Read Muerte en Hong Kong Online

Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Muerte en Hong Kong (30 page)

De repente, se oyó el matraqueo de una pistola ametralladora. Las balas se estrellaban contra el muro del templo alrededor de Bond, que reaccionó inmediatamente, echando mano de sus reflejos y su experiencia. Vio el resplandor del cañón muy cerca, a su derecha. Mientras esperaba oír de un momento a otro una nueva tanda de disparos, Bond se volvió y abrió fuego dos veces en la dirección del resplandor. Se oyó un impresionante grito, seguido de un sonido metálico sobre la piedra y el rumor de un cuerpo al caer.

Bond hincó una rodilla y esperó en silencio, tratando de distinguir otros rumores, pero sólo podía oír unos gemidos. Levantó lentamente la mano derecha, consciente del agudo dolor que sentía en el brazo izquierdo. Apretó los dientes y prestó atención. Cuando cesaron los gemidos, Bond se levantó una vez más y dio un paso al frente. Pero tuvo que detenerse en seco al oír una conocida voz.

—Como muevas un solo músculo, te salto la tapa de los sesos, Bond. Ahora, suelta el arma.

Estaba muy cerca, justo a la derecha de James.

—¡He dicho que sueltes el arma! —ordenó la voz en tono autoritario.

Bond abrió los dedos y oyó el ruido de la Luger contra los peldaños en el momento en que Heather Dare —o Irma Wagen— emergía de entre las sombras.

—¿Conque era eso? —dijo Bond, abrumado por el dolor de la traición de Heather.

—Sí, era eso. Lo siento, James, pero no pensarías en serio que el general iba a correr más riesgos, ¿verdad? Lo hiciste muy bien. No pensé que pudieras liquidar a aquellos hombres. Pero Chernov estaba preocupado. Parecía temer esta posibilidad.

—Bien por Kolya Chernov.

Bond se maldijo a sí mismo por no haberlo adivinado antes. En Londres, el impermeable blanco, le preocupó inicialmente porque nadie con los más elementales conocimientos hubiera vestido semejante prenda para huir. Después, el ofrecimiento para compartir su cama. Aquello también le olió a chamusquina, sobre todo cuando la vio tan acaramelada con Smolin.

—No me extraña que el general estuviera tan bien informado de nuestros movimientos —dijo en voz alta, confiando en que ella se acercara.

—Le conduje como en una danza… También te conduje a ti, James. Logré, además, que Smolin confesara su traición. Será mejor que acabemos de una vez. Tengo órdenes de matarte aquí mismo. Esperaba que los valiosos «Robinsones» me ahorraran el trabajo.

—¿Cuánto tiempo…? —preguntó Bond.

—¿Cuánto tiempo llevo en el KGB? Muchísimo, James. Desde mi adolescencia.
Pastel de Crema
se descubrió ya desde un principio. Cuando todos tuvimos que marcharnos, recibimos las órdenes de dejar a Maxim y a Dietrich en sus puestos. Les hubieran podido atrapar en cualquier instante. El Centro pensó, en cambio, que Londres me podría utilizar cuando estuviera en Inglaterra. No lo hicieron, tal como tú sabes, y entonces se decidió liquidar a los demás. Tú fuiste un regalo inesperado. Chernov abandonó su refugio sólo por ti, James. ¿No te halaga saberlo?

—Mucho.

—De rodillas, pues. Lo haremos como en la prisión Lubyanka de Moscú. Una bala en la parte posterior de la cabeza.

Bond se adelantó como si quisiera prepararse.

—¿Y el fallido atentado contra tu vida en Londres fue…?

—Una pequeña estratagema para que confiaras en mí. Pero Mischa te subestimó. Se disgustó mucho. Ahora se alegrará.

Heather se acercó un poco más mientras Bond se encogía de hombros, sintiendo un agudo dolor en el brazo izquierdo.

—Perderé el equilibrio si intento arrodillarme. El muy hijo de puta me machacó el brazo de mala manera.

