Moby Dick (77 page)

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Authors: Herman Melville

Y de modo lento y furtivo, y mirando de medio lado, apoyó contra la puerta el mosquete cargado.

—A esta altura pende ahí dentro la hamaca de Ahab; su cabeza está en esta dirección. Un toque, y Starbuck sobrevivirá para abrazar otra vez a su mujer y su hijo. ¡Ah, Mary, Mary; niño, niño, niño! Pero si no te despierto a la muerte, viejo, ¿quién puede decir a qué insondadas profundidades se hundirá el cuerpo de Starbuck en la próxima semana, con toda la tripulación? Gran Dios ¿dónde estás? ¿Lo haré, lo haré...? el viento ha caído y ha saltado, capitán; se han erizado y cazado la vela de trinquete y las gavias; el barco sigue el rumbo.

—¡Cía! ¡Ah, Moby Dick, por fin estrecho tu corazón!

Tales fueron los sonidos que ahora salieron violentamente del atormentado sueño del viejo, como si la voz de Starbuck hubiera hecho hablar al sueño largamente mudo.

El mosquete, todavía apuntado, se agitó contra el mamparo como el brazo de un borracho; Starbuck pareció luchar con un ángel; pero, separándose de la puerta, puso en el armero el tubo mortal y abandonó el sitio.

—Señor Stubb, está demasiado dormido; baje a decírselo usted. Yo debo ocuparme aquí de la cubierta. Usted sabe qué decir.

CXXIV
 
La aguja

A la mañana siguiente, el mar, aún no sosegado, se agitaba en largas y lentas olas de poderosa mole, y, agolpándose en el gorgoteante rastro de Pequod, lo empujaba como las manos extendidas de un gigante. La fuerte brisa sin vacilación era tan abundante que el cielo y el aire parecían vastas velas panzudas: el mundo entero corría viento en popa. Velado en la plena luz matinal, el invisible sol se daba a conocer sólo por la difusa intensidad de su sitio, de donde las bayonetas de sus rayos salían en haces. Por encima de todo reinaban blasones como de coronados reyes y reinas babilónicos. El mar era un crisol de oro fundido, que saltaba en burbujas con luz y calor.

Observando largamente un silencio encantado, Ahab se mantenía aparte, y cada vez que el barco balanceante hacía bajar el bauprés, volvía a mirar los claros rayos del sol lanzados por delante; y cuando se agachaba profundamente por la popa, se volvía atrás, y veía el lugar del sol a retaguardia, y cómo los mismos rayos amarillos se fundían con su estela sin desvío.

—¡Ah, ah, barco mío! Se te podría tomar muy bien por el carro marino del sol. ¡Oh, oh, vosotras, todas las naciones ante mi proa, os llevo el sol! Enyugad aquellas olas: ¡hola! Conduzco el mar como un tiro de caballos.

Pero de repente se refrenó por algún pensamiento contrario, se apresuró al timón, preguntando roncamente qué rumbo llevaba el barco.

—Este-Sud-Este, capitán —dijo el asustado timonel.

¡Mientes! —golpeándole con el puño cerrado—. ¿Rumbo al este a estas horas de la mañana y con el sol a popa?

Ante esto, todo el mundo quedó confundido, pues el fenómeno recién observado de Ahab se les había escapado inexplicablemente a todos los demás, aunque la causa debía ser la misma palpabilidad cegadora.

Metiendo la mitad de la cabeza en la bitácora, Ahab lanzó una ojeada a las brújulas; su brazo levantado cayó lentamente, y por un momento pareció casi tambalearse. Detrás de él, Starbuck miró y ¡ved! las dos brújulas señalaban este, mientras que el Pequod, sin duda, iba al oeste.

Pero antes que se pudiera extender entre la tripulación la primera alarma loca, el viejo exclamó, con rígida risa:

—¡Ya lo tengo! Ha ocurrido otras veces. Starbuck, los rayos de anoche, han invertido nuestras brújulas... eso es todo. Creo que otras veces habrás oído hablar de tal cosa.

