Authors: Herman Melville
Para lo que pueda tener de novela este libro, y, desde luego, en cuanto se refiere indirectamente a una o dos curiosas e interesantes particularidades de las costumbres de los cachalotes, el capítulo precedente, en su parte inicial, es tan importante como cualquier otro que se encuentre en este volumen, pero su materia básica requiere todavía que nos extendamos y nos familiaricemos más con ella, para que se entienda adecuadamente, y además para eliminar cualquier incredulidad que la profunda ignorancia de todo el asunto pueda producir en algunas mentes, en cuanto a la verdad natural de los principales puntos de esta cuestión.
No me importa ser meticuloso en la realización de esta parte de mi tarea, pero me contentaré con producir la impresión deseada mediante citas separadas de partidas que, como balleneros, sé que son reales y fidedignas; y de esas citas, entiendo que se seguirá naturalmente y por sí misma la conclusión a que apunto con mi intención.
Primero: he conocido personalmente tres casos en que una ballena, después de recibir un arpón, ha realizado un escape completo; y, tras un intervalo (en un caso, de tres años), ha vuelto a ser herida por la misma mano, y muerta, y entonces se sacaron del cuerpo los dos hierros, ambos marcados con la misma marca personal. En el caso en que transcurrieron tres años entre el lanzamiento de los dos arpones —y creo que quizá fuera algo más que eso—, el hombre que los disparó en ese intervalo tuvo ocasión de ir a África en un barco mercante, bajando allí a tierra, uniéndose a una expedición de descubrimiento y penetrando mucho por el interior, donde viajó durante casi dos años, a menudo puesto en peligro por serpientes, salvajes, tigres, miasmas venenosos, y todos los demás peligros corrientes que acompañan a un recorrido por el corazón de regiones desconocidas. Mientras tanto, la ballena que él había herido debía haber estado también viajando; sin duda, habría dado tres vueltas al globo, rozando con sus flancos todas las costas de África, pero sin consecuencias. Ese hombre y esa ballena volvieron a reunirse, y el uno venció a la otra. Digo que yo mismo he conocido tres casos semejantes a éste: esto es, en dos de ellos he visto herir a la ballena, y en el segundo ataque, vi los dos hierros, con las respectivas señales grabadas en ellos, que se sacaron del pez muerto. En el caso de los tres años, ocurrió que yo estaba en la lancha ambas veces, la primera y la última, y la última vez reconocí claramente una peculiar especie de enorme lunar bajo el ojo de la ballena, que había observado tres años antes. Digo tres años, pero estoy casi seguro de que fue más que eso. Aquí hay tres casos, pues, cuya verdad conozco personalmente, pero he oído otros muchos casos de personas cuya veracidad en el asunto no hay buenas razones para poner en tela de juicio.
En segundo lugar: es bien sabido en la pesca de cachalotes, por muy ignorante de ello que pueda estar el mundo de tierra firme, que ha habido varios memorables casos históricos en que una determinada ballena del océano se ha hecho popularmente reconocible en lugares y momentos distantes. La razón de que una ballena fuese así señalada no era debido de modo total y absoluto a sus peculiaridades corporales, en cuanto diferentes de otras ballenas; pues por muy peculiar que pueda ser en ese aspecto una ballena cualquiera, pronto se pone fin a esas peculiaridades matándola, y concretándola en un aceite peculiarmente valioso. No; la razón era ésta: que, por las experiencias mortales de la pesca, pendía tan terrible prestigio de peligrosidad sobre esa ballena como sobre Rinaldo Rinaldini, hasta el punto de que la mayor parte de los pescadores se contentaban con reconocerla sólo llevándose la mano al sombrero cuando la descubrían vagando por el mar junto a ellos, sin tratar de cultivar una amistad más íntima; como algunos pobres diablos de tierra firme que conocen por casualidad a un gran hombre irascible, y le hacen lejanos saludos en la calle sin estorbarle, no sea que, si llevan más allá su conocimiento, reciban un golpe sumario por su presunción.
