Moby Dick (35 page)

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Authors: Herman Melville

Las cuatro lanchas estaban ya en afanosa persecución de aquel único punto de agua y aire turbios. Pero éste se empeñaba en dejarlas atrás; volaba y volaba, como una masa de burbujas entremezclada al ser arrastrada por un rápido torrente de los montes.

—Remad, remad, mis buenos chicos —decía Starbuck a sus hombres, en el susurro más bajo posible, pero más intensamente concentrado, mientras la mirada, aguda y fija, de sus ojos se disparaba derecha por delante de la proa, casi semejante a un par de agujas visibles en dos infalibles brújulas de bitácora. No dijo mucho a su tripulación, sin embargo, ni tampoco su tripulación le decía nada. Sólo el silencio de la lancha era roto, a intervalos, de modo sobresaltador, por uno de sus peculiares susurros, unas veces ásperos, al dar órdenes, otras veces suaves, al rogar.

¡Qué diferente el ruidoso y pequeño «Puntal»!

—¡Gritad y decid algo, queridos míos! ¡Rugid y remad, relámpagos míos! Encalladme, encalladme en sus lomos negros, muchachos; hacedlo por mí, y yo os dejaré en testamento la plantación en Marth's Vineyard, chicos; incluyendo mujer e hijos. ¡Atracadme allí, atracadme! ¡Oh, Señor, Señor, pero me voy a poner loco de remate, de atar! ¡Mirad, mirad esta agua blanca!

Y gritando así, se quitó el sombrero de la cabeza, y lo pisoteó; luego, recogiéndolo, lo tiró al mar, bien lejos; y finalmente, se puso a dar saltos y corvetas en la popa de la lancha como un potro enloquecido en la pradera.

—Mirad ahora a ese muchacho —gruñó filosóficamente Stubb, que, con su corta pipa sin encender sujeta maquinalmente entre los dientes, le seguía a poca distancia—: Le entran ataques a ese Flask. ¿Ataques? Sí, dadle ataques, ésa es la palabra: echadle ataques encima. Alegres, alegres, con ánimo. Hay pastel de cena, ya sabéis; alegres, eso es. Remad, muchachos; remad, cachorritos; remad todos. Pero ¿para qué demonios os dais tanta prisa? Suavecito, suavecito y firme, hombre. Sólo remad y seguid remando; nada más. Partíos todos los espinazos, y romped en dos los cuchillos de un mordisco, eso es todo. Tomadlo con calma: ¡por qué no lo tomáis con calma, digo, y echáis fuera todos los hígados y los pulmones!

Pero en cuanto a lo que decía el inescrutable Ahab a su tripulación de amarillo de tigre... esas palabras es mejor que se omitan aquí, pues vivís bajo la luz bendita de la tierra evangélica. Sólo los tiburones infieles de los mares audaces pueden prestar oído a palabras como aquellas con que, con frente de ciclón y ojos de crimen rojo, y labios pegados por la espuma, Ahab saltaba tras su presa.

Mientras tanto, todas las lanchas se abrían paso. Las repetidas alusiones específicas de Flask a «esa ballena», como llamaba el ficticio monstruo que declaraba que le atraía la proa del barco con la cola; esas alusiones suyas, a veces, eran tan vívidas y semejantes a la realidad, que hacían que uno o dos de sus hombres lanzaran una mirada temerosa por encima del hombro. Pero eso iba contra todas las reglas; pues los remeros deben sacarse los ojos y meterse un asador por el cuello, por decretar la costumbre que, en esos momentos cruciales, no deben tener más órganos que los oídos, ni más miembros que los brazos.