—Sí, capitán, pero no me había ocurrido nunca —dijo sombríamente el pálido oficial.

Aquí es preciso decir que accidentes como éste, en más de un caso, han ocurrido a barcos en violentas tempestades. La energía magnética que se despliega en la aguja de navegar es, como todos saben, esencialmente la misma que la electricidad observada en el cielo, por lo que no hay que asombrarse mucho de que pasen tales cosas. En casos en que el rayo ha caído efectivamente sobre el barco, destruyendo algunas de las vergas y jarcias, el efecto en la aguja ha sido a veces aún más pernicioso: toda su virtud magnética ha quedado aniquilada, de modo que el acero, antes magnetizado, ya no servía más que la aguja de zurcir de una vieja comadre. Pero en un caso y en otro, la aguja nunca vuelve, por sí misma, a recobrar la virtud original así estropeada o perdida; y si son afectadas las brújulas de la bitácora, la misma suerte alcanza a todas las demás que pueda haber en el barco, aun la más profunda, inserta en la sobrequilla.

Plantado deliberadamente ante la bitácora, y observando las agujas invertidas, el viejo, con la punta de la mano extendida, tomó entonces la posición exacta del sol, y se cercioró de que las agujas estaban exactamente invertidas, gritando sus órdenes para que se cambiara en consecuencia el rumbo del barco. Las vergas se pusieron a barlovento, y una vez más, el Pequod lanzó su impertérrita proa al viento opuesto, pues el que se supuso propicio no había hecho más que burlarse de él.

Mientras tanto, cualesquiera que fueran sus secretos pensamientos, Starbuck no decía nada, sino que daba tranquilamente las órdenes necesarias, mientras Stubb y Flask —que en pequeña medida parecían compartir sus sentimientos— asentían igualmente sin murmurar. En cuanto a los marineros, aunque algunos de ellos gruñían sordamente, su miedo a Ahab era mayor que su miedo al destino. Pero, como siempre, los arponeros paganos permanecieron casi totalmente sin impresionar, o si se impresionaron, fue sólo con un cierto magnetismo metido en sus corazones afines por el inflexible Ahab.

Durante algún tiempo, el viejo recorrió la cubierta en ensueños vacilantes. Pero al resbalar por casualidad con su talón de marfil, vio los aplastados tubos de cobre del cuadrante que el día antes había aplastado contra la cubierta.

—¡Tú, pobre y soberbio observador del cielo y piloto del sol! Ayer te destrocé, y hoy las brújulas querían haberme destrozado a mí. Eso, eso. Pero Ahab todavía es señor del plano imán. Starbuck, una lanza sin palo, una mandarria y la más pequeña de las agujas del velero. ¡Pronto!

Añadiéndose, quizá, al impulso que dictaba lo que iba a hacer, había ciertos motivos de prudencia cuyo objeto podría haber sido reanimar los ánimos de los tripulantes con un golpe de su sutil habilidad, en un asunto tan prodigioso como el de las brújulas invertidas. Además, el viejo sabía muy bien que seguir el rumbo con agujas invertidas, no era cosa, aunque toscamente practicable, que hubiera de ser admitida por marineros supersticiosos sin algunos estremecimientos y malos presagios.

—Muchachos —dijo, volviéndose firmemente hacia la tripulación, cuando el oficial le entregó las cosas que había perdido—: muchachos, el rayo ha cambiado las agujas del viejo Ahab; pero, con este trozo de acero, Ahab puede hacerse una que señalará tan segura como cualquiera.

Al decir esto, entre los marineros se cambiaron miradas avergonzadas de asombro servil, y con ojos fascinados aguardaron la magia que viniera a continuación. Pero Starbuck apartó la mirada.