Pero no sólo gozaba cada una de esas famosas ballenas de gran celebridad individual, que, mejor dicho, se podría llamar renombre oceánico; no sólo era cada una de ellas famosa en vida, y ahora es inmortal tras de su muerte, en los relatos del castillo de proa, sino que se la admitía a todos los derechos, privilegios y distinciones de un nombre, y tenía en efecto tanto nombre como Cambises o César. ¿No fue así, oh, Tom de Timor, tú, el famoso leviatán, mellado como un iceberg, que durante tanto tiempo acechaste en los estrechos orientales de ese nombre, y cuyo chorro se vio a menudo desde la playa de palmeras de Ombay? ¿No fue así, Jack de Nueva Zelanda, tú, el terror de todos los navíos que trazaban sus estelas en la vecindad de la Tierra Tatuada? ¿No fue así, oh, Morquan, rey del Japón, cuyo poderoso chorro dicen que a veces tomaba semejanza de una cruz nívea contra el cielo? ¿No fue así, oh, Don Miguel, el cetáceo chileno, marcado como una tortuga vieja con jeroglíficos místicos en el lomo? En sencilla prosa, aquí hay cuatro ballenas conocidas para los estudiosos de la Historia de los Cetáceos como Mario o Sila para el erudito clásico.
Pero eso no es todo. Tom de Nueva Zelanda y don Miguel, después de producir en diversas ocasiones gran agitación entre las lanchas de diversos barcos, fueron al fin buscados, perseguidos sistemáticamente, cazados y muertos por valientes capitanes balleneros, que levaron anclas con ese objeto determinado tan a la vista como, al ponerse en marcha a través de los bosques de Narragansett, el antiguo capitán Butler llevaba la intención de capturar al famoso asesino salvaje Annawon, el principal guerrero del rey indio Felipe.
No sé dónde encontrar un sitio mejor que aquí mismo para hacer mención de una o dos cosas que me parecen importantes, en cuanto que establecen en forma impresa, en todos los aspectos, lo razonable de' toda la historia de la ballena blanca, y más especialmente su catástrofe. Pues éste es uno de esos descorazonadores ejemplos en que la verdad requiere tanto apoyo como el error. Tan ignorantes están la mayor parte de los terrícolas sobre algunas de las más claras y palpables maravillas del mundo, que, sin algunas sugerencias en cuanto a los puros hechos, históricos o de otra especie, sobre la pesca, podrían desdeñar a Moby Dick como una fábula monstruosa, o aún algo peor y más detestable, como una alegoría horrible e intolerable.
Primero: aunque muchos hombres tienen algunas vagas ideas vacilantes sobre los peligros generales de esa grandiosa pesca, no tienen, sin embargo, nada como un concepto fijo y vívido de esos peligros y la frecuencia con que se repiten. Una razón, quizá, es que ni uno de cada cincuenta de los desastres efectivos y las muertes por accidente en la pesca encuentra jamás noticia pública en la patria, ni aun de modo transitorio e inmediatamente olvidado. Este pobre muchacho que aquí, tal vez arrastrado en este momento por la estacha del arpón, a lo largo de la costa de Nueva Guinea, es arrastrado al fondo del mar por el leviatán zambullido, ¿suponéis que su nombre aparecerá en los fallecimientos del periódico que leeréis mañana en el desayuno? No, porque los correos son muy irregulares, entre aquí y Nueva Guinea. En realidad, ¿habéis oído jamás algo que pudiera llamarse noticias regulares, directas o indirectas, de Nueva Guinea? Sin embargo, os diré que en un determinado viaje que hice al Pacífico, hablamos, entre otros muchos, con treinta barcos, cada uno de los cuales había sufrido una muerte por una ballena, algunos más de una, y tres habían perdido la tripulación de una lancha. ¡Por Dios, sed ahorrativos con las lámparas y candelas! No queméis un galón sin que al menos se haya vertido por él una gota de sangre humana.
