Montenegro (26 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

—¿Os habéis vuelto loco? —se asombró el converso—. ¿Cómo os atrevéis a disponer tan caprichosamente de tantas vidas humanas?

—¡Una palabra más y os atravieso el corazón de una estocada!

—¡Un momento, señor…! —
El Turco
, Baltasar Garrote, había dado un paso adelante al tiempo que se llevaba ostentosamente la mano a la empuñadura de la ancha gumía—. Creo que os estáis precipitando al no tener en cuenta la opinión de quienes tan se ven afectados por vuestras decisiones.

—¡Yo soy quien manda! Pago y mando.

—Eso es muy justo… —admitió el otro—. Siempre he jurado ser fiel a quien me paga. —Se acomodó con un gesto mecánico el turbante—. Pero si, como imagino, vuestro oro se hundió con ese barco y no podéis hacer frente a vuestros compromisos, me considero liberado de los míos, al igual que imagino que se considerarán liberados la mayoría de los aquí presentes.

Un inequívoco rumor de afirmación surgió de todas las gargantas, y el vizconde de Teguise palideció al comprender cuál era en realidad su auténtica posición.

—¡Eso es traición! —masculló, con un leve temblor de voz—. Y os ahorcarán por ello.

—Traición la vuestra al pretender que nos abandonen aquí sin haber satisfecho siquiera nuestro salario. —Baltasar Garrote se había hecho dueño de la situación, respaldado por medio centenar de descontentos—. ¡Y haríais bien al no proferir estúpidas amenazas en tan delicado momento! —Se volvió al converso—. ¿Habéis traído recado de escribir?

—Desde luego.

—En ese caso el capitán firmará ese juramento, o su sentencia de muerte.

—Temo que en tales circunstancias carezca de valor —señaló, preocupado, el ex intérprete real.

—Os equivocáis —afirmó, convencido, el otro—.

El vizconde ha demostrado ser un hombre de palabra, y si estima que su honor vale más que su vida, se negará a firmar y lo ahorcaremos. —Sonrió humorísticamente—. Pero si decide firmar, cumplirá hasta el fin mal que le pese.

—No firmaré.

—¡De acuerdo entonces! —
El Turco
se dirigió ahora a los hombres que aguardaban en la lancha—. ¿No habrá por casualidad una cuerda a bordo? —quiso saber.

Uno de los remeros se inclinó y mostró el largo cabo de proa.

—¿Vale ésta?

—Hará el servicio.

La lanzaron a tierra y dos hombres se apoderaron de ella anudándola en forma de lazo que hicieron pasar por la ancha rama del árbol más cercano, al tiempo que Garrote hacía un amplio gesto con la mano, indicándole al vizconde que avanzara ante él.

—¡Cuando gustéis, señor…!

—¡No os atreveréis…!

—No soy yo quien se atreve, sino vos quien acepta la muerte antes que el deshonor.

—¡Canallas! ¡Mal nacidos! —El capitán se volvió a Fermina Constante—. ¿Y tú qué piensas hacer? —quiso saber.

—Abortar… —fue la tranquila respuesta—. Los hijos de ahorcados traen mala suerte.

—En el fondo creo que ésta es, al fin y al cabo, la mejor solución —comentó
El Turco
, al tiempo que empujaba suavemente al condenado al pie del árbol—. ¿Os imagináis lo que significaría regresar a Santo Domingo cubierto de vergüenza?

—¡Ya está bien…! —intercedió don Luis de Torres visiblemente afectado por el cariz que tomaban los acontecimientos—. Os ruego que al menos por una vez os mostréis razonable, señor… ¡Firmad ese documento!

El roce de la cuerda en el cuello y la leve presión que los dos hombres hicieron al otro extremo obligándole a ponerse de puntillas pareció tener la virtud de hacer volver a la realidad al obcecado vizconde cuya vista permanecía clavada en la lejana silueta del
Milagro
desde el que sin duda observaban la escena.

—¡Un momento…! —pidió de improviso—. ¡Sólo un momento! —Se volvió al converso—. Decidme… ¿Habéis logrado encontrar a ese maldito pastor?

—Hace apenas un mes.

—¿Y está allí, mirándome?

—Supongo que sí.

—¡Qué extraños caprichos tiene el destino…! —se lamentó—. Ni siquiera era digno de cuidar mis caballos, y me lo ha quitado todo, incluso la vida.


Cienfuegos
nunca pretendió quitaros nada, señor. Fueron las circunstancias.

—¡
Cienfuegos
! —exclamó el otro—. En verdad que anoche hizo honor a su nombre y sería una pena no poder pedirle cuentas algún día… —Hizo una pensativa pausa—. Ese documento no tiene por qué hacer referencia al tal
Cienfuegos
, ¿verdad?

—Así es, señor —replicó el ex intérprete real—.

El no necesita que nada ni nadie le proteja. Ha demostrado saber cuidarse solo.

El Capitán De Luna alzó las manos y se despojó de la soga que le apretaba el cuello.

