—¿Cuánto tiempo hace de aquello?
—Más de cuarenta años. Fue después de la guerra. No; antes de la guerra. Casi cincuenta.
—¿Qué ocurrió?
—Dejó embarazada a una hermana de la Santina, que murió al abortar.
—¿Te contó ella algo de eso?
—Ni palabra.
—¿Qué vas a hacer?
—Tendré que volver a hablar con ella.
—¿Esta mañana?
—No; tengo que ir a la
questura
. Esta tarde. O mañana. —En ese momento se dio cuenta de lo cuesta arriba que se le hacía tener que volver a aquel lugar frío y sórdido.
—Cuando vayas, ponte los zapatos marrones. —Le protegerían del frío; pero nada podía protegerle, ni a él ni a nadie, de la sordidez.
—Sí, gracias —dijo—. ¿Te duchas tú primero? preguntó, recordando que ella tenía una clase a primera hora.
—No; entra tú. Yo terminaré esta taza y haré más café. Al pasar, el comisario se inclinó y dio a su mujer un beso en el pelo, sin comprender cómo se las ingeniaba para mostrarse amable y hasta cariñosa con el mostrenco gruñón que era su marido por la mañana. Aspiró el aroma floral del champú, observó en la sien finas vetas grises que no había visto hasta ahora y volvió a inclinarse para besar esas canas, estremeciéndose interiormente por la fragilidad de aquella mujer.
Cuando llegó al despacho, el comisario reunió todos los papeles e informes referentes a la muerte del maestro y se puso a releerlos, algunos, por segunda o tercera vez. Los informes de la policía alemana resultaban irritantes. Por lo exhaustivo de su atención a los detalles —se daba la lista de los objetos desaparecidos de la casa de Wellauer después de cada uno de los dos robos—, eran un monumento a la meticulosidad alemana. Y, por su casi total falta de información sobre las actividades personales o profesionales del maestro durante los años de la guerra, eran prueba de la habilidad, no menos germánica, para suprimir una verdad por el simple procedimiento de silenciarla. Brunetti reconocía que la táctica tenía un éxito notable; si no, que se lo preguntaran a cierto presidente de la República de Austria.
Wellauer había encontrado el cadáver de su segunda esposa. Poco antes de bajar al sótano a ahorcarse, la mujer llamó a una amiga para invitarla a tomar café. Esta asociación entre lo macabro y lo mundano impresionaba a Brunetti cada vez que leía el informe. La amiga se retrasó y no llegó sino después de que Wellauer encontrara el cadáver de su mujer y llamara a la policía. Por lo tanto, había tenido ocasión de destruir la carta que ella hubiera podido dejar.
Aquella mañana, Paola le había dado el número de Padovani y le había dicho que el periodista pensaba regresar a Roma al día siguiente. Como Brunetti podía incluir el almuerzo en la cuenta de gastos, en concepto de «entrevista a un testigo», invitó a Padovani al Galleggiante, un restaurante que no hubiera podido pagar de su bolsillo. Quedaron en encontrarse allí a la una.
Llamó a la oficina de traducciones y pidió que subiera la persona encargada de los textos en alemán. Ésta era una mujer joven con la que se había cruzado más de una vez en la escalera y los pasillos del edificio. Brunetti dijo que tenía que llamar a Berlín y que necesitaría su ayuda si la otra persona no entendía el italiano ni el inglés.
Marcó el número que le había dado la
signora
Wellauer. A la cuarta señal, una voz de mujer dijo en tono cortante —siempre le parecía que los alemanes hablaban en tono cortante-: «Steinbrunner.» Brunetti pasó el teléfono a la traductora, y entendió lo suficiente como para deducir que el doctor estaba en el consultorio y que este número era el de su casa. Con un ademán, invitó a la traductora a hacer la llamada siguiente y escuchó a la mujer identificarse y explicar el motivo de la llamada. Ella levantó la mano para indicarle que aguardara y asintió. Luego le pasó el teléfono, y él pensó que había ocurrido un milagro y el doctor Steinbrunner había contestado al teléfono en italiano. Pero, en lugar de una voz humana, oyó una música dulzona que llegaba desde el otro lado de los Alpes, por cuenta de la ciudad de Venecia. Devolvió el teléfono a la mujer y observó cómo ella llevaba el compás con la mano mientras esperaban.
Al fin, ella se acercó más el teléfono al oído y dijo algo en alemán. Después estuvo hablando un momento y dijo a Brunetti:
—La recepcionista va a pasar la llamada. Dice que el doctor habla inglés. ¿Quiere hablar usted?
Él asintió, tomó el teléfono que ella le tendía y con una seña le pidió que se quedara.
—Espere a ver si el doctor es tan bueno con el inglés como usted con el alemán.
Antes de que terminara la frase, oyó una voz grave al otro extremo del hilo:
—Aquí el doctor Erich Steinbrunner. ¿Puedo saber con quién hablo?
Brunetti se presentó e indicó a la traductora que podía marcharse. Antes de alejarse, ella se inclinó sobre la mesa y puso a su alcance un bloc y un lápiz.