En segundo lugar: la gente en tierra firme tiene, en efecto, alguna idea indefinida de que una ballena es una enorme criatura de enorme fuerza, pero he encontrado siempre que cuando les contaba algún ejemplo concreto de esa doble enormidad, me felicitaban significativamente por mi buen humor, siendo así que, lo declaro por mi alma, no tenía más intención de gastar bromas que Moisés cuando escribió la historia de las plagas de Egipto.
Pero, afortunadamente, el punto determinado que busco aquí puede apoyarse en un testimonio completamente independiente del mío. Ese punto es el siguiente: el cachalote, en algunos casos, es lo bastante poderoso, experto y juiciosamente maligno, como para desfondar un gran barco con directa premeditación, destruyéndolo totalmente y hundiéndolo; y lo que es más, el cachalote lo ha hecho así.
Primero: el año 1820, el barco Essex, al mando del capitán Pollard, de Nantucket, atravesaba el océano Pacífico. Un día vio chorros, arrió las lanchas y persiguió una manada de cachalotes. Antes de mucho, varios de los cetáceos quedaron heridos, cuando, de repente, un cachalote enorme que huía de las lanchas, se apartó de la manada y se lanzó directamente contra el barco. Disparando la frente contra el casco, lo desfondó de tal modo, que en menos de «diez minutos» se inclinó y desapareció. No se ha vuelto a ver desde entonces ni una tabla superviviente. Después de las mayores penalidades, parte de la tripulación llegó a tierra en las lanchas. Después de regresar otra vez a la patria, el capitán Pollard volvió a zarpar hacia el Pacífico al mando de otro barco, pero los dioses le hicieron naufragar otra vez contra rocas y rompientes desconocidas; por segunda vez se perdió totalmente su barco, y abjurando con ello del mar, no ha vuelto a intentarlo más. Actualmente, el capitán Pollard reside en Nantucket. He visto a Owen Chace, que era primer oficial del Essex en el momento de la tragedia: he leído su clara y fidedigna narración; he conversado con su hijo, y todo ello a pocas millas de la escena de la catástrofe.
Segundo: el barco Unión, también de Nantucket, se perdió totalmente en 1807, a lo largo de las Azores, en un episodio semejante, pero nunca he tenido ocasión de encontrar los detalles auténticos de esta catástrofe, aunque he oído a los cazadores de ballenas aludir de vez en cuando casualmente a ella.
Tercero: hace unos dieciocho o veinte años, el comodoro J..., que entonces mandaba una corbeta americana de guerra, de primera clase, comía por casualidad con un grupo de capitanes balleneros a bordo de un buque de Nantucket, en el puerto de Oahu, islas Sandwich. Al recaer la conversación en las ballenas, al comodoro se le antojó mostrarse escéptico en cuanto a la sorprendente fuerza que les atribuían los profesionales allí presentes. Por ejemplo, negó perentoriamente que ninguna ballena pudiera dañar su robusta corbeta de guerra como para hacerla embarcar un dedal de agua. Muy bien, pero aún viene más. Unas semanas después, el comodoro se hizo a la vela en su inexpugnable embarcación hacia Valparaíso. Pero le detuvo por el camino un obeso cachalote que le rogó unos pocos momentos para un asunto confidencial. Este asunto consistió en dar al barco del comodoro tal golpe que, con todas las bombas en acción, se dirigió en seguida al puerto más cercano para dar la quilla y repararse. No soy supersticioso, pero considero la entrevista del comodoro con esa ballena como providencial. ¿No se convirtió Saulo de Tarso de su incredulidad por un espanto semejante? Os digo que el cachalote no aguanta tonterías.
