pero, sea como sea todo esto, lo cierto es que mientras los fantasmas subordinados pronto encontraron su lugar entre la tripulación, por más que como si fueran algo, no se sabe cómo, distinto de ellos, sin embargo, aquel Fedallah del pelo en turbante siguió siendo hasta el fin un misterio. Nadie sabía de dónde venía a un mundo bien educado como el nuestro, ni por qué clase de vínculo inexplicable pronto evidenció estar unido a la suerte personal de Ahab; más aún, hasta el punto de tener una suerte de influencia medio sugerida, o, el cielo lo sabe, quizá hasta con autoridad sobre él; pero nadie podía asumir aire de indiferencia respecto a Fedallah. Era una criatura tal como la gente civilizada y doméstica de la zona templada sólo ve en sus sueños, y aun eso vagamente; pero cuyos semejantes se deslizan de vez en cuando entre las inmutables comunidades asiáticas, especialmente en las islas orientales, al este del continente esos países aislados, inmemoriales, inalterables, que, aun en los días actuales, conservan mucho de la espectral condición aborigen de las generaciones prístinas de la tierra, cuando la memoria del primer hombre era un recuerdo claro, y todos los hombres, descendientes suyos, no sabiendo de dónde había venido él, se miraban unos a otros como auténticos fantasmas, y preguntaban al sol y a la luna por qué habían sido creados y para qué fin: cuando, además de que, según el Génesis, los ángeles mismos se casaron con las hijas de los hombres, también los demonios, según añaden los rabinos no canónicos, se permitieron amoríos mundanales.

LI
 
El chorro fantasma

Pasaron días y semanas, y marchando a poca vela, el ebúrneo Pequod había cruzado lentamente a través de cuatro diversos parajes de pesquería: el situado a lo largo de las Azores; el de a lo largo de Cabo Verde; el de la Plata, así llamado por estar a la altura de la desembocadura del río de la Plata; y el Carrol Ground, un abierto coto marino al sur de Santa Elena.

Al deslizarse por estas últimas aguas, una noche serena y con mucha luna, en que todas las olas pasaban como rodillos de plata, y con sus suaves hervores difundidos formaban algo que parecía un silencio plateado, y no una soledad; en tal noche callada, se vio un chorro plateado muy por delante de las burbujas blancas de la proa. Iluminado por la luna, parecía celestial; parecía un dios emplumado y centelleante que se alzara del mar. Fedallah fue el primero en señalar ese chorro. Pues, en esas noches de luna, tenía costumbre de subir a la cofa del palo mayor y hacer allí de vigía, con la misma precisión que si hubiera sido de día. Y sin embargo, aunque se habían visto de noche manadas de ballenas, ni un cazador de cada cien se habría arriesgado a arriar a los botes por ellas. Podéis imaginar, entonces, con qué emociones observaban los marineros a ese viejo oriental encaramado en lo alto a tan insólitas horas, con su turbante y la luna hechos compañeros en un mismo cielo. Pero cuando, tras de pasar allí su período uniforme durante varias noches sucesivas sin lanzar un solo sonido; cuando, después de todo ese silencio, se oyó su voz de otro mundo anunciando aquel chorro plateado, alumbrado por la luna, todos los marineros acostados se pusieron de pie de un salto, como si algún espíritu alado se hubiera posado en las jarcias y saludara a la tripulación mortal.

—¡Allí sopla!

Si hubiera soplado la trompeta del Juicio, no se habrían estremecido más, y sin embargo no sentían terror, sino más bien placer. Pues aunque era una hora muy insólita, fue tan impresionante el grito y tan delirantemente excitante, que casi todas las almas de a bordo desearon instintivamente que se bajaran los botes.

Recorriendo la cubierta con rápidas zancadas que acometían de medio lado, Ahab mandó que se largaran las velas de juanete y sobrejuanete, y todas las alas. El mejor marinero del barco debía tomar el timón. Entonces, con hombres en todas las cofas, la recargada nave empezó a avanzar meciéndose ante el viento. La extraña tendencia a levantar y alzar que tenía la brisa llegada del coronamiento de popa, al llenar los vacíos de tantas velas, hacía que la suspensa y ondeante cubierta pareciese aire bajo los pies, mientras echaba a correr como si lucharan en el barco dos tendencias antagónicas; una, para subir directamente al cielo; la otra, para avanzar dando guiñadas hacia algún objetivo horizontal. Y si hubierais observado aquella noche la cara de Ahab, habríais pensado que también en él guerreaban dos cosas diferentes. Mientras su única pierna viva despertaba vivaces ecos por la cubierta, cada golpe de su miembro muerto sonaba como un golpe en un ataúd. Ese hombre andaba sobre la vida y la muerte. Pero aunque el barco avanzaba con tanta rapidez, y aunque todos los ojos disparaban miradas ansiosas como flechas, sin embargo, el chorro plateado no volvió a verse esa noche. Todos los marineros juraron haberlo visto una vez, pero no por segunda vez.

Ese chorro de medianoche casi se había convertido en cosa olvidada cuando, varios días después, he aquí que, a la misma hora silenciosa, volvió a ser anunciado: otra vez fue gritado por todos; pero al extender velas para alcanzarlo, desapareció una vez más como si jamás hubiera existido. Y así se nos presentó noche tras noche hasta que nadie le prestó atención sino para sorprenderse él. Disparándose misteriosamente a la clara luz de la luna, o de las estrellas, según fuera el caso; desapareciendo otra vez por un día entero, o dos, o tres; y, no se sabe cómo, a cada repetición clara, pareciendo avanzar más y más en nuestra delantera, ese solitario chorro parecía hechizarnos siempre para seguir avanzando.

