Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online

Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (14 page)

¿En qué consistía aquel tratado? El acuerdo era realmente leonino: Córdoba va a prestar a Sancho y Toda hospedaje (ciertamente principesco) y tratamiento médico, y más aún, ayudará a Sancho a recuperar el trono; pero a cambio Abderramán pide el vasallaje de hecho de León ante Córdoba y, como prenda, nada menos que diez fortalezas cristianas en el cauce del Duero. Para facilitar las cosas, Abderramán dotaría a Sancho de las tropas precisas para recuperar la corona. Las querellas internas del reino harían el resto.

Tropas moras, en fin, decidirían el destino de la corona cristiana. Si alguien hubiera contado esto a Alfonso II el Casto o a Alfonso III el Magno, se habrían muerto del soponcio. La maniobra de doña Toda era, en rigor, una rendición ante el tradicional enemigo musulmán, y también una traición al proyecto común de la cristiandad peninsular, que hasta entonces había sido unánimemente respetado en León y en Pamplona. El ca pricho de la abuela con su nieto Sancho iba a significar la mayor derrota política para la Reconquista desde los días de la batalla del Guadalete. Gravosas consecuencias, las del tratamiento adelgazante de Sancho el Gordo.

¿Y todo se explica por la emotividad de una abuela? No, evidentemente: doña Toda dio sobradas muestras de experimentar hacia Sancho una debilidad sin límites, pero en una mujer de estas características no podemos hablar sólo de razones sentimentales, sino que también influían motivaciones políticas de anchísimo alcance. Porque Sancho no era sólo el nieto preferido de la vieja, sino que era, además, la baza de la política navarra en León, es decir la cuña con la que Pamplona contaba para convertirse en el reino decisivo de la cristiandad.

Pero, un momento, ¿tan importante era ya Navarra como para aspirar a semejante liderazgo? ¿Tanto había crecido aquel pequeño reino como para querer determinar la política leonesa y la de la cristiandad entera? Pues sí, había crecido mucho. Había crecido en territorio y, sobre todo, había crecido en influencia y en poder. Tan sólo cien años antes, a mediados del siglo ix, Pamplona era una pequeña aldea fortificada que malvivía entre la alianza con Asturias y los tejemanejes con los Banu-Qasi del valle del Ebro. Pero ahora ya no había Asturias ni Banu-Qasi, sino que la primera se había convertido en León, un reino demasiado grande para poder ser gobernado con comodidad, y los segundos habían dejado paso a una serie de gobernadores puestos directamente por un califa que, oh casualidad, era sobrino de la reina de Pamplona.

En ese paisaje, la política matrimonial de doña Toda actuó como un tinte que tiñó de navarridad el mapa entero de España. Primero, la agresiva política bélica de Sancho Garcés —el marido de Toda— había extendido el territorio pamplonés desde el pequeño núcleo subpirenaico hacia La Rioja y hacia Aragón. De hecho, desde 924 la corte ya no está en Pamplona, sino en Nájera, y desde allí los reyes gobiernan un territorio que se va extendiendo de manera constante. Después, los enlaces organizados por la reina, pronto viuda, vincularon a Pamplona con todos aquellos que pintaban algo en el universo político del siglo x, en Castilla como en Aragón, en León como en Ribagorza. Resultado: es como si todas las tierras de España empezaran a trabajar para los intereses navarros. El matrimonio de García, el único hijo varón de doña Toda, incorporó a la co rona el condado de Aragón en la persona de la condesa Andregoto Galíndez. Más tarde García repudiará a Andregoto para casarse con una princesa leonesa, pero las montañosas tierras de Aragón se quedaron bajo dominio navarro.