Ahora os remitiré a los Viajes de Langsdorff para una pequeña circunstancia a propósito, de interés peculiar para el que esto escribe. Langsdorff, por cierto, debéis saber que estaba agregado a la famosa expedición exploratoria del almirante ruso Krusenstern, a comienzos de este siglo. El capitán Langsdorff empieza así su capítulo decimoséptimo:
«Para el 13 de mayo nuestro barco estaba dispuesto, y al día siguiente salíamos a alta mar, en ruta hacia Ojotsk. El tiempo era bueno y claro, paro tan intolerablemente frío que estábamos obligados a conservar nuestra vestimenta de piel. Durante unos días tuvimos muy poco viento; sólo el día diecinueve empezó a soplar un viento vivo del noroeste. Una ballena extraordinariamente grande, cuyo cuerpo era mayor que el propio barco, estaba casi en la superficie del agua, pero no la percibió nadie a bordo hasta el momento en que el barco, que iba a toda vela, estuvo casi encima, así que fue imposible evitar chocar contra ella. Nos encontrábamos así en el peligro más inminente, cuando esta gigantesca criatura, levantando el lomo, elevó el barco por lo menos tres pies fuera del agua. Los palos oscilaron, las velas se sacudieron, mientras que los que estábamos abajo saltamos al instante a cubierta, suponiendo que habíamos chocado con alguna roca, pero, en vez de eso, vinos al monstruo que se alejaba navegando con la mayor gravedad y solemnidad. El capitán D'Wolf se aplicó inmediatamente a las bombas para examinar si el barco había recibido o no algún daño en el choque, pero encontramos que, por gran suerte, había escapado sin ningún daño en absoluto.»
Ahora, el capitán D'Wolf aquí aludido como al mando del buque en cuestión, es uno de New England que, tras una larga vida de insólitas aventuras como capitán de marina, hoy día reside en la aldea de Dorchester, junto a Boston. Tengo el honor de ser sobrino suyo. Le he preguntado detalladamente en cuanto a este pasaje de Langsdorff. Él confirma todas las palabras. El barco, sin embargo, no era en absoluto grande: una embarcación rusa construida en la costa siberiana, y adquirida por mi tío después de quitarse de encima la embarcación en que llegó de su patria.
En ese libro, tan viril de arriba abajo, de aventuras a la antigua, y tan lleno, también, de honradas maravillas, que es el viaje de Lionel Wafer, uno de los viejos compadres del antiguo Dampier, he encontrado una pequeña cuestión anotada de modo tan semejante a la recién citada de Langsdorff, que no puedo menos de insertarla aquí como ejemplo corroborativo, si es que se necesita.
Lionel, según parece, iba rumbo a «John Ferdinando», como llama a la isla hoy llamada Juan Fernández. «En nuestra travesía allá —dice—, hacia las cuatro de la mañana, cuando estábamos a unas cientos cincuenta leguas del continente americano, nuestro barco sintió un terrible choque, que puso a nuestros hombres en tal agitación que apenas podían decir dónde estaban o qué pensar; pero todos empezaron a prepararse para morir. Y, desde luego, el choque fue tan súbito y violento, que dimos por seguro que el barco había chocado contra una roca; pero cuando pasó un poco la sorpresa, echamos la sonda y no encontramos fondo... Lo repentino del choque hizo que los cañones saltasen de sus cureñas, algunos de los hombres salieron lanzados de sus hamacas. El capitán Davis, que estaba tendido con la cabeza en un cañón, fue lanzado fuera de su cabina.» Luego Lionel pasa a atribuir el choque a un terremoto, y parece enfriar la atribución afirmando que hacia ese momento un gran terremoto hizo, efectivamente, mucho daño por la tierra española. Pero no me extrañaría mucho que, en la oscuridad de aquella temprana hora de la madrugada, el choque hubiera sido causado, pese a todo, por una ballena que no vieron y que hizo saltar verticalmente el casco desde abajo.