—Pues entonces, da la vuelta despacio.

Estaba más tranquila de lo que Bond esperaba, pero se iba acercando cada vez más como atraída por su voz. En el momento en que se adelantaba, sosteniendo en alto la pistola en su mano derecha, Bond se movió.

Vuélvete. Vuélvete siempre hacia el cuerpo, pero lejos del arma. Era lo que enseñaban los expertos, y cualquiera que fuera lo bastante necio para acercarse con una pistola, se tenía bien merecido lo que le ocurriera. Bond giró a la derecha, sabiendo que su posición era buena, mientras ella se volvía como una bailarina que ejecuta un complicado paso de danza. Aunque sus reacciones estaban ligeramente alteradas a causa del brazo herido, Bond consiguió hacerlo muy bien. El brazo en el que Heather sostenía el arma permaneció rígido justo el tiempo que hacía falta. Cuando Bond se acercó a ella, el brazo y el arma de Heather se encontraban a la derecha de su cuello. Fue entonces cuando Bond levantó bruscamente la rodilla. En las mujeres ese truco nunca resultaba tan eficaz, pero el golpe producía siempre un agudo dolor. Heather emitió un apagado gemido y Bond sintió la cercanía de su cuerpo.

En el instante en que ella empezaba a doblarse ligeramente, Bond la asió por la muñeca con la mano derecha. Aunque sólo podía utilizar un brazo, logró tirar hacia abajo con considerable fuerza. Heather emitió un grito cuando él le rompió el brazo contra su rodilla. La pistola cayó al suelo y brincó por los peldaños.

Bond volvió a levantar la rodilla y Heather perdió el equilibrio y quedó situada de espaldas. La rodilla de Bond la alcanzó tan de lleno que se pudo oír incluso el ruido de la columna vertebral al romperse. Después, Heather cayó con leves sacudidas. Aunque debía de estar inconsciente, de su garganta aún se escapaban unos gemidos.

Debió de adivinar que era Heather. Ella fue quién cobró la pieza más codiciada: Maxim Smolin. Hubiera tenido que comprenderlo todo desde un principio. Bond tomó la Luger y no vaciló: un solo disparo directamente a la encantadora cabeza. No sintió el menor remordimiento. La muerte fue súbita y las náuseas que tuvo se debieron tan sólo al punzante dolor que experimentaba en el brazo izquierdo.

Bond se acercó lentamente al otro cuerpo: pertenecía a uno de los dos guardianes. Estaba muerto, tenía el pecho atravesado por dos balas. Bond hubiera deseado que fuera Mischa.

Volvió a consultar el reloj y contempló el cielo progresivamente más claro. El tiempo se le echaba encima. Respiró hondo y apretó los dientes. Tendría que correr como un condenado y sólo Dios sabía lo que podría hacer cuando llegara a la villa. Y, sin embargo, parte de su misión ya estaba cumplida: la traidora había sido descubierta y eliminada. Las probabilidades de salvar a los demás eran muy escasas, pero, aun así, tenía que intentarlo.

23. El «Arrebato Chino»

Pensó que le iban a estallar los pulmones a causa del esfuerzo; corría con mayor rapidez que cuando abandonó la casa, seguido de cerca por los «Robinsones». El dolor que sentía en los pulmones, combinado con el que sentía en los muslos y en las piernas, le hizo olvidar en parte el tormento de su brazo herido y fracturado. Se había colocado el brazo roto en el interior del mono y sostenía la Luger en la mano derecha.

Corrió sin descanso, tropezando con las piedras y levantando el polvo de la carretera que casi le conduciría hasta el promontorio y la villa. No intentó siquiera calcular el tiempo que había transcurrido, pero estaba seguro de que era bastante. Al cabo de una eternidad, llegó a la elevación situada por encima de la villa y se arrodilló para que no le vieran. Apoyándose en el hombro derecho, se incorporó para echar un vistazo.