Así era el mapa del poder a mediados del siglo x.Y dentro de ese mapa, Sancho el Craso era la pieza que permitiría a Pamplona dominar también el Reino de León. Con Sancho en el trono, no sería León, sino Pamplona la que ejerciera un liderazgo incontestable en la cristiandad española.Y así el pequeño reino subpirenaico, que ya controlaba las montañas de Aragón y los valles de La Rioja, extendería su influencia hasta las orillas del Atlántico, hasta las sierras castellanas, hasta los llanos de Portugal. ¿Habría resistencias? Sin duda las habría, pero la paz con Córdoba, auspiciada por Pamplona, permitiría concentrarse en poner orden en el interior. Por otro lado, la concienzuda siembra de matrimonios políticos organizada por doña Toda permitía contar con aliados poderosos: Álava y, sobre todo, Castilla. Ésa era la gran jugada.Y no podía fallar.

Así, doña Toda y su nieto Sancho llegaron a la corte de Córdoba. Fueron recibidos con la mayor de las solemnidades en Medina Azahara, la suntuosa residencia palaciega de Abderramán. Allí se firmó el pacto: Sancho sería curado y Abderramán le ayudaría a recuperar el trono; a cambio, Sancho entregaría al califa diez fortalezas de la frontera del Duero. Era lo que Abderramán siempre había deseado, salvaguardar su frente norte y hacerlo a buena distancia de las sierras del Sistema Central. Sancho ganaba el trono, pero en la perspectiva de la Reconquista, de aquella larga guerra que había empezado siglo y medio atrás, el único vencedor era Abderramán.

¿Y cómo adelgazó Sancho? ¿Qué hicieron los médicos de Córdoba para curarle? El episodio es tan increíble que merece un capítulo aparte.

La dieta mora de Sancho el Craso

La tradición literaria nos ha dejado relatos muy coloristas sobre la llegada de la abuela y el nieto a la corte cordobesa. Se habla de cómo Sancho, incapaz de moverse y mucho menos de montar a caballo, por su excesivo peso, tuvo que hacer el viaje transportado en parihuelas: desde Pamplona o Nájera hasta Córdoba, ¡más de setecientos kilómetros en parihuelas. Y una vez en la capital del califato, Sancho tuvo que ser descendido por varios hombres y llevado con gran esfuerzo hasta el regio salón donde el califa les esperaba.

Hasta el momento hemos venido refiriéndonos a la obesidad de Sancho como un accidente más o menos grotesco en la historia de la Reconquista. No era, sin embargo, nada que debamos tomar a broma. La leyenda ha adjudicado a Sancho el Craso una notable fama de glotón, de hombre dominado por la gula. Ahora bien, una obesidad como la suya no puede explicarse sólo por un apetito desmedido. Por lo que sabemos, Sancho 1 el Gordo pesaba más de doscientos kilos cuando llegó a Córdoba. Es un peso evidentemente patológico. No podía andar por los horribles dolores que sufrían sus rodillas y sus caderas; respiraba con muchísima dificultad por el sobreesfuerzo que debían soportar sus pulmones. O sea que Sancho no era sólo un glotón, sino un hombre enfermo que precisaba tratamiento.Y los sufrimientos que soportó en Córdoba dan fe de hasta qué extremo era grave su dolencia. ¿Qué le pasaba?

Lamentablemente, nos faltan datos para saber cuál era exactamente la enfermedad que aquejaba a Sancho. Los especialistas en la materia tienden a pensar que estamos ante un caso de hidropesía, es decir, una anormal acumulación y retención de líquidos en los tejidos del organismo. Pero la hidropesía no es tanto una enfermedad cuanto un síntoma: se produce a consecuencia de un mal funcionamiento de algún órgano, sean los pulmones, el corazón, los intestinos, etc. ¿Qué era lo que no funcionaba bien en el cuerpo de Sancho? Eso es precisamente lo que ignoramos.

Tampoco sabemos con precisión quiénes fueron los médicos que tuvieron que lidiar con un paciente tan llamativo. Parece claro que dirigió las terapias el judío Husday ibn Isaac ibn Saprut, el mismo que había negociado el viaje y el acuerdo político subsiguiente. Pero otras fuentes señalan también al reputado cirujano Abulcasis, aunque éste, por aquel entonces, contaría poco más de veinte años.

