Muerte en La Fenice (29 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Entonces ¿quién? ¿La hermana menor de la anciana Clemenza Santina, que había vuelto de la Argentina para vengar la muerte de su otra hermana? ¿Al cabo de medio siglo? Absurdo.

¿Quién, entonces? No Santore, el director artístico, porque se le hubiera negado un papel a un amigo. Después de toda una vida dedicada al teatro, a Santore no le faltarían amistades dispuestas a dar a su amigo la oportunidad de cantar aunque su talento fuera de lo más modesto. O nulo.

Quedaba la viuda, pero su instinto decía a Brunetti que su dolor era real y que su falta de interés por encontrar al asesino no respondía al afán de autoprotección. Si acaso, parecía deseosa de proteger al muerto, y esto volvía a dejar a Brunetti en el punto de partida, deseando saber más cosas del pasado de aquel hombre, de su carácter, descubrir la fisura de aquella coraza de rectitud moral que había inducido a alguien a echarle veneno en el café.

Brunetti se sentía incómodo porque no le gustaba Wellauer, porque no sentía la compasión ni la indignación que generalmente le inspiraban las personas a las que alguien les robaba la vida. No podía librarse de la idea de que, de algún modo —no sabía expresarlo más claramente—, Wellauer estaba implicado en su propia muerte. Resopló de impaciencia: todo el mundo está implicado en su propia muerte. Pero, a pesar de sus esfuerzos, la idea ni se disipaba ni acababa de concretarse, y él seguía buscando el detalle que pudiera haber provocado la muerte, y seguía sin encontrarlo.

El día siguiente amaneció tan lúgubre como su ánimo. Durante la noche, había aparecido una niebla muy densa, que no venía del mar, sino que surgía de las aguas sobre las que se levantaba la ciudad. Al salir a la calle, unos zarcillos fríos y húmedos le envolvieron la cara y se le metieron por el cuello. No veía con claridad más que unos pocos metros; más allá, todo se difuminaba; los edificios entraban y salían de su campo visual como si se movieran ellos y no la niebla. Con él se cruzaban fantasmas envueltos en una fosforescencia trémula y gris, criaturas incorpóreas que parecían flotar en el espacio. Si se volvía, los veía desaparecer, engullidos por aquella nube compacta que cegaba las estrechas calles y gravitaba sobre el agua como una maldición. El instinto y su larga experiencia le decían que no habría servicio de barcas en el Gran Canal: demasiada niebla. A ciegas, dejando que sus pies lo llevaran, guiándose por décadas de familiaridad con puentes, calles y esquinas, llegó hasta el Zattere y el embarcadero en el que paraban tanto el 5 como el 8, que iban a la Giudecca.

El servicio estaba limitado, y los barcos salían de la niebla esporádicamente, sin horario, haciendo girar las antenas de radar. Al cabo de quince minutos de espera, Brunetti vio aparecer un número 5 que al acercarse golpeó el embarcadero con una fuerte sacudida y varios de los que esperaban perdieron el equilibrio y chocaron entre sí. Sólo el radar veía la ruta; los humanos que se acurrucaban en la cabina estaban ciegos como topos en la arena. Al desembarcar, Brunetti no tuvo más opción que la de caminar en línea recta hasta casi tocar la fachada de los edificios y seguir caminando pegado a ellos hasta encontrar el hueco del arco. Cuando llegó dobló por allí, sin estar seguro de que aquello fuera Corte Mosca. No podía leer el nombre, a pesar de que estaba pintado en la pared a menos de dos palmos por encima de su cabeza.

Con la humedad, el olor a gato se había vuelto más fétido y, con el frío, más penetrante. Las plantas muertas del patio estaban cubiertas por la niebla. Llamó a la puerta, repitió la llamada con más fuerza y oyó gritar a la anciana desde el otro lado:

—¿Quién es?

—El comisario Brunetti.

Volvió a oírse el áspero chirrido de metal contra metal cuando ella descorrió los pesados cerrojos. La puerta empezó a abrirse, pero la madera estaba hinchada por la humedad y se encalló en el suelo desigual, y la mujer tuvo que dar un fuerte tirón hacia arriba. También hoy llevaba el abrigo, y abrochado de arriba abajo. Sin molestarse en preguntarle qué quería, retrocedió para permitirle entrar y cerró la puerta violentamente. Volvió a pasar los cerrojos, antes de dar media vuelta para conducirlo por el estrecho pasillo. Cuando llegaron a la cocina, él se sentó al lado de la estufa y ella dio un puntapié a los trapos que tapaban la rendija de debajo de la puerta.

Arrastrando los pies, la anciana fue a su sillón y se dejó caer en él, quedando envuelta inmediatamente por las mantas y chales que la esperaban.

—Ha vuelto.

—Sí.

—¿Qué quiere?

—Lo mismo que la otra vez.

—¿Y qué es? Soy una vieja que no se acuerda de nada. —El brillo de sus ojos contradecía sus palabras.

—Necesito que me hable de su hermana.

Sin preguntar a cuál de ellas se refería, la mujer dijo:

—¿Qué quiere saber?

