Moby Dick (79 page)

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Authors: Herman Melville

¿Dónde estaba? ¡No la han matado, no la han matado! —gritó Ahab, avanzando de cerca—. ¿Cómo fue?

Pareció ser que hacia media tarde del día anterior, mientras tres de las lanchas del recién llegado estaban ocupadas con una manada de ballenas, que les habían llevado a unas cuatro o cinco millas del barco, y cuando estaban en rápida persecución a barlovento, de repente emergieron del agua, a sotavento, la joroba y la cabeza blanca de Moby Dick, no muy lejos; con lo cual la cuarta lancha preparada —de reserva— se había arriado al momento en persecución. Tras navegar rápidamente a vela viento en popa, esa cuarta lancha —la más rápida de todas— parecía haber logrado hacer presa: al menos, por lo que podía decir de ello el marinero de la cofa. En lontananza vio a la lancha como un punto en disminución, y luego un vivo fulgor de agua blanca y con burbujas; y después de eso, nada más; por lo que se decidió que la ballena herida debía haberse escapado sin fin con sus perseguidores, como ocurre a menudo. Había algún temor, pero no alarma decidida, por entonces. Se pusieron en las jarcias las señales de llamada; sobrevino la oscuridad; y obligado a recoger sus tres lanchas muy a barlovento, antes de ir en busca de la cuarta, en la dirección exactamente opuesta, el barco no sólo se había visto obligado a dejar aquella lancha a su suerte hasta cerca de medianoche, sino, por el momento, a aumentar su distancia de ella. Pero cuando por fin estuvo a bordo y a salvo el resto de su tripulación, hizo fuerza de velas, ala sobre ala, en busca de la lancha en falta, encendiendo un fuego en sus marmitas de destilería a modo de faro, y mandando arriba a la mitad de sus hombres como vigías. Pero aun cuando navegó así una distancia suficiente como para alcanzar el lugar presunto de los ausentes, cuando les vieron por última vez, y aun cuando entonces se detuvo a arriar las lanchas de reserva para que remaran a su alrededor, y al no encontrar nada, siguió adelante, deteniéndose otra vez y volviendo a arriar las lanchas; y aunque había seguido haciéndolo así hasta el amanecer, sin embargo, no se había visto el menor rastro de la embarcación desaparecida.

Contada la historia, el capitán visitante pasó inmediatamente a revelar su objetivo al subir a bordo del Pequod. Deseaba que este barco se uniera al suyo en la búsqueda, recorriendo el mar a unas cuatro o cinco millas de distancia, en líneas paralelas, para dominar, por decirlo así, un horizonte doble.

—Ahora apostaré algo —susurró Stubb a Flask— a que alguno de esa lancha desaparecida se fue llevándose la mejor chaqueta de este capitán; o quizá su reloj: está condenadamente ansioso de recobrarlo. ¿Quién ha oído jamás hablar de dos piadosos balleneros emprendiendo un crucero en busca de una sola lancha, en plena temporada de pesca? Mire, Flask, vea sólo qué pálido está: pálido hasta las niñas de los ojos: mire... no era la chaqueta... debía ser el...

—¡Mi hijo, mi hijo está entre ellos! ¡Por Dios, se lo pido, se lo conjuro! exclamó entonces el capitán visitante a Ahab, que hasta entonces había recibido gélidamente su petición—. Durante cuarenta y ocho horas, permítame alquilarle el barco... se lo pagaré de buena gana, y le pagaré bien... si no hay otro modo... sólo por cuarenta y ocho horas... sólo eso... tiene, tiene que hacerlo, y lo hará.

—¡Su hijo! —gritó Stubb—: ¡Ah, es su hijo lo que ha perdido! Retiro lo de la chaqueta y el reloj... ¿Qué dice Ahab? Tenemos que salvar a ese chico.

—Se ahogó con todos los demás, anoche —dijo el viejo marinero de Man, que estaba entre ellos—: lo oí, todos vosotros oísteis a sus espíritus.

