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Authors: Alberto Cardín

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Movimientos religiosos modernos (7 page)

El Mahayana y su forma rápida de salvación implicaba igualmente métodos de meditación para los que no se necesitaba ni la vida dedicada del monje, ni siquiera la práctica de vida pura y pacífica que enseñaba el
Noble Octuple Sendero
. La simple confianza puesta en un bodhisattva o la práctica de la meditación enseñada por la identificación con un maestro personal, para los más avezados, es suficiente para conseguir la iluminación.

Japón, que recibiría el budismo de Corea en el siglo
VI
, lo conocería bajo su forma de Mahayana, que era la introducida en este último país y en China; y sería un sutra específicamente Mahayana que no existía en el
Canon Pali
, el
Sutra del Loto
, el que mayor influencia tendría en el pensamiento tradicional japonés.

En el siglo
XII
, sin embargo, un monje llamado Yosai traería de China una forma de Mahayana denominada
Ch’an
—es decir, concentración—, de la que surgiría la más conocida forma de budismo japonés, el zen.

EJ Ch’an dio lugar en Japón a dos escuelas:
Soto
y
Rinzai
. Ésta última propugna el
koan
, o mostración del absurdo mediante ejemplos o aporías verbales, y el
mondo
o juego de preguntas-respuestas muy rápidas entre maestro y discípulo, orientadas a mostrar la vaciedad de las cosas. Tales métodos y el propugnado por el zen
Soto
, el llamado
zazen
—o postura cómoda y quieta con la que conseguir la vaciedad—, están destinados a conseguir una iluminación inmediata, que en japonés recibe el nombre de
satori
. Esta iluminación se logra en determinados momentos privilegiados —como consecuencia de un koan, a lo largo de la retahíla absurda del mondo, o en medio de la inmovilidad del zazen— y proporciona una perspectiva permanente de las cosas, en la que éstas aparecen privadas de sentido, lo cual desata al mismo tiempo una actitud indiferente e impasible del sujeto.

Semejante visión del mundo, muy parecida en sus resultados a la indiferencia ante el mundo del sabio estoico occidental, tenía que hacer fortuna entre los
samurai
japoneses, que adoptaron el zen como su forma peculiar de budismo.

Y también triunfaría en Occidente —una vez dado a conocer en Estados Unidos, tras la ocupación de Japón en 1945—, entre los individuos deseosos de acceder a una visión instantánea del absurdo del mundo. No hay que olvidar que nos referimos a hombres que habían sufrido las penalidades de la Segunda guerra mundial.

C
URAR EL MALESTAR ESPIRITUAL

La irrupción y las especiales características de los movimientos religiosos surgidos al apagarse la efervescencia contracultural no serían suficientemente explicables sin tener en cuenta una conexión que parece inherente a la misma tradición crítica occidental: la conexión que en cada época de crisis —en general siempre que la cultura occidental se ha planteado de una manera distanciada sus propios fundamentos— se establece entre civilización y enfermedad.

El mito de la Edad de Oro y el del futuro reconciliado forman parte indudable de semejante conexión, que recibió su mejor formulación en el título de una de las más conocidas obras de Sigmund Freud,
El malestar en la cultura
: la cultura como creadora de ansiedad y desasosiego —de enfermedad, en una palabra—, a la que sólo la religión o el mito parecen poder dar término mediante el ofrecimiento de una promesa de felicidad y reposo.

La idea de milagro, generalmente concebido como curación de males ya desahuciados y empleado como signo de algún tipo de renovación social y religiosa o como índice de verdad de una nueva doctrina, no es algo exclusivamente propio del cristianismo: el anuncio de las épocas de paz asociadas a grandes emperadores romanos —sobre todo Augusto y Vespasiano— se hacía llegar a las masas por medio de portentos sobrenaturales. Y este poder de curación y milagro de los emperadores paganos lo heredarán los reyes cristianos de Francia e Inglaterra, a quienes se atribuía el poder de curar escrofulosos con sólo tocarlos.

Será la idea del malestar espiritual, patentizado mediante convulsiones y llagas corporales que podían curarse con la ayuda del consuelo espiritual de la nueva religión, la que se apropie el cristianismo y mantenga como exclusiva suya.

Y es la explicación dada a tales convulsiones como un tipo de inadecuación del individuo a su entorno social —histeria— lo que ha permitido a la moderna psiquiatría desplazar a la religión en la cura de las
enfermedades espirituales
. Pero la psiquiatría —incluido el psicoanálisis— ha quedado desprestigiada en los últimos tiempos como método curativo de la psique, labor a la que han contribuido los propios profesionales de esta disciplina al destruir, desde la llamada posición
antipsiquiátrica
la idea misma de enfermedad mental, que consideran una pura invención social.