A pocos metros más abajo, vio una mancha amarronada y unos restos humanos esparcidos a su alrededor, como si un niño caprichoso se hubiera entretenido en descuartizar dos muñecos: era lo que quedaba de los dos «Robinsones» que había quemado la víspera.

Bond captó un movimiento en la fachada de la villa. El guardián que no había acompañado a Heather se hallaba agazapado junto a la entrada principal con la pistola ametralladora lista para disparar, vigilante y alerta. Chernov debía de estar nervioso, pensó Bond. Ya se habría enterado de la muerte de los dos «Robinsones» en las inmediaciones de la villa y estaría preocupado por la tardanza de los otros dos. Habría allí dentro muchos dedos dispuestos a apretar un gatillo, aunque suponía que Chernov aguardaría el regreso de Heather. Nadie hubiera apostado un céntimo por la supervivencia de Bond teniendo tantas probabilidades en contra.

Chernov estaría dentro en compañía de Mischa, preparando la matanza ritual. El momento de las ejecuciones ya debía de estar muy próximo. Lenta y dolorosamente, Bond trató de situarse detrás de la casa, consciente de que la bomba de relojería estaba a punto de estallar. Bajó poco a poco y se levantó una vez más. La parte trasera de la casa se encontraba a unos cincuenta metros de distancia, que cubrió rápidamente inclinando el cuerpo hacia un lado, tal como había hecho durante el camino de vuelta desde el templo de Pak Tai. Es curioso, pensó, cómo se modificaba el sentido del equilibrio cuando uno tenía un brazo fuera de combate. Llegó al murete sin que nadie le viera y avanzó en silencio hacia la casa.

De repente, se oyó un sonido procedente del otro lado de la villa, el sonido que Bond más temía escuchar desde que iniciara el camino de vuelta a la casa: un penetrante grito de mujer, que más parecía el de un animal sometido a un doloroso suplicio. En su mente apareció la vívida imagen de Ebbie con la boca abierta a la fuerza mientras Chernov sostenía un bisturí en la mano, dispuesto a inflingirle el terrible castigo.

En aquel momento, el guardián dobló la esquina para echar un vistazo a la parte de atrás. Se detuvo en seco con la boca abierta. Levantó la pistola ametralladora, pero, antes de que pudiera disparar, la Luger de Bond vibró un par de veces y dos balas le penetraron en el pecho, derribándole al suelo como si fuera un bolo. Mientras se acercaba, Bond creyó percibir un movimiento a su derecha por el rabillo del ojo, pero, al volverse con la Luger a punto, no había nadie. Era una broma que le había gastado la luz matutina.

De pronto, se oyó un grito procedente de la parte anterior del jardín y el rumor de unos pies que corrían, pero, antes de que apareciera nadie por la esquina, Bond se abalanzó sobre el guardián y le arrancó la pistola ametralladora que, sólo por el tacto, identificó como una Uzi. Era una versión reducida, y tenía la caja plegada; se preguntó por que razón el KGB utilizaba armas israelíes.

Mischa dobló la esquina en el instante en que Bond levantaba la Uzi con una sola mano y disparaba contra el hombre de confianza de Chernov una descarga que casi le partió por la mitad. Disparó mientras corría y se encontró en la parte anterior de la villa casi sin percatarse de ello.

—Suelte el cuchillo y no se mueva —le gritó a Chernov, que es encontraba de pie junto a la puerta sin más arma que el bisturí y con el rostro más pálido que la cera.

Chernov se encogió de hombros, soltó el bisturí y levantó las manos.

Maxim Smolin, Susanne Dietrich y Jungla Baisley aún se encontraban encadenados en un rincón, mientras que Ebbie yacía amarrada a una plancha colocada sobre tres caballetes de aserrar.

—¡Dios mío, la cosa iba en serio! —exclamó Bond—. Usted debe de estar loco, Chernov.

—La venganza no es sólo el placer de los dioses —dijo Chernov, retrocediendo asustado; en sus ojos seguía brillando una mezcla de furia y decepción—. Un día, James Bond, todos los fantasmas de SMERSH se levantarán para aplastarle. Eso será una venganza.