—En ese caso, firmaré —señaló—. Juro solemnemente que jamás volveré a molestar a la vizcondesa, pero advertidle a ese pastor de mierda que lo buscaré para atravesarle limpiamente, y cara a cara, con mi espada.

—¿Limpiamente y cara a cara?

—¡Limpiamente y cara a cara!

Fermina Constante y tres heridos subieron a bordo, la mayoría de los víveres fueron desembarcados, y a media tarde el
Milagro
levó anclas, largó trapo y comenzó a cruzar muy despacio el estrecho canal en el que aún flotaban los restos del naufragio.

Desde la orilla, Baltasar Garrote y la mayoría de los tripulantes del malogrado
Dragón
observaban cómo pasaba ante ellos su única esperanza de volver a tierra civilizada, mientras en la cima de la colina, el solitario Capitán De Luna se balanceaba tumbado en una hamaca, contemplando el techo sin volver la vista hacia el navío en cuyo puente se distinguían las siluetas de los dos seres que más hubiera odiado nadie en este mundo.

La derrota del vizconde había sido aplastante y aún se preguntaba por qué razón eligió seguir viviendo cuando mucho más práctico hubiera resultado permitir que le ahorcaran para evitarse un sufrimiento y una amargura que habrían de acompañarle como su segunda piel por años que viviese.

El destino se había empecinado en convertirle en un hazmerreír sin esperanzas, puesto que el juramento empeñado le impedía incluso intentar recuperar su maltrecha honra, y tenía plena conciencia de que donde quiera que fuese le señalarían con el dedo como al estúpido cornudo que consintió en seguir siéndolo por salvar el pescuezo.

Ocho largos años de buscar venganza no le condujeron más que a una sucesión de ridículos fracasos, y el de la noche antes, cuando sin que aún se explicara la razón, el agua se transmutó en fuego transformando en auténtico desastre lo que consideraba ya un triunfo seguro, había tenido la virtud de llevarle al convencimiento de que los dioses le elegían como ejemplo de la infinita variedad de males que se sentían capaces de derramar sobre un único ser humano.

Noble hijo de nobles, rico, apuesto, valiente y culto, el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, se preguntó una vez más por qué el simple hecho de que un mal día una mujer se cruzase en su camino, había provocado que todas las furias del Olimpo convergieran de pronto sobre su cabeza.

La amó y respetó como pocos hombres lo hicieran; la convirtió en su esposa, puso a sus pies cuanto tenía, soñó con envejecer felizmente a su lado, y en pago a todo ello recibió tanta amargura y tanto daño, que a veces se preguntaba cómo era posible que su corazón no hubiese estallado ya de furia y de tristeza.

Y ahora se sentaba allí, vencido, humillado y abandonado a su suerte en el interior de un continente ignoto, sin más compañía que medio centenar de mercenarios descontentos que no habían dudado a la hora de intentar colgarle por salvar el pellejo.

Se preguntó quién movería los hilos de tan descabellada tragicomedia sin sentido, y no encontró respuesta, puesto que en ninguna mente medianamente cuerda cabía la idea de que un pacífico lago pudiera convertirse de improviso en un infierno, y olas de fuego hicieran naufragar una nave que tantas veces se enfrentara a los embates del océano.

¿Qué clase de magia era aquélla?

¿Qué pactos con el diablo habría hecho Ingrid para conseguir que las aguas ardiesen de ese modo?

¿Qué hechicero o qué alquimista poseía el poder suficiente como para transformar la esencia de los más sencillos elementos?

¡Agua, tierra, fuego, aire…!

Si le habían enseñado desde niño que el mundo estaba hecho así, ¿por qué la noche antes había tenido que aprender tan dolorosamente que todo era diferente?

¿Acaso podía la tierra respirarse?

¿Acaso era alguien capaz de sacar agua de una llama?

Le estallaba el cerebro de confusión y rabia; de ira e impotencia; de celos y vergüenza…

… De miedo, quizás, a estar luchando contra los aliados del «Negro Angel de las Tinieblas».

Y el
Milagro
—¡sarcástico nombre para tan nefasto navío!— se alejaba, llevando en su interior a los culpables de todas sus desgracias, que pasarían la noche rindiendo culto al Diablo, o burlándose de quien —temeroso de Dios—, no había tenido otra intención que recuperar su destrozada honra y su buen nombre.

¿Cómo era posible que a menudo los hombres se asombraran de las injusticias cometidas por otros hombres cuando él era el mejor ejemplo de las terribles injusticias que podían llegar a cometer los propios dioses?

Analizó como hiciera ya un millón de veces, dónde radicó su primer fallo, y no encontró respuesta. El había ido a combatir a los salvajes guanches, cumpliendo con su deber de buen vasallo y buen soldado, dejando a su joven esposa al cuidado de dueñas y criados, para descubrir a su regreso que se había convertido en la amante del último y más mísero de sus cabreros: un chicuelo sucio, hediondo, bestial y analfabeto.

Debió matarla entonces; debió dejar que la ira le cegara, penetrar como una furia en su dormitorio y rebanarle el cuello sobre la misma cama.