Dicho efecto social tiene, sin embargo, una eficacia real, y si bien puede ser cierto que los locos se curan mejor fuera de los manicomios, son muchos los neuróticos, los obsesivos, los ansiosos y los angustiados que, no confiando ya ni en la psiquiatría ni en ninguna otra forma de psicoterapia occidental, empezaron a acudir a las religiones orientales en busca del consuelo que el confesionario católico o las plegarias comunitarias protestantes ya no podían otorgarle, precisamente por haber abdicado de sus funciones de cura en los psiquiatras.

Muchas de las religiones orientales tuvieron que sufrir, por todo ello, una remodelación para adaptarse a esta demanda de curación tan extendida en Occidente: así, pues, tuvieron que dejar de presentarse como complejos sistemas de subsunción del yo en el Cosmos o en el Absoluto, para convertirse en simples terapias psíquicas dotadas de un toque exótico, al tiempo que reducían sus técnicas de meditación para alcanzar la serenidad a simples ejercicios gimnásticos de relajación.

Es cierto que, a primera vista, el budismo como tal aparece rodeado desde el principio de elementos médicos. Pero la utilización del estilo de exposición médico y la designación, en algunos de los primitivos textos budistas, de Gautama el Buda como «el mejor de los médicos» no deben engañarnos con respecto a la realidad de su doctrina. Ésta no es un simple método de cura: el dolor que el budismo pretende superar es el de la vida misma, el hecho de que ésta sea mutable en vez de eterna e impasible.

En cambio, el budismo zen japonés ha tenido siempre una perspectiva mucho más utilitarista, en este sentido médico al que antes se aludía. En efecto, era muy útil para conseguir la frialdad necesaria para tirar al arco o entrar en batalla, por más que en la época clásica la vía rápida de alcanzar el
satori
aún supusiera un modo de vida, si no necesariamente similar al propugnado para la
sangha
, al menos dotado de una cierta perspectiva constante, fundada en la experiencia concreta y privilegiada de determinados momentos de
iluminación
. Sin embargo, tan pronto como el zen entra, incluso en Japón, en el ajetreado circuito de la vida moderna y tecnificada, su carácter de simple terapia se acentúa. No es raro, pues, ver que el máximo apóstol del zen en Europa, Taisen Deshimaru, hable del zen un tanto en estos términos terapéuticos: antes que monje había sido hombre de negocios. Tampoco ha de sorprender que el más conocido maestro de zen en Occidente, D. T. Suzuki, llegue a entenderse tan bien en términos de cura psicoanalítica con Erich Fromm. Es muy posible que, desde un principio, Suzuki intentara divulgar el budismo japonés entre los occidentales.

Las sectas orientales así adaptadas, o preadaptadas, confluyen en su oferta terapéutica con las occidentales que, en conexión o no con el cristianismo, han revivido la tradición cristiano-occidental de la curación por el espíritu. Así sucede con Ciencia Cristiana, las sectas pentecostales, o la Cienciología, cuya prueba de verdad parece querer fundarse en los efectos curativos de su técnica o su doctrina, para lo cual se apropian no pocas veces de determinados métodos de la ciencia, como antes decíamos respecto a la parapsicología.

O
CCIDENTE: EL SUPERMERCADO ESPIRITUAL

La ilusión comunitaria, asociada con la contracultura, que se plasmó en los grandes festivales
pop
de finales de los sesenta —Woodstock, isla de Wight, y Altamont, ya en 1970—, pronto demostró ser un espléndido negocio del que se beneficiaban desde los promotores de las estrellas pop hasta el dueño del terreno, seguidos inmediatamente de las casas de discos y los distribuidores cinematográficos que vendían el documental de los hechos.

Las estrellas, pronto aclimatadas a los requisitos de semejante mercado, lo llevaban con mejor o peor cinismo —de hecho, los que no murieron a causa de una sobredosis de droga quedaron naturalmente seleccionados como los mejor adaptados al nuevo
show-bizz
—, y hasta en el documento sobre Altamont llegó a introducirse, a modo de
distanciamiento fílmico
, el asesinato cometido por los miembros del servicio de orden —precisamente, lo que en su día fue considerado como indicio del final de la era de la paz y del amor.

Cuando, a lo largo de la década siguiente, las estrellas sobrevivientes empezaron masivamente a convertirse en seguidores de unos u otros gurús, pareció como que en cierto modo no pretendían otra cosa que aprovecharse de la nueva moda religiosa para seguir en el candelero. La cuestión, sin embargo, era bastante más compleja. Confluían en la nueva alianza comercial entre estrellas pop y gurús o predicadores de las diversas sectas una serie de tradiciones culturales, tanto orientales como occidentales, que simplemente adoptaban la forma exterior y masiva del mercado consumista avanzado.