Los médicos cordobeses no averiguaron el origen del mal, pero sí combatieron a conciencia los síntomas. ¿Cómo? Con una rutina de dieta hiperestricta, ejercicio progresivo y duros masajes que, vista con ojos de hoy, sólo puede calificarse como auténtica tortura. ¿Y en qué consistía esa rutina? Las fuentes ofrecen varias versiones que no siempre guardan coherencia; algunas son, con toda seguridad, pura literatura. Pero como son lo único que tenemos, vamos a tratar de explicar el tratamiento de Sancho de forma que nos aproximemos lo más posible a la verdad.

Parece ser que, para prevenir la tentación de la gula, a Sancho empezaron por coserle la boca. Debió de ser un espectáculo horroroso, pero era la única forma de asegurarse de que aquel hombre no comiera nada. ¿Nada? No, en la costura de los labios le dejaron una pequeña abertura por donde podría sorber las infusiones vegetales que los médicos preparaban. El contenido de esta mezcla milagrosa ha sido muy debatido, como es natural —no deja de ser una fórmula de eficacia acreditada—, pero nadie sabría describir con certeza la composición. De todas las versiones posibles, la más probable es la que combinaba agua de sal, agua de azahar, menta, toronjil (o sea, melisa), y cocimientos de verduras, coles, diente de león, miel de enebro y arrope de saúco.

El paciente tenía que ingerir el brebaje siete veces al día, durante cuarenta días consecutivos. ¿Y para qué semejante bebedizo? Para obtener un fin muy concreto: diarreas continuas y vómitos sin fin. Por tan expeditivo procedimiento se intentaba obtener una acelerada pérdida de peso. Los médicos actuales deducen que, con semejante dieta, habría sido perfectamente posible que el paciente muriera en cualquier momento, y con toda seguridad el pobre Sancho estuvo alguna vez al borde de la tumba. ¿Y Sancho aguantó todo eso? Es asombroso, pero sí, lo aguantó. Bien es cierto que durante el primer periodo de su tratamiento, para asegurar la eficacia del mismo, los médicos optaron por atar al paciente a la cama.

Ahora bien, el tratamiento no acaba aquí. Como Sancho se deshinchaba a ojos vista, sus carnes entraban en franca flacidez.Y para evitar eso, los médicos prescribieron una rutina complementaria de duros masajes que devolvieran a la carne cierta tersura, así como baños diarios de vapor, para que la sudoración masiva completara el proceso de eliminación de los líquidos acumulados. Por otro lado, era importante acostumbrar a aquel cuerpo al movimiento. De manera que los médicos del califa, una vez hubo perdido el paciente las primeras arrobas, ordenaron una sesión diaria de ejercicio.

Objeción de principio: ¿cómo llevar a hacer ejercicio a un corpachón de doscientos kilos, debilitado además por una dieta tan salvaje? Era imposible esperar que Sancho lo hiciera por sí mismo, de manera que se designó a un personal específico con la única misión de obligar al paciente a moverse. El procedimiento era elemental: aquella gente ataba a Sancho con cuerdas y tiraba de él hasta obligarle a andar.Y para evitar que el pobre Sancho se cayera, los galenos cordobeses le fabricaron un andador a medida, para que tuviera dónde apoyarse.

Cuarenta días, sí, cuarenta días duró aquella tortura. Pero al cabo de ese plazo, Sancho había perdido casi la mitad del peso que tenía cuando llegó a Córdoba. Las crónicas señalan que Sancho pesaba veintiuna arrobas castellanas. La arroba castellana equivale a once kilos y medio. Eso significa que Sancho pesaría unos doscientos cuarenta kilos. Después del tratamiento, era un hombre de unos ciento veinte kilos. Ciertamente, no era un hombre delgado, pero había recobrado la posibilidad del movimiento. En sus últimos días de terapia caminaba cinco kilómetros diarios y ya había sido capaz de yacer con una mujer. Sancho el Craso seguía siendo craso, pero estaba curado.

