Movimientos religiosos modernos (4 page)

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Authors: Alberto Cardín

Tags: #Ensayo,Referencia,Religión

E
XPANSIÓN Y MISIÓN

A partir del siglo
XV
, la civilización urbana europea fue encontrándose en su expansión con culturas técnica y demográficamente débiles a las que pudo dominar sin dificultad —como ocurría con las colonias españolas de América y las inglesas y francesas de Estados Unidos y Canadá—, y también con civilizaciones poderosas, tanto en su demografía como en su potencial técnico y científico, en las que trató de influir de diversos modos. Estas últimas —entre las que se contaba indudablemente el Imperio chino, la civilización japonesa y los reinos y rajanatos de la India— no fueron mucho más apreciadas por los europeos en lo que a sus valores ideológicos se refiere, que las culturas más débiles que tan fácilmente se les habían sometido. No obstante, la constatación, a lo largo de los años, de la inmensa riqueza cultural de tales civilizaciones les llevó a sentir un cierto respeto hacia ellas y a emplear formas de penetración más sutiles, aunque en modo alguno quedara inhibido nunca su afán de dominación.

Fue, de hecho, el fracaso de su misión en Japón, donde habían intentado implantar el cristianismo sin modificación alguna, lo que llevó a los jesuitas —precursores, en cierto sentido, de la penetración ideológica de Occidente en el Extremo Oriente— a intentar nuevas formas sintéticas, que tomaran en cuenta las peculiaridades culturales y la idiosincrasia de tan arraigadas civilizaciones. Los padres Brito y Roberto De Nobili fueron los primeros en presentarse vestidos de
pandits
y
swamis
, predicando un cristianismo tan impregnado de hinduismo que Roma no tuvo más remedio que prohibir el experimento, dando al traste con todo el intento.

Más tarde, el padre Matteo Ricci y varios jesuitas italianos y alemanes, vestidos de bonzos budistas y luego de letrados imperiales, tradujeron al chino los evangelios e introdujeron en la liturgia de la misa elementos tomados del culto confuciano —como los ritos estacionales y la veneración de las tablillas de los antepasados—, llegando incluso a aceptar como designaciones del Dios cristiano las de
Chang-ti
(Señor Soberano) y
Tien
(Cielo), con las que los confucianos nombraban a la divinidad suprema. Su éxito fue bastante halagüeño, originando en Europa una corriente de simpatía entre las minorías ilustradas, que veían en el mandarinato chino una plasmación de sus propios sueños político-ideológicos. Roma, sin embargo, no pudo aceptar las amplias concesiones doctrinales que suponía el experimento y acabó prohibiéndolo también, lo que tuvo como consecuencia la proscripción imperial del cristianismo en China en 1745.

Es esta aproximadamente la fecha que marca el comienzo de la implantación territorial de Inglaterra en la India, acontecimiento que supuso para todo Extremo Oriente un nuevo tipo e relación político-cultural con Europa: la penetración europea no será ya puramente comercial y doctrinal, sino que se implantará militarmente, estableciendo puertos francos con guarniciones europeas allí donde la ocupación territorial completa no resultaba rentable. La llamada Guerra del opio entre ingleses y chinos, en 1842 —primera gran derrota en toda línea del Imperio chino frente a una potencia occidental— y la intervención armada de los americanos, bajo el mando del comodoro Perry, en 1854, marcarán los hitos fundamentales de esta nueva forma de penetración.

El tira y afloja político e ideológico que a partir de este momento se produce entre las naciones de Oriente y los europeos desembocará en una serie de intentos de síntesis, inversos esta vez a los proyectados por los jesuitas, primando ahora el intento de adopción de la cultura europea como paso necesario para la equiparación social y política con las potencias invasoras. El intento más conseguido de este nuevo modo de síntesis —denominado en todos los casos «modernización»— será sin lugar a dudas el impulsado por el emperador Matsu Hito en Japón, quien en 1868 inauguraría la llamada era Meiji (época de la Luz del Emperador). Matsu Hito llevará a cabo una peculiar reforma política y cultural introduciendo masivamente elementos tecnológicos europeos y conservando, en cambio, casi intactos los más profundos valores de la civilización japonesa: los religiosos y los familiares. El resultado será un Estado tecnológicamente equiparable a los occidentales, conseguido precisamente gracias a las ventajas que la autoridad sagrada del
Mikado
y los coercitivos vínculos familiares y feudales permitían para imponer todos aquellos cambios sin protestas.