Con un golpe de martillo, Ahab sacó de la lanza la punta de acero y luego, dándole al oficial la larga vara de hierro que quedaba, le mandó que la sostuviera derecha sin que tocara la cubierta. Entonces, con el martillo, tras de golpear repetidamente la parte superior de esa vara de hierro, colocó la aguja despuntada en su extremo, y la martilló varias veces, con menos fuerza, mientras el oficial seguía sosteniendo la vara como antes. Luego, realizando varios extraños movimientos con ello —no es seguro si eran indispensables a la magnetización de la aguja, o si estaban simplemente destinados a aumentar la reverencia de los tripulantes— pidió hilo de lino, y, acercándose a la bitácora, sacó las dos agujas invertidas y suspendió horizontalmente la aguja de vela por la mitad sobre una de las rosas de los vientos. Al principio, el acero dio vueltas y vueltas, temblando y vibrando por los dos extremos, pero al fin se fijó en su sitio; entonces Ahab, que había observado atentamente el resultado, se echó atrás decididamente de la bitácora, y señalando a ella con su brazo extendido, exclamó:

—¡Mirad vosotros mismos si Ahab no es señor de la piedra imán! El sol está al este, y esta brújula lo jura.

Uno tras otro se asomaron, pues sólo sus propios ojos podían convencer a una ignorancia como la suya, y uno tras otro se marcharon.

Entonces se vio a Ahab en todo su fatal orgullo, con sus fieros ojos de desprecio y triunfo.

CXXV
 
La corredera y el cordel

En tanto tiempo como el predestinado Pequod llevaba navegando en este viaje, la corredera y el cordel se habían usado muy rara vez. Debido a una confianza tranquila en otros medios de determinar la situación de la nave, algunos barcos mercantes y muchos balleneros, especialmente en crucero, desdeñan por completo echar la corredera, aunque al mismo tiempo, y a menudo más por cubrir las formas que por otra cosa, anotan regularmente en la habitual pizarra el rumbo mantenido por el barco, así como la presunta media de avance en cada hora. Así había pasado con el Pequod. El carretel de madera, con la angular corredera, pendían, sin tocar desde hace mucho, debajo mismo del pasamanos de las batayolas de popa. Lluvias y salpicaduras los habían humedecido; el sol y el viento los habían torcido: todos los elementos se habían conjurado para pudrir una cosa que colgaba tan ociosa. Pero sin prestar atención a nada de esto, Ahab fue invadido por su humor, al mirar por casualidad el carretel, pocas horas después de la escena de la brújula, y recordó que ya no había cuadrante, y rememoró su frenético juramento sobre la corredera y el cordel. El barco navegaba a zambullidas; a popa, las olas se mecían amotinadas.

—¡Eh, a proa! ¡Echad la corredera!

Vinieron dos marineros: el tahitiano de tez dorada y el de la isla de Man, con su pelo gris.

—Tomad el carretel, uno de vosotros; yo la echo.

Fueron al extremo de la popa, en el lado de sotavento, donde la cubierta, con la energía oblicua del viento, ahora casi se metía en el cremoso mar que huía de lado.

El de Man tomó el carretel, y sosteniéndolo en alto por los extremos salientes del mango del huso, en torno al cual se enrollaba el ovillo de cordel, se quedó así, con la corredera angular colgando, hasta que Ahab se adelantó hacia él.

Ahab se le puso delante, y ya desenrollaba ligeramente treinta o cuarenta vueltas para hacer un rollo preliminar en la mano y tirarlo por la borda, cuando el viejo de Man, que le observaba atentamente a él y al cordel, se atrevió a hablar.

—Capitán, no me fío de ello; este cordel parece muy pasado; el largo calor y la humedad lo han estropeado.

—Aguantará, señor mío. El largo calor y la humedad ¿acaso te han estropeado a ti? Pareces aguantar. O quizás es más verdad que la vida te aguanta a ti; no tú a ella.

—Yo aguanto el ovillo. Pero como quiera mi capitán. Con este pelo gris que tengo, no vale la pena discutir, sobre todo con un superior, que nunca se dará por vencido.

—¿Qué es eso? Aquí tenemos un catedrático remendado del Colegio de la Reina Naturaleza, de cimientos de granito; pero me parece que es demasiado sumiso. ¿Dónde has nacido?

—En la pequeña y rocosa isla de Man.

—¡Estupendo! Con eso has acertado en el blanco del mundo.

—Yo sólo sé, capitán, que he nacido allí.

