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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Muerte en Hong Kong (27 page)

Chernov hablaba con la mayor frialdad e indiferencia, como si las ejecuciones de Heather, Ebbie, Jungla, Dietrich y Smolin fueran tan intrascendentes como la imposición de una multa por exceso de velocidad.

—Entonces, ¿no podemos negociar?

—No se puede negociar con los muertos.

—¿Y yo, mi general?

—¡Ah! —exclamó Chernov, señalando con el índice de la mano derecha a Bond. Antes de que pudiera decir nada, llamaron a la puerta y entró el guardián, llevando una gran bandeja con una jarra de café, tazas, un cesto de bollos y tarros de confitura. Le seguía Mischa, que sostenía en una mano la pistola ametralladora del hombre. Era evidente que no quería ser mayordomo de nadie, ni siquiera de Chernov—. ¡Ah! —repitió el general, bajando el dedo—. Aquí tenemos el desayuno.

Mischa y el otro guardián se retiraron. Bond observó que el hombretón situado de pie junto a la ventana miraba la comida con cierta envidia.

—¿Decía usted, mi general?

—Ya hablaremos cuando hayamos desayunado, mi estimado Bond. Disfrute de mi hospitalidad mientras pueda.

Dicho lo cual, se negó a seguir hablando del asunto. De hecho, se pasó varias horas sin referirse para nada al futuro de Bond. Al terminar el desayuno, Chernov dictó una serie de órdenes. El otro guardián regresó a la estancia y, sin que nadie les dijera nada, ambos hombres tomaron a Bond por los brazos, lo llevaron fuera, y bajaron con él dos tramos de una escalera de piedra. Abrieron una pesada puerta y lo arrojaron al interior de una pequeña celda completamente vacía, a excepción de una pequeña bombilla cubierta por una reja metálica en el techo. No había ventanas ni muebles, sólo el espacio suficiente para que un hombre pudiera permanecer de pie con los brazos extendidos. Mischa apareció en la puerta.

—Míster Bond —dijo, utilizando por primera vez un afeminado ceceo. Llevaba unas prendas de ropa que arrojó al suelo de la celda. Había un mono de trabajo azul oscuro, unos calcetines de nilón, ropa interior y un par de mocasines baratos—. Son de su talla, míster Bond. Nos la han comunicado desde Moscú. El general desea que se desnude y se ponga esta ropa —Mischa sonrió, exhibiendo toda la dentadura—. Usted tiene fama de mago… De llevar artilugios escondidos en las mangas y otras cosas por el estilo. El general cree que así estaremos más tranquilos. Cámbiese ahora, por favor.

Bond no tuvo más remedio que obedecer. Con la mayor lentitud posible, se fue quitando la ropa junto con el valioso equipo que llevaba oculto. Se puso el mono y se sintió ridículo. Mischa tomó sus ropas y salió, dando un portazo. Bond oyó que cerraba con un grueso candado.

Se pasó un rato evaluando la situación. Había un agujerito de diámetro no superior al de un lápiz por encima de la puerta. Le debían de estar observando a través de un sistema de control integrado por minúsculas lentes de fibra óptica. La celda se encontraba debajo de la villa. No había forma de escapar. La única posibilidad que tenía era recuperar el equipo auxiliar oculto en la tierra, cerca de la villa. Temiendo que éste no le sirviera de nada, cruzó las piernas, se sentó impasiblemente en el suelo, y vació la mente de pensamientos e inquietudes para concentrarse en una especie de nada.

No supo cuánto tiempo transcurrió antes de que aparecieran los dos guardianes llevando más comida, que él rechazó. Los guardianes parecieron tomarlo a mal, pero se retiraron.

A medida que pasaban las horas, Bond controlaba cada vez mejor su cuerpo y su mente en la certeza de que, cualquiera que fuera la prueba que le reservara el general, necesitaría hacer acopio de toda su experiencia y de todo su valor físico y mental para combatirla, e incluso utilizarla en provecho propio con el fin de salvar al equipo de
Pastel de Crema
y a sí mismo de la muerte.