La tradición del
darshan/
—aparición sobre un estrado del gurú para su veneración por los devotos— y los
kirtans
—festivales con danza, canto y plegarias reiterativas, en honor de un gurú— formaban parte de la tradición hindú de la
bakhti
—devoción ferviente que funda la agrupación sectaria en torno a un maestro—, aunque ahora la concentración de devotos era mayor y las intenciones no siempre tan puras como cuando se trataba de un reducido número de discípulos.

Por el lado occidental estaban, a su vez, los grandes festivales revivalistas, que desde siempre habían agrupado a multitudes enfervorecidas en torno a aun estrado donde uno o varios predicadores, acompañados de orquesta, solistas y cantantes, inducían la devoción de las masas y provocaban trances y curaciones.

No tenían, pues, ambas tradiciones más que confluir con el nuevo mundo del espectáculo pop para crear un inmenso mercado de devoción-fiesta-trance, del que la fugaz aparición de un gurú vestido de rosa y bajado en helicóptero, como sucedió en Woodstok, no había sido sino el pálido anuncio.

La oferta espiritual, al pasar así del circuito boca a boca —típico de la estructura de mercado preindustrial indio— y del cartel de feria y la gran carpa circense —propias del festival revivalista— a la gran red de los canales comerciales y audiovisuales de la sociedad postindustrial, adoptó de inmediato la forma de dichos canales, ayudada además por la publicidad suplementaria que le ofrecían las estrellas pop convertidas en devotos.

Una nueva idea de marketing, propia del circuito en que pasaban a integrarse, surgió en el seno de las sectas a medida que iban aumentando de volumen, produciendo un curioso desdoblamiento: el marketing propio de los grandes festivales y darshans —donde proliferaba un mercado de pegatinas, discos, pósters, revistas y folletos—, y el marketing del contacto personal, en la calle, puerta a puerta, o mediante pequeños shows callejeros, como los que acostumbra ofrecer el Hare Krisna. Dos tipos de técnicas psicológicas se aplicaban a cada uno de estos tipos de marketing: la psicología de masas para el primero —según los métodos ya ensayados por el
show-bizz
del pop— y la psicología de laboratorio y de microgrupos destinada a la captación de nuevos adeptos solitarios, para el segundo.

Que detrás de todo esto tuviera que haber un organizador o un grupo de cerebros clarividentes, es algo incuestionable. Pero la situación no era muy diferente a la de antes. Como tan ingeniosamente ha señalado Greenfield en el título de su libro,
El supermercado espiritual
, se había pasado del mercado ferial al supermercado. El problema de éste último es, sin embargo —como los teóricos de la sociedad de consumo han sabido ver— el desgaste inmediato de su oferta. Y esto es lo que ocurrió con las sectas que utilizaron tales canales: su mensaje quedó igualado con el de las estrellas del pop que le servían de gancho, y murió aun antes de que éstas decayeran.

P
ENTECOSTÉS PERPETUO

En la tradición de las comunas estadounidenses de mediados de los años sesenta —luego difundidas por todo Occidente como «alternativa a la familia»— influyeron casi tanto como las
casas largas
iroquesas, por muchos invocadas, las sectas pentecostales. Las más famosas, como las hutteritas, las menonitas y las diversas comunidades de
shakers
, habían emigrado entre finales del XVII y principios del XVIII de las cada vez menos tolerantes Holanda e Inglaterra en busca de la nueva tierra de promisión que parecía ser América.

Buscaban una manifestación constante y palpable del espíritu divino en el seno de la comunidad, tal como el relato de Pentecostés decía que se había producido sobre los apóstoles, y propugnaban una cierta comunidad de bienes, a ejemplo de la establecida en la primitiva Iglesia de Jerusalén. Por ello, en sus asambleas religiosas tenían suma importancia los estados de trance, los espasmos y el don de lenguas, que según el relato de los hechos bíblicos había servido como manifestación palpable de la efusión del Espíritu Santo.

La mayor parte de estas comunidades, al igual que otras surgidas a imitación de ellas durante el siglo
XIX
—como los mormones o los adventistas del Séptimo Día—, con el transcurso del tiempo y según las comunidades rurales que ellos mismos habían creado, fueron convirtiéndose en verdaderos centros urbanos que acabaron cayendo en la relajación: la primitiva comunidad de bienes fue privatizándose y las asambleas religiosas empezaron a parecerse cada vez más a los servicios dominicales o sabáticos de las restantes sectas protestantes. Pronto pasaron a engrosar el número de las Iglesias respetables, conservando tan sólo en los servicios divinos algún resto del primitivo pentecostalismo en forma de sermones más apocalípticos o cantos devotos.

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