—No quiero hacerle recordar cosas tristes,
signora
, pero he de saber más sobre Wellauer, para poder comprender por qué murió.

—¿Y si merecía morir?

—Todos merecemos morir, pero nadie debe decidir por nosotros cuándo ha de ser.

—¡Vaya! —exclamó ella con un esbozo de risa seca—. Es usted un verdadero jesuita, ¿eh? ¿Y quién decidió cuándo tenía que morir mi hermana? ¿Y quién decidió por qué? —Su ira se apagó con la misma rapidez con que se había encendido, y preguntó-: ¿Qué quiere saber?

—Estoy enterado de su relación con él. Sé que se dijo que era el padre del hijo de su hermana. Y sé que ella murió en Roma en 1939.

—No es sólo que muriera, es que se desangró —dijo la anciana con una voz tan tétrica como la muerte y la sangre—. Se desangró en una habitación de hotel, la habitación en la que él la dejó después del aborto y a la que no fue a verla. —En su voz, se confundía el temblor de la edad con el de la pena—. Cuando la encontraron ya hacía un día que había muerto. O dos, quizá. Y yo no lo supe hasta el otro día. Estaba arrestada, pero unos amigos vinieron a contármelo. Salí de casa. Tuve que golpear a un policía para poder salir. Lo derribé y le di un puntapié en la cara. Pero salí. Y ninguno de los que me vieron golpearle acudió en su ayuda.

»Me fui con mis amigos. A donde estaba ella. Ya se había hecho todo lo necesario, y el mismo día la enterramos. No vino ningún cura, por la forma en que había muerto, de modo que la enterramos sin más. Era una tumba muy pequeña. —Su voz se alejó, tras del recuerdo.

Brunetti había presenciado esto otras veces, y sabía que tenía que callar. Ahora que las palabras habían empezado a fluir, la mujer no podría detenerlas hasta que hubieran salido todas. Esperó con paciencia, reviviendo el pasado con ella.

—La vestimos de blanco. Y después la enterramos en aquella tumba pequeñita. Un agujero minúsculo. Después del entierro, volví a casa y me arrestaron. Pero no importaba, porque ya estaba arrestada. Les pregunté por el policía y me dijeron que estaba bien. Cuando volví a verlo le pedí perdón. Después de la guerra, cuando los aliados entraron en la ciudad, lo escondí en el sótano durante un mes, hasta que vino su madre y se lo llevó. No tenía por qué aborrecerlo ni quererle mal.

—¿Cómo ocurrió?

Ella lo miró desconcertada, con auténtica incomprensión.

—Me refiero a lo de su hermana con Wellauer.

La mujer se humedeció los labios y se miró las retorcidas manos, apenas visibles entre las mantas.

—Yo los presenté. Él había oído hablar de cómo había empezado mi carrera, y cuando mis hermanas fueron a Alemania para oírme cantar, me pidió que le presentara a Clara y a la pequeña Camilla.

—¿Ustedes ya tenían relaciones?

—¿Quiere decir si éramos amantes?

—Sí.

—Sí. Lo nuestro empezó casi inmediatamente de llegar yo a Alemania para cantar.

—¿Y la aventura con su hermana? —preguntó él.

La mujer volvió la cabeza como si hubiera recibido una bofetada. Se inclinó hacia adelante, y Brunetti pensó que iba a pegarle. Pero le escupió. Una espumilla clara le cayó en el muslo y, poco a poco, atravesó la tela del pantalón. Él se quedó estupefacto, sin poder ni limpiarse.

—Malditos seáis todos. Sois todos iguales. Todos iguales, todavía —le gritó con voz cascada—. Miráis una cosa y sólo veis la basura que queréis ver. —Su voz se hizo más chillona todavía al repetir sus palabras-: Su aventura con mi hermana. Su aventura. —Le acercó la cara con los ojos entornados sobre una mirada de odio y susurró-: Mi hermana tenía doce años. Doce años. La enterramos con el vestido de la primera comunión. Era muy pequeña, era una niña.

»Porque él la violó, señor policía. Él no tuvo una aventura con mi hermana. La violó. La primera vez y todas las demás, cuando la amenazaba con decirme lo mala que había sido. Y después, cuando quedó embarazada, nos envió a las dos a Roma. Yo no sabía nada. Seguíamos siendo amantes. Se acostaba conmigo y violaba a mi hermana pequeña. ¿Ahora entiende, señor policía, por qué me alegro de que haya muerto y por qué digo que merecía la muerte? —Tenía la cara desfigurada por la rabia que la había consumido durante medio siglo.

»¿Quiere saber los detalles, señor policía?

Brunetti asintió. Ahora veía, ahora comprendía.

—Él vino a Roma a dirigir aquella
Norma
que yo tenía que cantar. Y ella le dijo que estaba embarazada. No nos lo contó a nosotras porque tenía miedo de que le dijéramos que era mala. Entonces él preparó el aborto, la acompañó y luego la llevó al hotel. Allí la dejó. Y ella murió desangrada. Sólo tenía doce años.