Sintió instintivamente que el día estaba languideciendo. Al fin, abrieron la puerta y los mismos hombres le arrastraron fuera de la celda, le hicieron subir la escalera y le acompañaron a la estancia principal de la casa donde antes había desayunado en compañía de Chernov. Esta vez, la habitación le pareció más pequeña porque estaba llena de gente. A través de la ventana, vio que la blanca arena se teñía de rojo sangre en el ocaso.

Miró a su alrededor y vio a Chernov sentado en un sillón de bambú en el centro de la estancia. Los demás estaban encadenados juntos y, entre ellos, vio dos rostros nuevos. Reconoció en el hombre a Franz
Wald
Belzinger…, Jungla Baisley por otro nombre. Era el rostro que había estudiado a través de varias fotografías aquella primera tarde, tras almorzar con M en el Blades. Lo que más le sorprendió fue la corpulencia de Baisley, el cual debía superar el metro ochenta y cinco de estatura y tenía unos hombros muy anchos. Contaba veintisiete años, pero aparentaba menos debido tal vez a su despeinado cabello pelirrojo. Al ver a Bond, le dirigió una sonrisa como de bienvenida.

—Creo que los conoce usted a todos a excepción de
Fräulein
Dietrich y míster Baisley, tal como gusta de ser llamado —dijo Chernov.

Susanne Dietrich era delgada y tenía el cabello rubio. Miró a Bond con rostro asustado mientras Jungla intentaba levantarse, esbozando una sonrisa de universitario norteamericano.

—Hola, míster Bond. He oído hablar mucho de usted.

La voz tenía ciertos matices germánicos, más en la sintaxis que en el acento. El joven no quería demostrar que tenía miedo.

Bond asintió, tratando de esbozar una sonrisa tranquilizadora. Vio a Maxim Smolin, a Heather y a Ebbie. Heather le devolvió la sonrisa, Smolin le guiñó un ojo y Ebbie le lanzó un beso. Menos mal que se enfrentaban a su destino con dignidad. Bond les preguntó si estaban bien y todos asintieron con la cabeza.

—Bueno, pues, yo a eso lo llamaría una reunión de familia —dijo Chernov, soltando una carcajada como si acabara de inventarse el chiste más gracioso del mundo—. ¿O acaso debería llamarlo consejo en lugar de reunión? —preguntó. Al ver que nadie contestaba, añadió—: Estos cinco prisioneros ya saben lo que les va a ocurrir. Han sido informados de su delito y de la razón por la cual van a morir. Conocen, también, el método de sus muertes, que tendrán lugar mañana al amanecer —hizo una pausa, como si saboreara el hecho de antemano—. En cuanto al comandante James Bond, de la Royal Navy, Servicio Secreto de Espionaje… En cuanto a él… Bueno, pues, el Departamento al que represento tiene dictada una orden de ejecución desde hace muchos años. ¿Lo sabe usted, míster Bond?

Éste asintió, recordando las muchas veces que había burlado y causado irreparables daños al negro corazón del KGB, antiguamente llamado SMERSH.

—No subestimemos al comandante Bond —dijo Chernov, poniéndose muy serio—. Ha demostrado ser un enemigo valeroso, hábil, extraordinariamente eficiente y audaz. Sería impropio de mi departamento liquidarle simplemente con una bala, un cuchillo o un inyección de racina, el fármaco que tanto les gusta a nuestros primos búlgaros. Como a un torero, al comandante Bond hay que ofrecerle una «oportunidad de luchar» —el general ruso dirigió una siniestra sonrisa a Bond—. Comandante Bond, ¿sabe usted lo que es una «marioneta»? En sentido operativo, quiero decir.

—¿Alguien a quien es fácil controlar? —preguntó Bond.