Ahora, como resultó al poco tiempo, lo que hacía más triste este incidente del Raquel era la circunstancia de que no sólo estaba uno de los hijos del capitán entre el número de los tripulantes de la lancha desaparecida, sino que entre las tripulaciones de las otras lanchas, al mismo tiempo, pero, por otro lado, separado del barco durante las sombrías visicitudes de la persecución, había estado otro hijo más, de modo que, durante algún tiempo, el desgraciado padre había quedado sumergido en el fondo de la más cruel perplejidad, que sólo le resolvió el que su primer oficial adoptara instintivamente la medida ordinaria de un ballenero en tales circunstancias, esto es, al encontrarse entre lanchas separadas en peligro, recoger siempre al mayor número. Pero el capitán, por alguna desconocida razón temperamental, había evitado decir todo esto, y hasta que no le obligó a ello la frialdad de Ahab, no aludió al hijo que todavía faltaba: un muchachito, sólo de doce años, cuyo padre, con la seria, pero inconsciente osadía de un cariño paternal de Nantucket, había tratado tan tempranamente de iniciarle en los peligros y prodigios de un oficio que de modo casi inmemorial era el destino de toda su raza. Y no es raro que ocurra que los capitanes de Nantucket envíen lejos de sí a un hijo de tan tierna edad, durante un viaje que se prolonga tres o cuatro años en un barco que no es el suyo, para que su primer conocimiento de la carrera de un ballenero no pierda fuerza por alguna ocasional muestra de la natural, pero inoportuna parcialidad de un padre, o por aprensión o miedo indebidos.

Mientras tanto, el recién llegado seguía implorando de Ahab su pobre don, y Ahab seguía como un yunque, recibiendo todos los golpes, pero sin el menor temblor por su parte.

—No me iré —dijo el visitante— hasta que me diga que sí. Haga conmigo como querría que yo hiciera con usted en caso semejante. Pues usted también tiene un hijo, capitán Ahab... aunque sólo sea un niño, y esté ahora en casa, a salvo en su nido... un hijo de su vejez, además... Sí, sí, se ablanda... corred, corred, marineros, y preparaos a poner brazas a barlovento.

—Alto —gritó Ahab—: no toquéis una filástica —y luego, con una voz que, prolongándose, modelaba cada palabra—: capitán Gardiner, no lo haré. Ahora mismo, pierdo tiempo. Adiós, adiós. Dios le proteja, hombre, y ojalá me perdone a mí, pero me tengo que ir. Señor Starbuck, mire el reloj de bitácora, y dentro de tres minutos a partir de este preciso instante, haga salir a todos los visitantes: luego vuelva a bracear a proa, y que el barco siga navegando como antes.

Volviéndose deprisa, con la cara apartada, bajó a su cabina, dejando al capitán visitante pasmado ante el absoluto y total rechazo de su ansiosa pretensión. Pero Gardiner, saliendo de su trance con un sobresalto, se apresuró en silencio a la borda; cayó, más que entró, en su lancha, y volvió a su barco.

Pronto los barcos separaron sus estelas, y mientras estuvo a la vista el barco visitante, se le vio dar guiñadas acá y allá, a cada punto oscuro, por pequeño que fuera, en el mar. Sus vergas giraban a un lado y a otro; a babor y a estribor, continuaba virando; unas veces encontraba olas de proa, y otras veces le empujaban por la popa, mientras que, durante todo el tiempo, sus mástiles y vergas estaban densamente poblados de marineros, como tres altos cerezos, cuando los muchachos van a coger cerezas entre las ramas.

Pero por su triste manera de detenerse y seguir, se veía claramente que esa nave tan llorosa de espuma seguía sin consuelo. Era Raquel, llorando por sus hijos, porque ya no están.

CXXIX
 
La cabina

AHAB,
saliendo a cubierta;
PIP
le da la mano para seguirle

—Muchacho, muchacho, te digo que ahora no debes seguir a Ahab. Se acerca la hora en que Ahab, aun sin querer asustarte para que te alejaras de él, no querría tenerte a su lado. Hay algo en ti, pobre muchacho, que noto que es demasiado curativo para mi enfermedad. Lo semejante cura a lo semejante; y para esta persecución, mi mal se convierte en mi más deseada salud. Quédate ahí abajo, donde te servirán como si fueras el capitán. Sí, muchacho, te sentarás en mi propia butaca atornillada; debes ser para ella otro tornillo.