¡Era un espectáculo lleno de prodigio vivo y de temor! Las vastas hinchazones del mar omnipotente; el rugido hueco y explosivo que hacían, al pasar a lo largo de las ocho bordas, como gigantescas bolas en una ilimitada bolera de césped; la breve angustia suspensa de la lancha, como si por un momento se fuera a volcar en el filo de cuchillo de las olas más agudas, que casi parecían amenazar cortarla en dos; la súbita zambullida repentina en los valles y oquedades del agua; las apremiantes incitaciones y estímulos a ganar la cima de la colina de enfrente; el deslizarse boca abajo, como en trineo, por el otro lado; todas estas cosas, con los gritos de los jefes y los arponeros, y los estremecidos jadeos de los remeros, y la prodigiosa visión del marfileño Pequod siguiendo a sus lanchas con las velas tendidas, como una gallina sobresaltada tras la pollada gritadora; todo eso era emocionante. Ni el recluta bisoño, saliendo del abrazo de su mujer hacia el calor febril de su primera batalla; ni el espíritu de un muerto al encontrar al primer fantasma desconocido en el otro mundo, ninguno de éstos puede sentir más fuertes y más extrañas emociones que el hombre que por primera vez se encuentra remando en el hirviente círculo mágico del cachalote perseguido.

El agua blanca en danza que se formaba en la persecución, ahora se iba haciendo más visible, debido a la creciente tenebrosidad de las negruzcas sombras que las nubes proyectaban sobre el mar. Los chorros de vapor ya no se mezclaban, sino que doblaban por todas partes a derecha e izquierda; las ballenas parecían separar sus estelas. Los botes se separaron remando, y Starbuck persiguió a tres ballenas que corrían derechas a sotavento. Izamos ahora la vela, y, con viento siempre en aumento nos precipitamos adelante; la lancha avanzaba tan locamente por el agua, que casi no se podían manejar los remos de sotavento tan deprisa como para evitar que fueran arrancados de las chumaceras.

Pronto corrimos por un difuso y ancho velo de niebla; no se veían ni lancha ni barco.

—Adelante, muchachos —susurró Starbuck, echando más a popa la escota de su vela—: todavía hay tiempo de cazar un pez antes que llegue el chubasco. ¡Allí hay otra vez agua blanca!, ¡acercaos! ¡Saltad!

Poco después, dos gritos en rápida sucesión, a cada lado de nosotros, denotaron que las otras lanchas habían hecho presa, pero apenas las habíamos oído, cuando con un susurro disparado como un relámpago, Starbuck dijo: «¡De pie!», y Queequeg, arpón en mano, se puso en pie de un salto.

Aunque ninguno de los remeros entonces daba la cara al peligro de vida o muerte que tenían tan cerca, sin embargo, con los ojos en la tensa expresión del oficial en la popa de la lancha, supieron que había llegado el momento decisivo, y oyeron también un enorme ruido de revolverse, como si cincuenta elefantes se removiesen en la paja de dormir. Mientras tanto, la lancha seguía disparada a través de la neblina, con las olas rizándose y siseando a nuestro alrededor como crestas erguidas de serpientes coléricas.

—Ésa es la joroba. ¡Ahí, ahí, dale! —susurró Starbuck.

Un breve ruido zumbante salió disparado de la lancha: era el hierro lanzado de Queequeg. Entonces, en una sola conmoción mezclada, vino por la popa un empujón invisible, mientras la lancha, a proa, parecía chocar con un arrecife: la vela se hundió y estalló; un borbotón de vapor abrasador brotó muy cerca disparado; algo rodó y se agitó como un terremoto debajo de nosotros. La tripulación entera quedó medio sofocada al ser lanzada en confusión entre la blanca espuma cuajada de aquel huracán. El chubasco, la ballena y el arpón se habían fundido, y la ballena meramente arañada por el hierro, se había escapado.

Aunque completamente inundada, la lancha estaba casi intacta. Nadando alrededor de ella recogimos los remos que flotaban, y, echándolos adentro por la borda, volvimos a desplomarnos en nuestros puestos. Teníamos mar hasta las rodillas, con el agua cubriendo toda tabla y toda cuaderna, de modo que, para nuestros ojos, mirando hacia abajo, la embarcación en suspenso parecía una lancha de coral que creciera hasta nosotros desde el fondo del océano.