Todos hubieran aplaudido tan brutal comportamiento… ¡Pero la amaba tanto!

Quiso ser generoso y perdonar un error para cualquier otro imperdonable, y como premio se encontraba ahora solo en mitad de la selva, mientras ellos se alejaban definitivamente.

Cuando cayó la noche y una luna en creciente dibujó extrañas formas sobre el mísero suelo de tierra apelmazada de la choza sin paredes que era cuanto poseía, el vizconde de Teguise se puso cansinamente en pie, se desnudó por completo, y abriendo los brazos en señal de rendición y súplica alzó el rostro y exclamó roncamente:

—Si es mi alma lo que quieres, yo te la entrego; si esa perra te ha jurado fidelidad, yo te la juro; si es tu poder el que obliga a arder al agua, yo te lo pido, y si he de condenarme por recobrar la paz, yo me condeno,… ¡Conviértete en mi dueño, quienquiera que seas, pero líbrame al fin de este tormento!

Se tumbó así, en cruz sobre la tierra, para quedar dormido al poco rato, pero cuando la luz del violento sol del trópico le hirió en el rostro, obligándole a abrir los ojos y descubrir lo que había hecho y en qué posición estaba aún, se arrepintió en el acto de la satánica invocación que tan a la ligera se decidiera a hacer la noche antes.

No sólo temía las repercusiones que ello pudiera haber tenido allá en el Averno, si es que le habían prestado la más mínima atención, sino en especial las que pudieran tener aquí en la tierra, si por casualidad alguno de los tripulantes del malogrado navío le hubiera sorprendido en tal momento.

Aún recordaba las feroces torturas y la indescriptible agonía a la que los discípulos de Fray Tomás de Torquemada sometían a quienes se desviaban un ápice de los ordenamientos de la Santa Madre Iglesia, y recordaba también, punto por punto, cada uno de los cincuenta y cuatro artículos de sus famosas «Instrucciones a los Inquisidores», promulgadas con la idea de combatir a los «conversos judaizantes» que pretendían destruir el naciente imperio castellano-aragonés, pero transformadas en realidad en una poderosísima arma de represión política al servicio incondicional de la Corona.

Por la décima parte de lo que dijera en un momento de obcecación, más de un hereje había sido descoyuntado en vida y abrasado en la hoguera, y la idea de que aquel rapto de locura llegara a oídos de la «Santa Inquisición» consiguió que una gota de helado sudor manara de cada poro de su cuerpo.

Clavó por tanto su espada en tierra y se postró de rodillas ante la cruz de su empuñadura, a rezar con más fervor de lo que jamás lo hiciera, suplicando el perdón por su espantoso pecado, actitud en que le sorprendió el escéptico Baltasar Garrote cuando acudió a traerle su magra ración de alimentos.

—Ni la espada es cruz, ni la cruz espada… —comentó, tomando asiento en el banco de madera—. Y mal negocio es ése de mezclar ambos conceptos.

—¿Qué sabrá un maldito traidor renegado?

—Suelen ser los que más saben… —fue la tranquila respuesta—. De otro modo, ninguno de los dos estaríamos ahora aquí y todo habría terminado de mala manera…

—Ya todo terminó.

—Os equivocáis… —replicó
El Turco
, cambiando el tono de voz, que se hizo más severo—. ¿O acaso creéis que me divierte que me chamusquen el trasero…? Si no ando listo, esa vizcondesa hija de puta me convierte en chicharrón de feria, y a Baltasar Garrote jamás le jugó nadie tan sucia pasada sin pagar las consecuencias.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que si bien es cierto que os obligué a firmar un juramento que espero cumpláis, también lo es que yo nada he jurado, y me reservo el derecho a intentar vengar la espantosa muerte de mi buen amigo Justo Velloso y tantos otros compañeros.

—Sabéis bien que no puedo ayudaros, ni aun alentaros, en tal empresa.

—Lo sé. Y lo entiendo. —El otro sonrió, mostrando apenas los colmillos—. Pero también entendería que cuando toda esa historia quedara en el olvido, tuvieseis a bien cederme vuestros derechos sobre esa Encomienda de Trinidad y Paria que ya de nada os serviría.

El Capitán León de Luna tuvo la extraña impresión de que sus oraciones habían sido escuchadas, por lo que aspiró profundamente antes de replicar con marcadísima intención:

—Realmente, el día en que todo sea olvidado, esa Encomienda no me resultará de utilidad alguna.

Fue así, sin más promesas ni palabras, como se selló un extraño pacto entre dos hombres cuya única esperanza de sobrevivir estribaba en el hecho de que aquella misma mujer cuyo mal deseaban estuviese dispuesta a enviar un navío a recogerlos.

Y en realidad lo estaba, ya que
Doña Mariana Montenegro
tomó toda clase de precauciones con el fin de evitarse sorpresas a la hora de regresar a Santo Domingo, pero ni por un solo momento se le pasó por la mente la idea de retrasar un minuto más de lo imprescindible la salida del barco de rescate.

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