—¡No, no, no! Capitán, no tiene el cuerpo entero: úseme, pobre de mí, como su pierna perdida; píseme encima, capitán, no pido más, para permanecer como parte de usted.

—¡Ah! ¡a pesar de un millón de villanos, esto me hace fanático de la inmarcesible fidelidad del hombre! ¡Y un negro, y loco! Pero me parece que lo de que lo semejante cura lo semejante se le aplica también a él; otra vez se vuelve cuerdo así.

—Me han dicho, capitán, que Stubb una vez abandonó al pobre pequeño Pip, cuyos huesos ahogados ahora blanquean, a pesar de toda la negrura de su piel viva. Pero yo no le abandonaré jamás, como Stubb a él. Capitán, .tengo que ir con usted.

—Si me hablas así mucho más, el propósito de Ahab se vuelca en su interior. Te digo que no: no puede ser.

—¡Oh, buen amo, amo, amo!

—Si lloras así, te asesinaré. Ten cuidado, pues Ahab también está loco. Escucha, y oirás a menudo mi pie de marfil pisando en cubierta, y sabrás que sigo estando aquí. Y ahora te dejo. ¡La mano! ¡Adiós! Eres fiel, muchacho, como la circunferencia a su centro. Eso: Dios te bendiga para siempre, y, si a mano viene... Dios te salve para siempre, pase lo que pase.

AHAB
se va:
Pip
a un paso adelante

—Aquí estaba en este momento: estoy en su aire... pero estoy solo. Ah, si siguiera estando aquí el pobre Pip, lo podría aguantar, pero ha desaparecido. ¡Pip, Pip! ¡Tin, tan, tin! ¿Quién ha visto a Pip? Debe estar allá arriba: probemos la puerta. ¿Cómo? No hay cierre, ni cerrojo, ni barra, y sin embargo, no hay modo de abrirla. Debe ser el hechizo, me dijo que me quedara aquí; sí, y me dijo que esta butaca atornillada era mía. Aquí, entonces, me sentaré, contra el yugo, en la misma mitad del barco, con toda la quilla y los tres palos por delante. Aquí dicen nuestros viejos marineros que, en sus negros navíos de setenta y cuatro cañones, los grandes almirantes se sientan a veces a la mesa, dominando filas de capitanes y tenientes. ¡Ah! ¿qué es eso? ¡Charreteras, charreteras, todas las charreteras vienen a agolparse! Que den vueltas las botellas: me alegra verles; ¡llenen los vasos, señores míos! ¡Qué extraña sensación ahora, cuando un muchacho negro es anfitrión de hombres blancos con encaje de oro en las casacas! Señores míos, ¿han visto a un tal Píp? ¿Un muchachito negro, de cinco pies de alto, de aspecto vil y cobarde? Una vez saltó de una lancha ballenera, ¿le han visto? ¡No! Bueno, entonces, vuelvan a llenar los vasos, capitanes, y bebamos por la vergüenza de todos los cobardes. No doy nombres. ¡Chisst! Aquí encima, oigo marfil... ¡Oh, amo, amo! Me siento muy abatido cuando me anda por encima. Pero aquí me quedo, aunque esta popa choque con rocas, y se metan aquí, y las ostras vengan a estar conmigo.

CXXX
 
El sombrero

Y ahora que, en el momento y el lugar adecuados, después de tan largo y amplio viaje preliminar, Ahab, tras inspeccionar todas las demás aguas de pesquería, parecía haber perseguido a su enemigo hasta un rincón del océano, para matarle allí con más seguridad; ahora que se encontraba cerca de la misma latitud y longitud donde le había sido infligida su herida atormentadora; ahora que había hablado con un barco que el mismo día anterior se había enfrentado de hecho con Moby Dick; y ahora que todos sus sucesivos encuentros con diversos barcos habían concordado, dentro de sus contrastes, en mostrar la demoníaca indiferencia con que la ballena blanca destrozaba a sus perseguidores, fueran atacados o atacantes; ahora fue cuando se entrevió algo en los ojos del viejo que las almas débiles apenas podían soportar. Como la estrella polar sin ocaso, que a lo largo de la vitalicia noche ártica de seis meses mantiene su penetrante mirada firme en el centro, así el propósito de Ahab ahora resplandecía fijamente sobre la constante medianoche de la tenebrosa tripulación. Dominaba sobre ellos de tal modo que todos sus presentimientos, dudas, sospechas y temores no deseaban sino esconderse debajo de sus almas, sin dejar brotar ni una sola brizna ni hoja.