El viento aumentó hasta ser un aullido; las olas entrechocaron sus escudos: el chubasco entero rugió, se dividió y crepitó en torno a nosotros como un fuego blanco por la pradera, en que ardíamos sin consumirnos; ¡inmortales en esas mandíbulas de muerte! En vano gritamos a las otras lanchas; gritar a esos botes en la tormenta era igual que rugir a los carbones encendidos desde lo alto de la chimenea de una fundición llameante. Mientras tanto, los crecientes celajes, nubes y neblinas, se oscurecían cada vez más con las sombras de la noche: no se podía ver señal del barco. El mar, cada vez más fuerte, impedía todos los intentos de achicar la lancha. Los remos eran inútiles para impulsar, realizando ahora funciones de salvavidas. Así, cortando las ataduras del barrilillo impermeable de fósforos, después de varios fracasos, Starbuck se las arregló para encender la lámpara de la linterna, y luego, elevándola en un palo desprendido, se la entregó a Queequeg como abanderado de esta esperanza desesperada. Allí, pues, se sentó éste, elevando aquella imbécil candela en el corazón de aquella todopoderosa desolación. Allí, pues, se sentó, signo y símbolo de un hombre sin fe, elevando desesperadamente la esperanza en medio de la desesperación.

Mojados, calados y tiritando de frío, desesperando de barco o de lancha, elevamos nuestras miradas cuando llegó el alba. Con la niebla todavía extendida por el mar, la linterna vacía quedaba aplastada en el fondo de la lancha. De repente, Queequeg se puso en pie de un salto, ahuecando la mano junto al oído. Todos oímos un leve crujido, como de jarcias y vergas, hasta entonces sofocado por la tormenta. El sonido se acercó cada vez más: las densas nieblas quedaron vagamente divididas por una enorme forma imprecisa. Asustados, nos echamos todos al agua, mientras por fin el barco aparecía, dirigiéndose derecho hacia nosotros a una distancia no mucho mayor que su longitud.

Flotando en las olas, vimos la lancha abandonada que por un momento era zarandeada y abierta bajo la proa del barco como una astilla al pie de una catarata; y luego el enorme casco pasó sobre ella, y no se la vio hasta que subió revolcada a popa. Otra vez nadamos a ella, y fuimos lanzados contra ella por las olas, y por fin fuimos recogidos y llevados a bordo sanos y salvos. Antes que llegase el chubasco, las otras lanchas se habían separado de sus ballenas, volviendo a tiempo al barco. El barco nos había dado por perdidos, pero seguía todavía navegando por allí a ver si por casualidad tropezaba con algún rastro de nuestra perdición, un remo o un palo de lanza.

XLIX
 
La hiena

Hay ciertas extrañas ocasiones y coyunturas en este raro asunto entremezclado que llamamos vida, en que uno toma el entero universo por una enorme broma pesada, aunque no llega a discernirle su gracia sino vagamente, y tiene algo más que sospechas de que la broma no es a expensas sino de él mismo. Con todo, no hay nada que desanime, y nada parece valer la pena de discutirse. Uno se traga todos los acontecimientos, todos los credos y convicciones, todos los objetos duros, visibles e invisibles, por nudosos que sean, igual que un avestruz de potente digestión engulle las balas y los pedernales de escopeta. En cuanto a las pequeñas dificultades y preocupaciones, perspectivas de desastre súbito, pérdida de vida o de algún miembro, todas estas cosas, y la muerte misma, sólo le parecen a uno golpes bromistas y de buen carácter, y joviales puñetazos en el costado propinados por el viejo bromista invisible e inexplicable. Esta extraña especie de humor caprichoso de que hablo, le sobreviene a uno solamente en algún momento de tribulación extrema; le llega en el mismísimo centro de su seriedad, de modo que lo que un poco antes podía haber parecido una cosa de más peso, ahora no parece más que parte de una broma general. No hay cosa como los peligros de la pesca de la ballena para engendrar esta especie, libre y tranquila, de filosofía genial del desesperado; y con ella yo consideraba ahora todo este viaje del Pequod y la gran ballena blanca que era su objetivo.