—¿Qué desea de mí, comisario?
—He sido encargado de investigar la muerte del maestro Wellauer, y su viuda me ha dicho que era usted buen amigo suyo.
—Sí; mi esposa y yo fuimos amigos suyos durante muchos años. Su muerte nos ha apenado profundamente a ambos.
—No lo dudo, doctor.
—Queríamos asistir al funeral, pero mi esposa no puede viajar a causa de su delicado estado de salud y yo no quise dejarla.
—Estoy seguro de que la
signora
Wellauer se hará cargo —dijo el comisario, sorprendido por la universalidad de los tópicos.
—He hablado con Elizabeth —dijo el doctor—. Parece sobrellevarlo bastante bien.
Brunetti, impulsado por algo que creyó advertir en el tono de su interlocutor, dijo:
—Parecía un poco… no sé cómo expresarlo… un poco reacia a que le llamara, doctor. —En vista de que no había respuesta, agregó-: Quizá aún está muy reciente la desgracia para querer recordar tiempos felices.
—Es posible —dijo el médico. La sequedad del tono contradecía sus palabras.
—¿Podría hacerle unas preguntas, doctor?
—Desde luego.
—Al examinar la agenda del maestro, he visto que durante los últimos meses de su vida les visitó frecuentemente a usted y a su esposa.
—Sí; cenamos juntos tres o cuatro veces.
—Pero en varias anotaciones sólo figura su nombre, doctor, y a hora muy temprana, lo que me hace pensar que se trataba de una visita de carácter profesional, es decir, que iba a verle como paciente y no como amigo. —Hizo entonces la pregunta que había estado demorando-: Doctor, si me permite, ¿es usted…? —Se interrumpió, porque no quería ofender a una posible eminencia preguntándole si era de medicina general, y dijo-: He olvidado cómo se dice en inglés. ¿Cuál es su especialidad, doctor?
—Garganta, nariz y oído. Sobre todo, garganta. De ahí viene mi amistad con Helmut, una amistad de muchos años. Muchos años. —Su voz se suavizó—. Aquí, en Alemania, se me conoce como «el médico de los cantantes». —¿Parecía sorprendido por tener que explicar esto a alguien?
—¿Por eso iba a verle, porque alguno de sus cantantes tenía problemas de voz? ¿O los tenía él?
—No; no tenía problemas ni de voz ni de garganta. Un día me pidió que nos viéramos a la hora del desayuno, para hablarme de uno de sus cantantes.
—Pero después hay otras visitas matinales anotadas en la agenda.
—Sí: dos más. La primera vez, vino a que le hiciera un reconocimiento. A la semana siguiente, le di los resultados de las pruebas.
—¿Puede decirme cuáles fueron los resultados?
—¿Podría decirme antes por qué cree que pueda ser importante?
—El maestro parecía nervioso, preocupado. Me lo han dicho varias personas con las que he hablado aquí. Y trato de descubrir la causa de su preocupación, qué pudo influir en su estado de ánimo.
—No veo en qué pueda ayudarle esto.
—Doctor, deseo averiguar todo lo posible sobre su estado de salud. Cualquier cosa que descubra podría ayudarme a encontrar al responsable de su muerte y hacer que sea castigado. —Paola solía decir que el medio más eficaz para conseguir la ayuda de un alemán era invocar a la ley. La rápida reacción del hombre demostró cuánta razón tenía.
—En tal caso, estoy a su disposición.
—¿Qué clase de reconocimiento le hizo?
—Un reconocimiento general.
—¿Y cuáles fueron los resultados?
—Como ya le he dicho, voz y garganta, normales. Vista, normal. Sólo había sufrido una pequeña pérdida de oído. En realidad, ésa era la causa de su consulta. Una pérdida mínima, algo completamente normal en un hombre de su edad. —Inmediatamente, rectificó-: De nuestra edad.
—¿Cuándo le visitó, doctor? Las fechas que yo tengo corresponden al mes de octubre.
—Sí; fue por entonces aproximadamente. Aunque tendría que mirar la ficha para saber el día exacto.
—¿Y recuerda los resultados?
—No con exactitud, pero la pérdida de oído era inferior al diez por ciento, o me acordaría.
—¿Es una pérdida considerable, doctor?
—No; no lo es.
—¿Es perceptible?
—¿Perceptible?
—¿Podía dificultar su trabajo con la orquesta?
—Eso exactamente quería saber Helmut. Le dije que no; que la pérdida apenas podía medirse. Él me creyó. Pero aquella misma mañana tuve que darle otra noticia, que le afectó profundamente.
—¿Qué noticia?
—Me había enviado a una joven cantante que tenía una afección en la garganta. Le aprecié nódulos en las cuerdas bucales que había que extirpar quirúrgicamente. Dije a Helmut que tardaría seis meses en volver a cantar. Él deseaba que cantara con él en Munich esta primavera, pero era imposible.
—¿Recuerda algo más?
—Nada en particular. Me dijo que vendría a verme cuando regresara de Venecia, pero supuse que se refería a una visita de amigo, para reunirnos los cuatro.