El comisario vio cómo una mano salía de entre las mantas y las toquillas y venía hacia él. No hizo más que mover la cabeza y el golpe se perdió en el vacío. Esto enfureció a la mujer, que golpeó con la mano el brazo de madera del sillón y dio un grito de dolor.

Se levantó bruscamente, tirando al suelo la ropa que la envolvía.

—Fuera de mi casa, cerdo. Cerdo.

Brunetti saltó para esquivarla, tropezó con la pata de la silla y corrió por el pasillo delante de ella. La mujer mantenía la mano levantada y él huía de una ira desatada. Mientras él descorría los cerrojos con dedos torpes, ella se paró, jadeando. Desde el patio se la oía chillar y maldecirlos a él, a Wellauer y al mundo. Sin dejar de gritar, cerró y aseguró la puerta. Él se paró en medio de la niebla, estremecido por el arrebato que había provocado. Aspiró profundamente, para tranquilizarse, para olvidar aquel primer instante en el que había tenido verdadero miedo de aquella mujer, miedo de la fuerza del recuerdo, que la había catapultado hacia él.

CAPÍTULO XXIV

Brunetti tuvo que esperar en el embarcadero casi media hora y, cuando llegó el 5, estaba helado hasta los huesos. El tiempo no había cambiado y durante la travesía de la laguna hasta San Zaccaria, viajó encogido en la apenas caldeada cabina, contemplando las ventanillas blancas y húmedas. Al llegar a la
questura
, subió a su despacho, sin contestar a los que le saludaban. Cuando llegó al despacho, cerró la puerta pero conservó el abrigo puesto, para entrar en calor. Las imágenes se agolpaban en su cerebro. Veía a la anciana gritar en el húmedo pasillo, hecha una furia; veía a las tres hermanas, colocadas en forma de V, en artificial pose, y veía a la niña amortajada con el vestido de la primera comunión. Y veía la trama, veía la coherencia.

Por fin se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo de una silla. Fue al escritorio y empezó a revolver entre los desordenados papeles. Apartó carpetas, hurgando hasta encontrar el informe de la autopsia, con sus tapas verdes.

En la segunda página vio lo que sabía que encontraría: Rizzardi mencionaba unas pequeñas marcas en un brazo y una nalga que describía como «señales de pequeñas hemorragias subcutáneas de causa desconocida».

Ninguno de los dos médicos con los que había hablado dijo haber administrado inyecciones a Wellauer. Pero un hombre casado con una doctora en medicina no tenía que pedir hora para recibir una inyección. Y tampoco tendría que pedir hora para hacerse visitar por esa doctora.

Volvió al montón de papeles, sacó el informe de la policía alemana y estuvo leyendo hasta que encontró la confirmación de un dato que le bailaba por la cabeza. El primer marido de Elizabeth Wellauer, el padre de Alexandra, además de enseñar en la Universidad de Heidelberg, era director del departamento de Farmacología. Ella había pasado a verlo al venir a Venecia.

—¿Sí? —dijo Elizabeth Wellauer al abrir la puerta.

—De nuevo le pido perdón por la molestia,
signora
, pero tenemos nueva información y me gustaría hacerle varias preguntas más.

—¿Sobre qué? —preguntó ella, sin hacer ademán de dejarle entrar.

—Los resultados de la autopsia de su marido —dijo él, seguro de que esto bastaría para franquearle la entrada. Con un movimiento brusco y desabrido, ella acabó de abrir la puerta y se hizo a un lado. En silencio, lo llevó hasta la habitación en la que habían mantenido las dos conversaciones anteriores y señaló la que el comisario empezaba a considerar su butaca. Él esperó mientras ella encendía un cigarrillo, un gesto ya tan habitual que casi ni se fijó.

—Cuando se hizo la autopsia —empezó él sin preámbulos—, el forense dijo haber encontrado en el cuerpo de su esposo pequeños hematomas causados por inyecciones. Así se menciona en el informe. —Hizo una pausa, para darle ocasión de ofrecer una explicación. En vista de que ésta no llegaba, prosiguió--: El doctor Rizzardi dijo que podían ser debidos a varias causas: analgésicos, vitaminas o antibióticos. Dijo también que, por la situación de las marcas, su esposo no pudo habérselas administrado por sí mismo. Era diestro, ¿verdad?

—Sí.

—Las señales del brazo también estaban en el lado derecho, por lo que él no pudo ponerse esas inyecciones. —Se permitió una mínima pausa—. Es decir, suponiendo que fueran inyecciones. —Otra pausa—.
Signora
, ¿puso usted esas inyecciones a su esposo? —No hubo respuesta—. ¿Ha comprendido mi pregunta? ¿Le puso usted esas inyecciones?

—Son vitaminas —respondió ella al fin.

—¿Qué clase de vitaminas?

—B-doce.

—¿Dónde las consiguió? ¿Se las facilitó su primer marido?

La pregunta la sorprendió visiblemente. Movió la cabeza a derecha e izquierda con vehemencia.

—No; él no tuvo nada que ver. Yo extendí la receta cuando aún estábamos en Berlín. Helmut se quejaba de cansancio y le propuse que tomara una tanda de inyecciones de vitamina B-doce. Ya las había tomado anteriormente y le habían ido bien.

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