Read Montenegro Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Montenegro (24 page)

El vizconde de Teguise soltó el brazo y con el revés de la mano le cruzó la cara con tal fuerza, que un hilillo de sangre le manchó la comisura de los labios.

—Cuida tu lengua o te juro que, preñada o no, te tiro por la borda —masculló sin inmutarse—. Este calor me irrita y no pienso aguantarle impertinencias a un putón de puerto. Te pago por tener las piernas abiertas y la boca cerrada, no lo olvides.

Si Fermina Constante hubiese tenido un arma a mano, ahí mismo hubiese acabado la historia del Capitán León de Luna, pero como no se daba el caso, y la sufrida ramera había aprendido a sobrevivir a base de golpes de individuos mucho más agresivos, optó por apretar los dientes y permitir que la sorda ira que la embargaba se aplacara.

La discusión nocturna dio, sin embargo, sus frutos, pues a la tarde siguiente, cuando el sol perdió gran parte de su terrible fuerza, el vizconde ordenó a sus hombres que alzaran sobre la pequeña colina que dominaba el canal una amplia choza sin paredes a la que se trasladó de inmediato en compañía de su amante.

Corría allí una ligera brisa, y se respiraba un aire limpio y libre de los insoportables hedores del navío, por lo que a la Constante se le antojó que había abandonado, de momento, el corazón incandescente del infierno para pasar a establecerse en su antesala.

—Gracias —fue todo lo que dijo.

No obtuvo respuesta, pues se diría que al De Luna le molestaba mostrar cualquier tipo de debilidad, pese a lo cual quedó bien pronto patente que el hecho de alejarse del repelente navío suavizaba en cierta forma su insoportable talante.

Desde el lugar elegido se dominaba una gran parte del lago y el cauce de un diminuto riachuelo de aguas limpias, y el olor a guayaba y selva virgen flotaba en el ambiente a todas horas.

Jejenes y mosquitos obligaban a rascarse y a maldecir continuamente, y una peluda araña-mona a punto estuvo de provocar que el futuro vizconde se quedara en simple aborto, pero pese a las molestias y los sustos, la prostituta se sintió casi feliz durante la primera semana que permaneció tumbada en la hamaca de la colina.

Por su parte, el capitán había recuperado, al parecer, su gusto por la acción y el ejercicio del mando, enviando patrullas con el fin de acosar en lo posible a los tripulantes del
Milagro
, y organizando de tal forma la defensa del canal, que ni siquiera una escuadra de navíos de guerra hubiesen conseguido atravesarlo por la fuerza.

Despachó a continuación grupos armados encargados del abastecimiento a base de cazar, pescar o rescatar alimentos en los poblados indígenas, y un bien montado sistema de señales por espejos o fuegos nocturnos le permitía mantenerse al corriente a todas horas de los movimientos del
Milagro
.

Se mostraba dispuesto a no dar tregua a su enemigo y acabar con él a toda costa.

—Les obligaré a quedarse eternamente en el centro del lago —dijo—, porque en cuanto traten de poner el pie en tierra les recibiremos a balazos.

—¿Con veinte hombres? —se asombró Baltasar Garrote—. ¡Deliráis…! Cubrir el perímetro de ese lago exigirá un ejército.

—Utilizaremos a la marinería —fue la firme respuesta—. Una parte se quedará para atender a los cañones y el resto se integrará a las patrullas.

—Son gente de mar. No les gusta la selva ni los guerreros aborígenes.

—Les pagaré un suplemento.

La mayoría aceptó el trato, más por la posibilidad de abandonar el pestilente navío achicharrado por el sol que por el dinero extra, por lo que llegaron a ser unos cincuenta los hombres armados que se desparramaron por las orillas del lago con la esperanza de emboscar a los tripulantes del
Milagro
en el momento de intentar un desembarco.

—Puede que los sorprendas una vez, pero a partir de ese momento desembarcarán de noche… —comentó Fermina Constante, con su peculiar sentido de la lógica—. Será como jugar al escondite eternamente.

—¿Se te ocurre una idea mejor?

—Volver a Santo Domingo y emplear ese dinero en construir una hermosa casa a orillas del Ozama. Con tus influencias pronto serías Alcalde Mayor, y en un par de años, tal vez, gobernador o adelantado.

—Y tú una mujer «decente», madre de un rico heredero…

—¿Qué tiene eso de malo?

—Que habría que ver la cara de tus antiguos «clientes» cuando pasaras por la calle con mi hijo de la mano. ¿Hay algún hombre en la ciudad con el que no te hayas acostado?

—Alguno habrá… —fue la cínica respuesta—. Pero supongo que nadie me odia por ello… —Le dirigió una larga mirada cargada de intención—. Sin embargo, a ti la mayoría te odia.

—Cumplía con mi deber.

—Si mi trabajo produce placer y el tuyo dolor, me pregunto por qué demonios las putas tenemos que ser siempre tan despreciadas. —Fermina hizo una larga pausa y añadió, con acidez—: Sobre todo, teniendo en cuenta que yo daría cualquier cosa por dejar de ser lo que soy, mientras que tú te empeñas en causar sufrimientos.