—No soy justo con usted, James Bond —dijo Chernov, riéndose—. Son las Fuerzas Especiales del Ejército Rojo, las
Spetsnaz
, equivalentes, si no me equivoco, a sus SAS, que utilizan la palabra «marioneta». Las «marionetas» son muy útiles durante su adiestramiento. En la Unión Soviética llevamos más de cincuenta años utilizándolas. Nuestra noble antecesora, la Cheka, los llamaba «gladiadores»; más tarde, el NKVD los calificó de «voluntarios», aunque, en realidad, distan mucho de serlo. El SMERSH, en sus distintos disfraces, siempre ha utilizado para designarlos un nombre inglés, lo cual no deja de ser curioso, ¿verdad? Nosotros los llamamos «Robinsones», comandante Bond. Puede que usted les conozca bajo esta denominación. Por consiguiente, vuelvo a preguntarle, ¿sabe usted lo que son los «Robinsones»?

—He oído rumores —contestó Bond, sintiendo que se le encogía el estómago.

—¿Y creyó en ellos?

—Probablemente.

—Y con razón. Permítame que se lo explique. Cuando alguien es condenado a muerte en la Unión Soviética, el hecho de que muera con rapidez o de que su muerte se utilice en beneficio del Estado depende del lugar que ocupe en la comunidad —otra vez una gélida sonrisa iluminó los ojos de Chernov—. A diferencia de los decadentes británicos, que tan limpiamente se entregan a nosotros por culpa de su autocomplacencia, su laxitud y su incapacidad de ver que pronto acabaremos gobernando por entero su política… —la voz de Chernov se elevó un tono—. A diferencia de los británicos, que son tan remilgados a la hora de utilizar la pena de muerte, nosotros la utilizamos con provecho. Cierto que los ancianos y las mujeres son ejecutados casi inmediatamente. Otros son enviados a centros médicos; algunos colaboran en la construcción y funcionamiento de los reactores nucleares…, encargándose de las tareas más peligrosas. Los hombres más fuertes, aptos y jóvenes se convierten en «marionetas» o «Robinsones». Es un buen adiestramiento para nuestros hombres. Hasta que un soldado no demuestra que puede matar a otro ser humano, no podemos estar seguros de él.

—Eso es lo que he oído decir —Bond se notaba la cara paralizada, como si un dentista le hubiera administrado una inyección—. Dicen que les proporcionan blancos vivos para las prácticas…

—No son simples blancos, comandante Bond. Ellos pueden repeler el ataque, aunque dentro de ciertos límites, claro. Saben que, si intentaran escapar o utilizar las armas contra quienes no deben, serían segados como el trigo. En los ejercicios, son auténticos contrincantes. Matan y son matados. Si son muy buenos, pueden sobrevivir bastante tiempo.

—¿Tres ejercicios y son indultados?

—Me temo que eso es un cuento de viejas —Chernov sonrió—. Los «Robinsones» jamás sobreviven al final. Saben que están sentenciados y luchan con más denuedo si piensan que, al cabo de tres ejercicios, recibirán el indulto.

Chernov se examinó las uñas. La estancia estaba cargada de tensión. Después, el general soviético se volvió e hizo una seña a los dos guardianes, los cuales se retiraron, cerrando cuidadosamente la puerta que había a su espalda.

—Cuando supimos que usted, un hombre que figura en nuestra lista de muertes, había recibido el encargo de resolver la cuestión de
Pastel de Crema
, dirigí una petición al Centro de Moscú. Pedí unos cuantos «Robinsones» que ya hubieran superado dos ejercicios y creyeran que sólo les faltaba uno para conseguir el indulto. Solicité que fueran jóvenes. Debería sentirse usted muy honrado, míster Bond. Es la primera vez que nuestros superiores permiten que los «Robinsones» actúen fuera de la Unión Soviética. Esta noche, desde la medianoche hasta el amanecer, usted luchará en esta islita con nuestros cuatro mejores «Robinsones», los cuales intentarán matarle. Irán armados y permitiremos que usted también lleve un arma. Pero, durante seis horas, en la oscuridad y en un terreno que usted no conoce, pero ellos sí, será usted perseguido sin piedad. James Bond, quiero presentarle a sus «Robinsones».