Brunetti percibió una leve vacilación en la voz del médico:
—¿Algo más, doctor?
—Me preguntó si podía recomendarle a alguien en Venecia, un médico. Le dije que no tenía que preocuparse, que estaba más fuerte que un oso y que, si enfermaba, la ópera le enviaría el mejor médico que hubiera. Pero él insistió, quería que le recomendara a alguien.
—¿Un especialista?
—Sí. Finalmente, le di el nombre de un médico al que he llamado a consulta varias veces. Da clases en la Universidad de Padua.
—¿Cómo se llama?
—Valerio Treponti. También tiene consultorio particular, pero no tengo su número. Helmut no me lo pidió. Pareció que tenía bastante con el nombre.
—¿Y tomó nota?
—No. En aquel momento, pensé que era simple tozudez. Además, había venido para hablar de la cantante.
—Una última pregunta, doctor.
—¿Sí?
—Las últimas veces que le vio, ¿notó usted en él algún cambio, un signo de preocupación o de inquietud?
La respuesta del médico llegó después de una larga pausa:
—Quizá hubiera algo, pero no sé a qué podía ser debido.
—¿Le hizo usted alguna pregunta?
—A Helmut no se le hacían esa clase de preguntas.
Brunetti estuvo a punto de responder que más de cuarenta años de amistad bien podían dar derecho a ello, pero se limitó a preguntar:
—¿Y usted no imagina qué podía ser?
Esta pausa fue tan larga como la anterior.
—Creí que tal vez fuera algo relacionado con Elizabeth. Por eso preferí callar. Helmut era muy susceptible en todo lo relacionado con su mujer y con la diferencia de edad. Pero quizá usted, comisario, pueda preguntárselo a ella.
—Es lo que pienso hacer, doctor.
—Bien. ¿Desea algo más? Me esperan mis pacientes.
—Nada más. Ha sido muy amable y me ha ayudado mucho.
—Me alegro. Deseo que descubra usted al que lo haya hecho y lo castigue.
—Haré cuanto pueda, doctor —dijo Brunetti cortésmente, aunque sin agregar que su cometido se reducía a la primera parte y que la segunda le tenía sin cuidado. Pero quizá los alemanes veían estas cosas de otro modo.
Tan pronto como la línea quedó libre, el comisario marcó el número de información y pidió el teléfono del doctor Valerio Treponti, de Padua. En el consultorio le dijeron que el doctor estaba con un paciente y no podía ponerse al teléfono. Brunetti se dio a conocer y dijo a la recepcionista que era un asunto urgente y que esperaría.
Mientras esperaba, el comisario hojeó la prensa de la mañana. La muerte de Wellauer había desaparecido de la mayoría de periódicos; estaba presente en
Il
Gazzettino
, en la segunda página de la segunda edición, porque en el conservatorio se iba a crear una beca con su nombre.
En la línea se oyó un chasquido y una voz sonora y áspera que decía:
—Treponti.
—Comisario Brunetti, de la policía de Venecia.
—Eso me han dicho. ¿Qué desea?
—Saber si durante este último mes fue a consultarle un hombre alto, mayor, que hablaba bien el italiano pero con acento alemán.
—¿Edad?
—Unos setenta.
—Ah, sí, el austriaco. ¿Cómo se llamaba? ¿Doerr? Sí; Hilmar Doerr. No era alemán, sino austriaco. Aunque es lo mismo. ¿Qué quiere saber de él?
—¿Podría describírmelo, doctor?
—¿Está seguro de que es importante? Tengo seis visitas esperando y he de estar en el hospital dentro de una hora.
—¿Podría describirlo, doctor?
—¿No lo he descrito ya? Alto, ojos azules, sesenta y tantos años.
—¿Cuándo fue a verle?
Al otro extremo del hilo, Brunetti oyó una voz de fondo y luego cesó todo sonido porque el médico había cubierto el micro con la mano. Al cabo de un minuto, éste dijo en tono aún más impaciente:
—Comisario, ahora no puedo hablar. Tengo cosas importantes que hacer.
Brunetti, sin alterarse, preguntó:
—¿Podrá recibirme hoy en su despacho, doctor?
—Esta tarde, a las cinco. Puedo dedicarle veinte minutos. Aquí. —Colgó antes de que Brunetti pudiera preguntarle la dirección. Obligándose a sí mismo a mantener la calma, el comisario volvió a marcar y preguntó a la mujer si haría el favor de darle la dirección del consultorio. Cuando se la hubo dado, Brunetti le dio las gracias con exquisita cortesía y colgó.
Se puso a pensar en el medio más fácil para ir a Padua. Patta, por supuesto, pediría un coche, chofer y dos motoristas, por si aquel día era muy denso el tráfico de terroristas en la
autostrada
. Brunetti tenía derecho a coche; pero el deseo de ganar tiempo le hizo llamar a la estación para preguntar el horario de los trenes. El expreso de Milán le dejaría en Padua con tiempo suficiente para estar en el despacho del doctor a las cinco. Pero tendría que salir para la estación inmediatamente después de almorzar con Padovani.