—En este caso, sólo a quien me lo ha causado a mí —replicó él, de mal talante—. En cuanto haya ajustado mis cuentas con Ingrid, los demás podrán seguir en paz su camino.

—¿A pesar de estar reclamados por la justicia?

—Yo aquí no estoy por mandato real, sino a título particular —le recordó, recalcando las palabras—. Y aun en el caso de que lo estuviera, mi Encomienda se limita a Paria y Trinidad. Cobinacoa queda, por tanto, fuera de mi jurisdicción.

—Según eso, lo que estás haciendo, tender emboscadas o intentar ahorcar a Ingrid, es ilegal.

—En cierto modo, sí… —admitió él, con absoluta naturalidad—. Aunque hay que tener en cuenta que esta región aún no ha sido puesta bajo la protección de la Corona, lo cual significa que las leyes de Castilla no tienen aquí validez oficial.

—Muy rebuscado se me antoja.

—Pero en esencia es cierto, ya que hasta el presente sólo pueden ser reconocidos como auténticos los descubrimientos hechos por el Almirante Colón, y este lago fue visitado por Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa en el transcurso de un viaje comercial.

En pocas palabras: aún no existe.

—Pues para no existir es más bien grande… Y caluroso —le dirigió una burlona mirada—. ¿Quiere eso decir que si una buscona le cortara aquí el cuello a un vizconde dormido nadie podría juzgarla?

—En efecto, aunque lo más probable es que ni siquiera habría ocasión de hacerlo, puesto que los hombres del vizconde se encargarían de despellejarla viva tras haberse divertido con ella hasta cansarse.

—¿Pretendes insinuar que si te ocurriese algo esas bestias se dedicarían a pasarme por encima sin molestarse en pagarme?

—Entra dentro de lo posible.

—Pues tendré que cuidarte.

Era en verdad una conversación estúpida, pero no había muchas más cosas con las que entretenerse durante los largos días de espera, puesto que el bochornoso calor aplatanaba de tal forma que ni siquiera apetecía hacer un amor que era más las fatigas que el placer que producía.

El Capitán De Luna dejaba transcurrir la mayor parte del día dormitando en una hamaca, sin molestarse en abrir los ojos más que para cerciorarse que no se vislumbraba rastro alguno del
Milagro
, y las noches en vela, paseando por la orilla del lago o adentrándose en él a bordo de una lancha, temeroso de que sus enemigos pudiesen intentar escabullirse aprovechando las tinieblas.

Pero resultaba evidente que ni siquiera un navío tan veloz como el que diseñara Sixto Vizcaíno podía aproximarse al canal en el tiempo que mediaba entre la caída de la tarde y la salida del sol, ya que la escasa brisa que en ocasiones se alzaba, llegaba casi siempre desde el Norte.

La sensación de que aquella terrible espera acabaría por enloquecer a más de uno, cobraba cuerpo día tras día.

Tampoco a bordo del
Milagro
los hombres se mostraban mucho más animosos, e incluso el siempre paciente
Cienfuegos
comenzaba a sospechar que la estrategia de mantenerse a la expectativa tal vez no diera el resultado apetecido.

Habían descubierto ya algunas de las patrullas que el vizconde enviara a circundar el lago, y ello le obligaba a temer que llegara un momento en que no pudiesen arriesgarse a desembarcar sin tener un mal encuentro, lo que provocaría que a la larga la tripulación abrigase la desagradable sensación de que se encontraba encarcelada en un inmenso presidio hecho de agua.

—Tenemos que irnos —musitó Ingrid una de aquellas tórridas noches que jugaban a hacerse infinitas—. Confío en mi gente, pero empiezo a sospechar que les estamos exigiendo demasiado.

—¿Abandonando el barco?

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Es todo lo que tienes.

Ella negó con un leve ademán de la cabeza al tiempo que sonreía enigmáticamente:

—Te tengo a ti… —Hizo una corta pausa—. Y algún oro oculto bajo el flamboyán del jardín de mi casa, en Santo Domingo —añadió—. Siempre imaginé que algo así podría ocurrir.

—No puedes volver allí.

—Yo no, pero tú sí. Nadie te conoce en la ciudad, aunque imagino que los Colón se habrán apresurado a requisarme la casa, no te resultaría difícil entrar y cogerlo.

—Santo Domingo está muy lejos.

—Algún medio encontraremos de volver… —Le acarició el cabello con infinita ternura—. De momento busquemos el modo de salir de aquí. ¡Veamos…! Hacia el Norte León nos cierra el paso, y hacia el Sur se encuentra la serranía de esos salvajes motilones que casi te matan, por lo que también hay que olvidarlo… Nos queda el Oeste, donde acabaríamos topándonos con los itotos y los «sombras verdes» de los pantanos… ¿Qué hay al Este?