Con la inmemorial superstición de su especie, y de acuerdo con el carácter preternatural que parecía revestir en muchas cosas al Pequod no faltaron algunos de los marineros que juraban que siempre y dondequiera que se señalaba, por remotos que fueran los momentos, o por separadas que estuvieran las latitudes y longitudes, aquel insoportable chorro era lanzado por una mismísima ballena, y esa ballena era Moby Dick. Durante algún tiempo también reinó una sensación de terror peculiar ante esa fugitiva aparición, como si nos hiciera traidoramente señal de avanzar más y más, para que el monstruo pudiera volverse contra nosotros, y despedazarnos por fin en los mares más remotos y salvajes.

Esos temores temporales, tan vagos, pero tan espantosos, cobraban prodigiosa potencia con el contraste de la serenidad del tiempo, en que, por debajo de su azul suavidad, algunos pensaban que se escondía un hechizo diabólico, mientras seguíamos viajando días y días a través de mares tan fatigosa y solitariamente benignos, que todo el espacio, por repugnancia a nuestra expedición vengativa, parecía vaciarse de vida ante nuestra proa de urna funeraria. ;

Pero al fin, al volvernos al este, los vientos del Cabo empezaron a aullar alrededor de nosotros, y subimos y bajamos por las largas y agitadas olas que hay allí; entonces el Pequod de colmillos de marfil se inclinó fuertemente ante las ráfagas, y acorneó las sombrías ondas en su locura, hasta que, como chaparrones de astillas de plata, los copos de espuma volaron sobre sus amuras; desde ahí desapareció toda esa desolada vaciedad de vida, pero para dejar lugar a espectáculos más lúgubres que nunca.

Cerca de nuestra proa, extrañas formas se disparaban por el agua, acá y allá, por delante de nosotros, mientras que, pegados a nuestra retaguardia, volaban los inescrutables cuervos del mar. Y todas las mañanas se veían filas de esos pájaros posados en nuestros estais; y a pesar de nuestros aullidos, se aferraban obstinadamente durante largo tiempo al cáñamo, como si consideraran nuestro barco una nave deshabitada y a la deriva; una cosa destinada a la desolación, y por tanto, apropiado criadero para esas criaturas sin hogar. Y se hinchaba, se hinchaba, seguía hinchándose inexorablemente el negro mar, como si sus vastas mareas fueran una conciencia, y la gran alma del mundo tuviera angustia y remordimiento por el largo pecado y el sufrimiento que había engendrado.

¿Y te llaman cabo de Buena Esperanza? Más bien cabo de las Tormentas, como te llamaban antaño; pues, largamente incitados por los pérfidos silencios que antes nos habían acompañado, nos hallamos lanzados a ese mar atormentado, donde seres culpables, transformados en esos pájaros y esos peces, parecían condenados a seguir nadando eternamente sin puerto en perspectiva, o a seguir agitando el negro aire sin horizonte alguno. Pero de vez en cuando, tranquilo, níveo e invariable, dirigiendo siempre su fuente de plumas hacia el cielo, siempre incitándonos desde delante, se avistaba el chorro solitario.

Durante toda esta negrura de los elementos, Ahab, aunque asumiendo entonces casi sin interrupción el mando de la cubierta, empapada y peligrosa, manifestaba la reserva más sombría, y se dirigía a sus oficiales más raramente que nunca. En períodos tempestuosos como ésos, después que se ha amarrado todo, en cubierta y en la arboladura, no se puede hacer más que esperar pasivamente la conclusión de la galerna. Entonces el capitán y la tripulación se vuelven fatalistas prácticos. Así, con su pierna de marfil inserta en su acostumbrado agujero, y agarrando firmemente un obenque con una mano, Ahab se quedaba durante horas y horas mirando fijo a barlovento; mientras que alguna descarga ocasional de nieve o aguanieve casi le pegaba los párpados congelándoselos. Mientras tanto, la tripulación, arrojada de la parte de proa del barco por los mares peligrosos que irrumpían explosivamente, por delante, se alineaba en el combés a lo largo de las amuradas; y para defenderse mejor contra las olas que saltaban, cada hombre se había metido en una especie de bolina atada a la borda, en que se movía como en un cinturón aflojado. Pocas palabras, o ninguna, se decían; y el silencioso barco, como tripulado por marineros de cera pintada, seguía avanzando día tras día a través de la rápida locura alegre de las olas demoníacas. De noche continuaba la misma mudez humana ante los gritos del océano; los hombres seguían en silencio moviéndose en sus bolinas; Ahab, siempre sin palabras, hacía frente al huracán. Aun cuando la fatigada naturaleza parecía pedir reposo, él no buscaba ese reposo en su hamaca. Nunca pudo olvidar Starbuck el aspecto del viejo, cuando una noche, al bajar a la cabina para observar cómo estaba el barómetro, le vio sentado y con los ojos cerrados, muy derecho en su sillón atornillado al suelo, mientras todavía goteaban del sombrero y chaquetón, sin quitárselos, la lluvia y la nevisca medio fundidas de la tempestad de que había salido algún tiempo antes. En la mesa, a su lado, estaba desenrollado uno de esos mapas de mareas y corrientes de que se ha hablado antes. La linterna se balanceaba en su mano, apretada firmemente. Aunque el cuerpo estaba erguido, la cabeza estaba echada atrás, de modo que los ojos cerrados quedaban dirigidos hacia la aguja del «soplón», que colgaba de una viga del techo.'

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