Mucho más complejos y convulsivos serán los intentos de síntesis llevados a cabo en China, comenzando con la revolución
T’ai Ping
, que en 1853 logró instalar un imperio neocristiano en Nankín —el Celeste Reino de la Paz Suprema, que es lo que quiere decir
T'ai Ping T'ine Kuo
—, pasando por la República de cuño occidental proclamada por Sun Yat-Sen en 1912 —cuya capital estuvo también en Nankín—, hasta llegar a la República Popular, de inspiración marxista, instaurada por Mao en 1950. Estos tres movimientos: el de Hong Sieu, líder de los
tatping
; el de Sun Yat-Sen y su partido, el Kuomintang, y el del Partido Comunista chino, bajo el liderazgo de Mao, constituyen evidentes reediciones del gran movimiento de los Turbantes Amarillos, que en el año 184 organizaron una vasta rebelión contra la dinastía Han, llegando a establecer un Estado teocrático en Se-Chuan, provincia sudoriental del imperio. Los Turbantes Amarillos se inspiraban en el principal libro del taoísmo popular, el
T'ai Ping King
(Libro de la Gran Paz) y su doctrina recibía el nombre de
T'ai P'ing Tao
(Tao de la Gran Paz), siendo su contenido fundamental el de un comunismo teocrático lleno de especulaciones alquímicas y ritos mágicos para conseguir la inmortalidad.

Los nombres, como puede verse, no llaman demasiado a engaño, y los tres movimientos mencionados resultan ser así, en gran parte, el travestimiento de las sectas taoístas tradicionales chinas bajo ropajes ideológicos de Occidente: el cristianismo apocalíptico primero, el liberalismo republicano con Sun Yat-Sen, y el marxismo-leninismo en último lugar.

L
A MÍSTICA DESPUÉS DE LA
R
EVOLUCIÓN DE OCTUBRE

El triunfo, en 1917, de la revolución bolchevique en Rusia supuso un giro en la historia europea —y por extensión, en la mundial—, tanto por lo que implicaba como primer ejemplo de una revolución socialista que llegaba a plasmarse en formas de poder estatal, como por el hecho de inaugurar todo un nuevo modo de concebir la política, las relaciones humanas y las relaciones entre Estados.

Más que el hecho de ser la primera aparición de las masas como protagonistas de la historia —que, en cierto modo, ya había ocurrido en 1789—, lo que ahora resultaba una novedad era que un conjunto de intelectuales estuviera dispuesto a intervenir científicamente en una realidad atrasada con respecto a sus posibilidades reales, para ponerla a la altura de éstas. Esto suponía una reaparición actualizada en la historia de los doctrinarios e intransigentes
philosophes
ilustrados, armados esta vez de un método «infalible» que servía a la vez para diseccionar la realidad y para imponerse como mito o nueva religión a las masas. Los bolcheviques, minoritarios en el conjunto de fuerzas de la revolución, tuvieron que apropiarse dictatorialmente del poder —apenas un año después de octubre de 1917— para conseguir implantar su proyecto ideológico.

La reacción que tuvo lugar en Europa, a la vista del nuevo giro de la historia que la Revolución rusa desvelaba, no fue un reagrupamiento de las fuerzas reaccionarias, como suele decirse, que anunciara ya el auge del fascismo. Lo que ocurrió —y ello en las propias filas del movimiento socialista— es que la visión de una teoría científica, supuestamente liberadora, convertida por vía del poder en una dictadura con ribetes teológicos, llevó a una defensa redoblada de los valores espirituales que desde la Ilustración se tenía como patrimonio de Occidente. Y lo que empezó siendo una defensa de los valores más puramente racionales acabó convirtiéndose, a lo largo de la década de los treinta, en defensa de los valores espirituales irracionales que más fácilmente podían contraponerse a los ideales comunistas: la crisis económica del sistema capitalista de la época, cuyo diagnóstico proclamaba el socialismo científico, no podía sino dar lugar a una polarización ideológica entre el materialismo y el cientifismo socialista y el liberalismo capitalista, respetuoso de las ideas religiosas y defensor en teoría de los derechos individuales que su oponente histórico negaba transitoriamente en nombre del más alto ideal histórico de la sociedad sin clases.

En medio de ambos, y como el coro fatalmente mudo que la realidad latente al equívoco ilustrado imponía, quedaban las masas. Buena parte de los individuos, perdidos en medio de una discusión ideológica que no entendían muy bien, acabó optando por el modelo político que parecía resolver del modo más expeditivo la anarquía social y la crisis laboral del momento, al tiempo que despertaba sus más inmediatos atavismos: el modelo de encuadramiento fascista. A sus filas acabaron pasándose, en muchos países de Occidente, incluso un número considerable de militantes de partidos de izquierda.

El atractivo de la ciencia, concebida en gran parte como religión y panacea, era tan fuerte en Occidente que, incluso en las filas del emocionalismo fascista, las insignias que servían para suscitar las pasiones de las masas —como la raza o la sangre arias— eran justificadas según una pretendidamente minuciosa metodología científica, y hasta los mayores crímenes cometidos en los campos de concentración presentarían el mismo rigor metódico de los laboratorios.