—Una llanura semidesértica por la que vagan algunas tribus que apenas se dejan ver. Más lejos creo que hay montañas muy altas.

—¿Podríamos llegar a ellas?

—Si encontramos ríos que no estén contaminados por el «mene», sería posible.

—¿Qué es el «mene»?

—«Los orines del demonio»… Eso sucio que a veces flota en el agua —rió divertido—. Cuando los cuprigueri descubrieron a
Azabache
la pusieron a orinar pensando que era la hija del demonio… ¡Odian el «mene»!

—¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar a las montañas?

—Una semana quizás… —Negó decidido—. Pero no tenemos ni idea de lo que puede haber allí —protestó.

—Siempre será mejor que lo que hay aquí.

Cienfuegos
no se mostró en absoluto de acuerdo con semejante apreciación, ni compartía la idea de que la solución fuese lanzarse a la aventura en compañía de una tripulación que desconocía los peligros de la selva, con el innegable inconveniente que significaba la presencia de un niño, una mujer y un cojo.

—¡Sería una locura! —insistió—. Y creo que lo mejor que podemos hacer es intentar parlamentar con tu marido.

—Y ya has visto que no tiene la más mínima intención de parlamentar.

—Quizás haya cambiado de idea, o quizá se conforme conmigo.

—¿Contigo? —se sorprendió la alemana—. ¿Crees que he pasado ocho años de mi vida buscándote para entregarte a León? En todo caso me entregaría yo, que es lo único que quiere, puesto que ni siquiera sabe que estás vivo.

El gomero meditó largo rato sin dejar de acariciarle con la punta del índice el pezón izquierdo, y por último señaló, convencido:

—Creo que la solución es plantar batalla, y que ha llegado el momento de hacerlo. Al menos sabemos algo, que él no sabe.

—¿Y es?

—Que estoy a bordo, y conozco este lago.

—¡
L
eón!

—¿Qué?

—Ahí viene.

—¿Quién viene?

—El barco.

El vizconde de Teguise dio un salto para observar el punto que Fermina Constante señalaba.

No era al fin y al cabo más que eso: un punto que había hecho su aparición sobre la pulida superficie del lago recalentado por el sol, pero resultaba evidente que se iba agrandando por momentos, y que se trataba de un navío que avanzaba hacia ellos empujado por una brisa que soplaba en esta ocasión desde el Nordeste.

—¡Te lo dije! —exclamó alborozado—. Sabía que se cansarían antes que nosotros. ¡Ya son míos!

—Yo no estoy tan segura —fue la seca respuesta—. Ese barco es muy rápido y si no le aciertas con la primera andanada, tal vez logre escabullirse.

—¿Cómo? —quiso saber él—. Han aprovechado el primer día de cambio del viento para aproximarse, pero tendrán que virar por lo menos dos veces si no quieren quedarse clavados en mitad del canal. Podremos dispararles a placer hasta que se conviertan en astillas.

—¡Si tú lo dices…!

—¡No lo digo yo, lo dice la lógica! Ni siquiera una lancha de pesca cruzaría ese canal sin maniobrar.

—Pues no parece que ellos lo sepan. Continúan aproximándose.

El Capitán De Luna no se dignó responder, limitándose a descender a la orilla, a poner en pie de guerra a sus hombres pese a que aún faltaba más de una hora para que el
Milagro
se pusiese al alcance de culebrinas y lombardas.

Baltasar Garrote, que llevaba a su vez largo rato observando el avance del ágil navío, deshizo por completo su turbante y comenzó a colocárselo de nuevo como si ello le ayudara a despejar las graves dudas que inquietaban su ánimo.

—Si decide embestirnos a la velocidad que trae podría partirnos en dos antes de que consiguiéramos hundirlo.

—En este caso nos lanzaríamos al abordaje.

—La mayoría de nuestros hombres se encuentran de patrulla —le recordó
El Turco
—. Y en el mejor de los casos acabaríamos todos en el fondo del lago.

—¿Sabes nadar? —Ante el mudo gesto de asentimiento el De Luna sonrió con ironía—. En ese caso ya tienes más posibilidades que yo de salvar el pellejo.

—Creo que hacéis mal en no tomar precauciones —replicó el otro seriamente—. Si vienen dispuestos a morir matando y los dos barcos se van al fondo, nos quedaremos aquí para siempre. Y no me agrada la idea. No me agrada nada de nada. Deberíamos plantarles cara presentándoles la proa.

—Perderíamos capacidad de fuego al tiempo que le dejaríamos más espacio para la maniobra. ¿Y si consiguen pasar?

—Se habrán salvado, pero también nosotros, y siempre se puede presentar una segunda oportunidad. —
El Turco
había concluido su cuidadoso tocado y añadió, despectivo—: Y una batalla perdida por todos es, desde luego, una batalla estúpida. —Se rascó la nariz—. Pero si consiguiéramos abrirles al menos una vía de agua dejarían de ser tan rápidos y tendríamos la posibilidad de rematarlos.

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