—Queequeg —dije, después que me arrastraron a mí, en último lugar, a la, cubierta, y cuando todavía me sacudía con el chaquetón para quitarme el agua—: Queequeg, mi buen amigo, ¿ocurren muy a menudo este tipo de cosas?

Sin mucha emoción, aunque calado igual que yo, me dio a entender que tales cosas ocurrían muy a menudo.

—Señor Stubb —dije, volviéndome a ese ilustre personaje, que, abotonado hasta el cuello en su capote aceitado fumaba tranquilamente su pipa bajo la lluvia—, señor Stubb, creo haberle oído decir que, de todos los cazadores de ballenas que ha conocido usted, nuestro primer oficial, el señor Starbuck, es con mucho el más cuidadoso y prudente. ¿He de suponer, entonces, que echarse de golpe contra una ballena que huye, con la vela desplegada, entre un chubasco con niebla, es la cima de la discreción de un cazador de ballenas?

—Por supuesto. Yo he arriado la lancha para perseguir ballenas en un buque que hacía agua, en medio de una galerna a lo largo del cabo de Hornos.

—Señor Flask —dije, volviéndome al pequeño «Puntal», que estaba allí cerca—, usted es experto en estas cosas, y yo no. ¿Me quiere decir si es ley inalterable en estas pesquerías, señor Flask, que un remero se parta el espinazo remando de espaldas para meterse en la boca de la muerte?

—¿No lo puede decir más sencillo? —dijo Flask—. Sí, ésta es la ley. Me gustaría ver a la tripulación de un bote dando marcha atrás por el agua hacia una ballena, con la cara para delante. Ja, ja!, la ballena les devolvería el bizqueo, ¡fíjese bien!

Allí entonces, de tres testigos imparciales, tenía una circunstanciada declaración sobre todo el asunto. Considerando, pues, que los huracanes y vuelcos en el agua y consiguientes vivaqueos en las profundidades eran asuntos que ocurrían comúnmente en esta clase de vida; considerando que el instante superlativamente crítico de lanzarnos del que gobernaba la lancha —a menudo un tipo que, en ese mismo momento, está a punto, a fuerza de ímpetu, de hacer un escotillón en la lancha con sus frenéticos pataleos—; considerando que el desastre ocurrido precisamente a nuestra precisa lancha se había de atribuir principalmente a que Starbuck se lanzó contra su ballena casi en las fauces de un chubasco, y considerando que, a pesar de eso, Starbuck era famoso por su gran cuidado en la pesca; considerando que yo pertenecía a la lancha de ese Starbuck tan insólitamente prudente; y, por último, considerando en qué persecución diabólica me había metido, respecto a la ballena blanca; tomando todas estas cosas juntas, digo, pensé que bien podría bajar a hacer un borrador de mi testamento.

—Queequeg —dije—, ven conmigo y serás mi notario, albacea y heredero.

Puede parecer extraño que los marineros, más que nadie, anden enredando con sus últimas voluntades y testamentos, pero no hay en el mundo gente más aficionada a esta diversión. Era la cuarta vez en mi vida náutica que había hecho esto mismo. En la actual ocasión, una vez que estuvo concluida la ceremonia, me sentí mucho mejor; se me había quitado una piedra de encima del pecho. Además, todos los días que ahora viviera serían tan buenos como los días que vivió Lázaro después de su resurrección; una ganancia en limpio suplementaria de tantos meses o semanas como hubiera de ser. Me sobrevivía a mí mismo; mi muerte y mi entierro estaban encerrados en mi pecho. Miré a mi alrededor con tranquilidad y satisfacción, como un espíritu tranquilo, con la conciencia limpia, sentado entre las rejas de un confortable panteón de familia.

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