Sancho estaba curado, sí, pero el Reino de León estaba condenado. En cuanto Sancho estuvo en pie, el califa formalizó el pacto: las huestes de Abderramán formarían junto a Sancho para reponerle en el trono, pero el nieto de doña Toda entregaría a Córdoba las diez fortalezas prometidas en la línea del Duero. En el acuerdo tomó parte el hijo y heredero de Abderramán, el príncipe Alhakén. Si el paisaje en León ya estaba oscuro por las disputas por el poder, ahora el cielo se ennegrecía definitivamente.

Es la primavera de 959 cuando un potente ejército sale de Córdoba y cruza La Mancha con destino al norte. En sus filas se mezclan huestes musulmanas y navarras. Lo encabeza un hombre que hasta hace poco no podía montar a caballo: Sancho. Que va a tardar muy poco en ser nuevamente rey.Y Abderramán comenzaba a jugar sus cartas.

Sancho recupera el trono y Abderramán se frota las manos

Sancho, con muchos kilos menos, no necesita plantear batalla: Zamora le abre las puertas sin resistencia. El rey que en ese momento está en el trono, Ordoño IV el Malo, no tiene ningún apoyo. Después de Zamora, Sancho marcha a Galicia: tampoco allí hay resistencias. La nobleza lo cal apoya a Sancho y le proclama rey legítimo. Las cosas serán algo más difíciles en la ciudad de León, pero también allí, al final, el nieto de doña Toda es reconocido como rey. Sancho ha recuperado la corona. Ordoño la ha perdido.

Nadie defiende a Ordoño, del mismo modo que, un par de años antes, nadie defendió a Sancho. Nunca se vio en el reino cristiano del norte a monarcas menos respetados. Ordoño el Malo, derrotado, atemorizado, trata de refugiarse en Asturias, al calor de una orografia apta para la defensa, pero no habrá tal. Nadie le sigue hasta allí, y los asturianos, por su parte, no están dispuestos a quedarse con tan enojoso huésped. Ordoño tiene que huir también de Asturias. Busca refugio en Burgos. ¿Por qué Burgos? Porque Ordoño, recordémoslo, estaba casado con Urraca, la hija de Fernán González, conde de Castilla, que controlaba aquella ciudad. Pero los burgaleses demostrarán no tener en la menor estima al desdichado yerno.

Burgos, en efecto, rechaza a Ordoño. ¿Fue la villa? ¿Fue el propio Fernán? No lo sabemos. El hecho es que Ordoño tiene que marcharse. No sólo se ve forzado a abandonar la ciudad, sino que además tendrá que dejar allí a su esposa. Urraca queda en Burgos con sus dos hijos. ¿Cómo interpretar este gesto? Parece que sólo hay una interpretación posible: constatando que Ordoño había perdido la partida, y en la certidumbre de que aquel pobre hombre nunca iba a conseguir nada digno de consideración, Fernán resolvió cortar amarras, dejar que Ordoño naufragara solo y salvar de la quema a Urraca y a su progenie. ¿Amor de padre? Puede ser, pero Urraca, con sus dos hijos de rey, se había convertido también en un capital político de primera magnitud; un capital que en cualquier momento podía ser de nuevo aprovechado.

A Fernán González, de todos modos, tampoco le fue demasiado bien en aquel negocio. Mientras Sancho, con sus auxilios moros, llegaba hasta Zamora y era reconocido rey en Galicia, las tierras orientales del reino, la Castilla de Fernán, eran atacadas por tropas navarras. El rey de Pamplona, García, temía evidentemente que su cuñado castellano aprovechara el caos para ir más lejos de donde debía. Con aquel ataque en tierras castellanas, Pamplona se aseguraba dos cosas: una, que Fernán no movilizara tropas a favor de Ordoño; dos, que el conde de Castilla se viera obligado a reconocer a Sancho como rey. Cosa, por cierto, que Fernán no hizo al menos hasta dos años más tarde, a juzgar por los diplomas firmados por el conde, documentos en los que, durante ese tiempo, se escribe obstinadamente «reinando Ordoño».

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