—En la isla de Man, ¿eh? Bueno, de la otra manera, está bien. Aquí hay un hombre de Man; un hombre nacido en la antaño independiente Man, y ahora sin nada de Man; que es absorbido por... ¿por qué? ¡Arriba con el carrete! La pared cerrada y ciega, al fin choca con todas las cabezas que preguntan. ¡Arriba con él! Así.

Se echó la corredera. Los rollos sueltos se extendieron deprisa en un cordel arrastrado largamente a popa, y luego, al momento, el carretel empezó a girar. A su vez, levantada y bajada en sacudidas por las olas mecidas, la resistencia de la corredera a remolque hacía vacilar extrañamente al viejo del carretel.

—¡Sujeta fuerte!

¡Chac! El cordel, con el exceso de tensión, se extendió en largo festón: la corredera a remolque desapareció.

—Aplasto el cuadrante, el rayo invierte las agujas, y ahora el loco mar se lleva la corredera. Pero Ahab lo puede arreglar todo. Iza acá, tahitiano; tú, el de Man, enrolla. Y mirad que el carpintero haga otra corredera, y arregla tú el cordel. Ocúpate de eso.

—Ahí va ya; para él no ha pasado nada, pero para mí parece que se está saliendo el asador del eje del mundo. ¡Iza, iza, tahitiano! Esos cordeles corren enteros y en un momento: vuelven rotos y arrastrándose despacio. ¿Eh, Pip? Vienes a ayudar, ¿eh, Pip?

—¿Pip? ¿A quién llama usted Pip? Pip saltó de la lancha, Pip ha desaparecido. Vamos a ver ahora si todavía no le habéis pescado, pescador. Es duro de arrastrar; me parece que se ha agarrado. ¡Sacúdele, tahitiano! Aquí no izamos cobardes a bordo. ¡Oh! Ahí está el brazo, saliendo a flor de agua. ¡Un hacha, un hacha! ¡Córtaselo...! Aquí no izamos cobardes a bordo. ¡Capitán Ahab, capitán!, ahí está Pip, tratando de subir otra vez a bordo.

¡Silencio, loco lunático! —gritó el de Man, agarrándole por el brazo—: ¡Fuera del alcázar!

—El mayor idiota siempre riñe al menor —murmuró Ahab, avanzando—: ¡Quita las manos de esa santidad! ¿Dónde decías que estaba Pip, muchacho?

—¡A popa, ahí, a popa, capitán! ¡Vea, vea!

—¿Y quién eres tú, muchacho? ¡No veo mi reflejo en las pupilas vacías de tus ojos! ¡Oh, Dios!, ¡que el hombre sea una cosa para que le pasen a través de las almas inmortales como por un cedazo! ¿Quién eres, muchacho?

—El campanero, capitán, el pregonero del barco: ¡tin, tan, tin! ¡Pip, Pip, Pip! Cien libras de tierra de recompensa por Pip: cinco pies de altura, aspecto cobarde: ¡se le conoce en seguida por eso! ¡Tin, tan, tin! ¿Quién ha visto a Pip el cobarde?

—No puede haber corazones por encima de la línea de las nieves. ¡Ah, helados cielos, inclinad aquí vuestra mirada! Vosotros engendrasteis a este desventurado niño, y le habéis abandonado, oh creativos libertinos. Aquí, muchacho; la cabina de Ahab será el hogar de Pip en lo sucesivo, mientras viva Ahab. Tú me tocas lo más hondo de las entrañas, muchacho; estás atado a mí por cuerdas tejidas con las fibras de mi corazón. Ven, vamos abajo.

—¿Qué es eso? Aquí hay piel de tiburón aterciopelada —observando atentamente la mano de Ahab, y tocándola—. ¡Ah, ya, si el pobre Pip hubiera tocado sólo una cosa tan cariñosa como ésta, quizá no se habría perdido nunca! Esto me parece, capitán, un guardamancebo: algo a que se pueden agarrar las almas débiles. Ah capitán, haga venir al viejo Perth y que remache juntas estas dos manos, la blanca y la negra, porque no la voy a soltar.

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