La Revolución rusa, por otro lado, había desplazado hacia Occidente a individuos perfectamente familiarizados con la espiritualidad ortodoxa rusa, la cual, paralelamente a la jerarquía de la Iglesia oficial, había conservado una tradición de maestros espirituales y ascetas, los
staretz
—bastante similares a los gurús y
swamis
indios.

Algunos de estos exiliados habían trabado contacto, bien fuera personal o libresco, con algunas de las religiones orientales implantadas en amplias zonas del Imperio ruso, como el chiismo o el budismo, o bien habían pertenecido a los círculos teosóficos fundados en Rusia y en Polonia por Helena Blavatsky.

El más famoso de estos rusos blancos, altamente imbuidos de conocimientos trascendentales, fue sin duda George Gurdieff, quien había actuado al parecer como agente zarista en el Tíbet, y que a partir de 1922 empezará a difundir toda una serie de enseñanzas esotéricas en Occidente a través de su Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, modelo de gran parte de los grupos gnósticos y filantrópicos de carácter orientalista que posteriormente surgirían en Europa.

Varios intelectuales europeos, entre ellos Cari Jung y Katherine Mansfield, estuvieron profundamente influidos por su enseñanza, pero mucho más importante para el desarrollo de los acontecimientos europeos durante los años treinta y cuarenta fue el discipulado directo que con él mantuvo el general Karl Haushofer, creador de la geopolítica y uno de los principales propagandistas de la tesis de la supremacía aria. Entre los discípulos de Haushofer se contaban Rudolf Hess y Adolf Rosemberg, máximos ideólogos del nazismo.

S
INCRETISMOS ORIENTALES

Para el estudio de los movimientos religiosos actuales de Occidente es imprescindible conocer las sectas religiosas surgidas, desde mediados del siglo
XIX
, en Japón, Corea y Vietnam, en las que, sobre la base de múltiples influencias religiosas locales, primaba especialmente un tipo de organización sectaria de cuño occidental.

La secta en Occidente, como en parte queda ya dicho, tiende a la creación de una estructura comunitaria cerrada, que se defiende, mediante el secreto y el enquistamiento, del entorno social en el que surge, lo cual produce a su vez en éste una reacción de hostilidad que puede llegar hasta la persecución, según sea el grado de extrañeza o peligrosidad que la sociedad pueda percibir en las doctrinas o modos de organización de la secta, sean cuales fueren sus dimensiones. En Oriente, en cambio, la proliferación sectaria es perfectamente compatible con las grandes religiones, que en realidad son más bien modos de vida o formas culturales íntimamente interpenetradas con la sociedad en que se inscriben; las sectas surgen así como estructuras poco definidas, compatibles la mayor parte de las veces, y muy relativamente opuestas a la religión dominante, que carece de jerarquía eclesiástica y de dogmas.

Pues bien, las sectas propiamente religiosas surgidas bajo la fuerte influencia occidental que Asia oriental experimenta a partir de la Guerra del opio lo hacen fundamentalmente sobre el modelo de las sectas occidentales —a pesar de su masiva utilización de simbologías y tradiciones propias de su lugar de nacimiento—, en la medida en que se constituyen en comunidades cerradas, con vocación eclesial y claramente contrastadas doctrinalmente con las religiones dominantes y las restantes sectas. Casi todas ellas parten de una revelación o visión, en la que los elementos de la «iluminación liberadora», a la manera oriental, aparecen claramente mezclados con el mensaje angélico de tipo cristiano, como en el caso de la secta vietnamita del Cao-Dai, fundada en 1925 por un antiguo funcionario aduanero de la administración colonial francesa en Indochina, y que mezcla símbolos cristianos con otros tomados del budismo local.

Muchas de estas sectas acabaron jugando un ambiguo papel político en los movimientos de liberación anticolonial de sus respectivos países, dando lugar a persecuciones de todo tipo por sus continuos cambios de campo: hasta 1955 apoyan a la administración francesa; después, tan pronto se adhieren a los guerrilleros comunistas como a los gobiernos pronorteamericanos de Saigón, según la coyuntura. Similares, en cuanto a su forma de constitución y organización, y producto de una curiosa confluencia entre las sectas pentecostales y terapéuticas americanas y el budismo y el chamanismo japoneses, son las numerosas sectas surgidas en Japón tras la promulgación de la era Meiji. El budismo japonés anterior a la introducción del zen, en el siglo
XII
, había llegado a establecer una curiosa síntesis con el shintoísmo, un chamanismo estatalizado y estilizado. Como se trataba de budismo mahayana no tuvo la menor dificultad en convertir a los
kami
, o espíritus divinizados de la tierra y los antepasados, en otros tantos
boddhisatvas
o «budas misericordiosos», componiendo el primer texto mágico, de cuya recitación surtían efectos salvadores.

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