En este intervalo agorero, además, se desvaneció todo humor, forzado o natural. Stubb ya no intentaba provocar sonrisas; Starbuck buck ya no intentaba contenerlas. Por igual, gozo y tristeza, esperanza y miedo parecían molidos en el más fino polvo, y por el momento, pulverizados en el pisoteado mortero del alma férrea de Ahab. Como máquinas, los marineros se movían mudos por la cubierta, siempre conscientes de que los ojos despóticos del viejo estaban sobre ellos.

Pero si le hubierais examinado profundamente en sus más secretas horas confidenciales, cuando él creía que no tenía encima más mirada que la suya, entonces habríais visto que así como los ojos de Ahab intimidaban a los tripulantes, la inescrutable mirada del Parsi intimidaba a la suya; o al menos, no se sabe cómo, a veces la trastornaba de algún modo extraño. Tal nueva extrañeza huidiza empezaba ahora a revestir al flaco Fedallah, tal incesante estremecimiento le sacudía, que los marineros le miraban dubitativamente, medio inciertos, al parecer, sobre si era una sustancia mortal, o más bien una sombra trémula que proyectaba en la cubierta el cuerpo de algún ser invisible. Y esa sombra siempre se cernía allí. Pues ni siquiera de noche se había sabido con certidumbre que Fedallah se adormeciera o se retirara de cubierta. Se quedaba quieto durante horas: pero nunca se sentaba o se recostaba; sus ojos mortecinos decían claramente: «Somos dos vigías que jamás descansamos».

Y tampoco, a ninguna hora, ni de día ni de noche, podían poner los pies en cubierta los marineros sin que Ahab les hubiera tomado la delantera. Plantado en su agujero de pivote, o recorriendo exactamente las tablas entre dos límites invariables: el palo mayor y el de mesana: o bien le veían de pie en el portillo de la cabina, con su pie vivo avanzando hacia la cubierta, como para entrar en ella; con el sombrero muy ladeado sobre los ojos, de modo que, por inmóvil que estuviera, por más que sumasen los días y las noches en que no se había colgado en su hamaca, sin embargo, oculto debajo de ese sombrero ladeado, jamás podían decir con certeza si, a pesar de todo eso, tenía los ojos realmente cerrados a veces, o si les examinaba atentamente; no le importaba estar así una hora seguida en el portillo, mientras la humedad de la noche, inadvertida, se concentraba, en sartas de rocío, sobre aquel capote y aquel sombrero esculpidos en piedra. La ropa que la noche mojaba, el sol del día siguiente se la secaba encima; y así, día tras día, noche tras noche, siguió sin retirarse más abajo las tablas de cubierta, mandando a buscar a la cabina cualquier cosa que necesitara.

Comía al mismo aire libre; esto es, sus dos únicas comidas, desayuno y almuerzo: la cena no la tocaba nunca; ni se cortaba la barba que crecía oscuramente, toda nudosa, como raíces de árboles desarraigados por el viento, que aún siguen creciendo ociosamente en la base desnuda, aunque han parecido en el verdor de arriba. Pero aunque toda su vida ahora se había vuelto una sola guardia en cubierta, y aunque la misteriosa guardia del Parsi era tan sin interrupción como la suya, sin embargo, esos dos parecían no hablar nunca uno con otro, a no ser que, a largos intervalos, alguna momentánea cuestión sin importancia lo hiciera necesario. Aunque un potente hechizo parecía unirles secretamente como gemelos, abiertamente, y para la intimada tripulación, parecían tan separados como los polos. Si durante el día, por casualidad, decían una sola palabra, de noche ambos eran mudos, en cuanto al más leve intercambio verbal. A veces, durante las más largas horas, sin un solo saludo, permanecían muy separados bajo la luz estelar; Ahab en su portillo, el Parsi junto al palo mayor; pero mirándose fijamente, como si Ahab viera en el Parsi su sombra proyectada hacia delante, y el Parsi viera en Ahab su sustancia abandonada.

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