Bond raras veces experimentaba el deseo de causar daño a otra persona, pero, en aquel momento, se imaginó a Chernov alcanzado por los tres dardos de acero de la pluma letal: uno en cada ojo y el tercero en la garganta. Sin embargo, tenía que apresar vivo a Chernov.

—¡Ya lo veremos! —contestó—. Las llaves, mi general. Quiero soltar estas cadenas.

Chernov vaciló un instante; luego sus manos se extendieron hacia la mesa donde se encontraban las llaves.

—Tómelas con cuidado —Bond dominaba ahora por completo la situación—. Suélteles.

Chernov volvió a dudar mientras sus ojos parpadeaban, mirando hacia un punto situado a la espalda de Bond. No, pensó éste, no caeré en esta vieja trampa.

—Haga lo que le digo, Kolya…

Bond sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca y se volvió, dejando la frase inconclusa.

—Yo que tú, Jacko, depositaría el arma con mucho cuidado sobre la mesa.

Norman Murray había penetrado en silencio por la puerta principal, empuñando en la mano derecha una Walther PPK, modelo especial de la policía.

—¿Cómo…? —preguntó Bond sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

—Kolya —dijo Murray muy tranquilo—, yo dejaría las llaves donde están. La venganza que desea tendrá que retrasarse un poco porque tengo la sensación de que pronto subirán unos visitantes. Siento llegar tan tarde, pero fue bastante complicado evitar a mi gente y a los británicos.

Chernov emitió un sonido ininteligible.

—Bueno, para poder salir con seguridad, tendremos que utilizar a este Bond como garantía, ¿no es cierto? —preguntó.

—¡Norman! —exclamó Bond, retrocediendo—. Pero, ¿qué demonios…?

—Ah, Jacko, los males de este perverso mundo. ¿Recuerdas el encantador libro de Robert Louis Stevenson,
La isla del tesoro
? Es un gran libro. ¿Recuerdas la escena en que el joven Jim Hawkins conoce al proscrito Ben Gunn? Bueno, el viejo Ben Gunn intenta explicarle a Jim cómo se entregó a la piratería, y le dice: «
Todo empezó jugando a los dados sobre las benditas lápidas sepulcrales
». Bueno, pues supongo que a mí debió de ocurrirme algo parecido. Ahora, deja ese cañón sobre la mesa, Jacko Bond.

Éste se volvió de espaldas y depositó cuidadosamente la Luger al lado de las llaves.

—Ahora, manos arriba, Jacko.

—Tengo un brazo roto.

—Bueno, pues, mano arriba. Qué pedante eres, Jacko.

Cuando se volvió de cara, levantando muy despacio la mano derecha, Bond ya había conseguido sacar la pluma del bolsillo superior del mono y ahora la mantenía oculta en la palma de la mano derecha. Dos traidores, pensó, y el segundo nada menos que un oficial de la Rama Especial de la República de Irlanda. Un hombre que mantenía relaciones secretas muy especiales con el Servicio británico de espionaje y que incluso colaboraba con el propio M en persona.

—Muy bien —añadió Murray—. Tal como te estaba diciendo, Jacko, todo empezó, en cierto modo, jugando a los dados sobre las lápidas de las tumbas; sólo que lo mío eran los caballos. El viejo chiste de siempre, caballos lentos y mujeres rápidas. Las deudas y una dama que me comprometió una noche en Dublín y me embroquetó como un pavo en Navidad. Quiero que sepas que lo mío no fue una cuestión de política, sino más bien de dinero.

Other books

Time Trials by Lee, Terry
April by Mackey Chandler
Come To Me (Owned Book 3) by Gebhard, Mary Catherine
Leashing the Tempest by Jenn Bennett
El ladrón de tiempo by John Boyne
When I Knew You by Desireé Prosapio
You're Not Pretty Enough by Tress, Jennifer
Re-Creations by Grace Livingston Hill
The Lodger by Mary Jane Staples