Acto seguido, Chernov gritó una orden y uno de los hombres abrió la puerta por fuera.

20. La Hora Cero

A primera vista, los cuatro «Robinsones» parecían muy dóciles. No llevaban ninguna clase de sujeción y sólo les vigilaban los dos guardianes que empuñaban sus pistolas ametralladoras.

—Adelante —dijo Chernov en ruso, haciéndoles señas de que se acercaran.

De haber esperado unos prisioneros encogidos y acobardados, Bond se hubiera llevado una decepción. El cuarteto entró en la estancia con porte marcial y la mirada dirigida hacia adelante. Vestían pantalón y camisa de color negro. Calzaban zapatillas negras y Bond pensó que sus caras también se oscurecerían antes de que empezara la prueba. No había habido luna la víspera, y tampoco la habría aquella noche. Fuera, en la oscuridad, los «Robinsones» resultarían invisibles.

—Como ve, comandante Bond, forman un buen equipo. Ya han trabajado juntos antes y con mucho provecho… Una vez, contra un grupo de seis
Spetsnaz
. Cinco murieron y el sexto no podrá volver a andar. Su segunda misión fue contra unos aspirantes al KGB —Chernov volvió a encogerse de hombros—. El KGB se quedó con cuatro aspirantes menos. ¿Hace falta que le diga más?

Bond estudió a los hombres. Todos poseían muy buena figura y se mantenían alerta y con los ojos abiertos, pero uno se diferenciaba de los demás, sobre todo, por su estatura. Mediría un metro noventa y dominaba a sus compañeros, cuyas estaturas oscilaban entre el metro ochenta y el metro ochenta y cinco.

—¿Qué delitos cometieron? —preguntó con indiferencia, como si fuera un experto en caballos de carreras examinando un pedigrí.

Chernov sonrió con rostro de esfinge. El enigma de aquella sonrisa despertó en Bond un odio desconocido.

—Tengo que pensarlo —contestó Chernov, recorriendo con la mirada a los cuatro hombres que tenía delante—. El más alto, Yakov, fue condenado por violar a seis jóvenes, prácticamente unas niñas. Tras aprovecharse de sus víctimas, las estranguló. Después, tenemos a Bogdan, también asesino, aunque no violador. Su especialidad eran los muchachos. Bogdan les rompía el cuello y después se libraba de ellos, descuartizando sus cuerpos y diseminando los trozos por un bosque cercano a su casa. Es un campesino muy fuerte, que no posee ningún sentido de la moral.

Bond reprimió el deseo de decir lo evidente: «Como usted, Kolya. Igualito que usted».

—Pavl y Semen —prosiguió diciendo Chernov— son menos complicados. Pavl, el de la narizota, era un oficial del ejército y utilizó fondos militares para su propio uso. Cinco de sus compañeros descubrieron la verdad a lo largo de un período de dos años. Cuatro jamás fueron encontrados. El quinto consiguió transmitir la información. En cuanto a Semen, se trata de un asesino por partida triple: Mató a su novia, a su amante y a su madre. A Semen se le da muy bien el cuchillo de carnicero.

—Cosas de la vida —dijo Bond, sabiendo que la única manera de salir triunfante de las intimidaciones de Chernov estribaba en tomarse a broma a los cuatro monstruos que, dentro de unas horas, intentarían matarle—. ¿Dice usted que irán armados?

—Claro. Dos de ellos llevarán pistolas Luger. Uno irá equipado con un cuchillo de matar parecido al del Comando Sykes-Fairbairn, bien conocido por usted. Y otro utilizará un arma que le gusta mucho, una especie de maza corta semejante a los viejos hierros de combate de los chinos. Consta de una bola de acero claveteada que cuelga de una afilada hoja sujeta al extremo de un mango de sesenta centímetros. Algo muy desagradable.

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