Muerte en La Fenice (30 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—¿Cuándo empezó a administrárselas?

—No lo recuerdo con exactitud. Hará unas seis semanas.

—¿Notó mejora?

—¿Cómo?

—Su esposo. ¿le fueron bien las inyecciones? ¿Tuvieron el efecto que usted deseaba?

Ella lo miró vivamente al oír la segunda pregunta, pero respondió con calma:

—No; no parecían hacerle ningún efecto, y decidí suspender su administración.

—¿Eso lo decidió usted,
signora
, o su marido?

—¿Qué importa? No le hacían efecto y dejó de tomarlas.

—Yo creo que importa, y mucho, de quién partiera la decisión. Y me parece que usted lo sabe.

—Lo decidió él.

—¿Dónde le despacharon la receta? ¿Aquí, en Italia?

—No; no tengo licencia para ejercer aquí. Las compramos en Berlín, antes de venir.

—Ya. Entonces, en la farmacia estará registrada la venta.

—Sí, supongo; pero no recuerdo qué farmacia era.

—¿Quiere decir que extendió usted la receta y eligió una farmacia al azar?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo ha vivido en Berlín?

—Diez años. ¿Qué importa eso?

—Importa, porque me parece extraño que una persona que ha vivido diez años en una ciudad no tenga una farmacia habitual. O que no la tuviera el maestro.

La respuesta tardó un segundo más de lo normal.

—La tenía. Los dos la teníamos. Pero aquel día no estaba en casa cuando extendí la receta y entré en la primera farmacia que encontré.

—De todos modos, recordará dónde era. No hace tanto tiempo.

Ella miró por la ventana para concentrarse, para tratar de recordar. Se volvió hacia él y le dijo:

—Lo siento, pero no lo recuerdo.

—No importa —dijo él con indiferencia—. La policía de Berlín la encontrará. —Ella le miró entonces con sorpresa, o con algo más—. Y estoy seguro de que podrán averiguar de qué era la receta, qué clase de… —se interrumpió sólo un segundo antes de decir la última palabra— …vitamina.

Aunque ella tenía en el cenicero el cigarrillo encendido, alargó la mano hacia el paquete, pero modificó el movimiento y se puso a empujarlo con el dedo, dándole cada vez un cuarto de vuelta exactamente.

—¿Lo dejamos ya? —preguntó con voz neutra—. Nunca me han gustado los juegos, y tampoco usted es muy bueno.

A lo largo de los años, Brunetti había presenciado esto más veces de las que podía contar: cómo una persona llegaba a un punto del que ya no podía pasar, el punto en el que, mal que le pesara, tenía que decir la verdad. Lo mismo que una ciudad sitiada: primero caían las defensas exteriores, venía la primera retirada, la primera concesión al enemigo. La batalla podía ser corta o larga, según el defensor, podía atascarse en este o en aquel parapeto, podía haber o no haber contraataque. Pero el primer movimiento era siempre el mismo, el abandono de la mentira, casi con alivio, que acabaría llevando a la apertura de las puertas a la verdad.

—No era una vitamina. Usted ya lo sabe, ¿verdad?

Él asintió.

—¿Sabe qué era?

—Exactamente, no. Pero me parece que era un antibiótico. No sé cuál, ni creo que importe eso.

—No; no importa. —Lo miró con una leve sonrisa que le hacía los ojos tristes—. Netilmicina. Me parece que aquí, en Italia, se vende con ese nombre. La receta fue despachada en la farmacia Ritter, a tres manzanas de la entrada del zoo. No tendrán ninguna dificultad para encontrarla.

—¿Qué le dijo que era a su marido?

—Lo mismo que a usted. B-doce.

—¿Cuántas inyecciones le puso?

—Seis, a intervalos de seis días.

—¿Cuándo empezó él a notar los efectos?

—Al cabo de unas semanas. Ya no hablábamos mucho, pero él todavía me veía como a su médico, por eso primero me consultó sobre su cansancio y después sobre el oído.

—¿Y usted qué le dijo?

—Que podía ser la edad o, quizá, un efecto transitorio de la vitamina. Eso fue una estupidez, porque en casa tengo libros de medicina y él podía comprobar si le había dicho la verdad.

—¿Lo comprobó?

—No. Se fiaba de mí. Yo era su médico, ¿comprende?

—¿Cómo se enteró? ¿O cómo empezó a sospechar?

—Fue a ver a Erich. Pero esto ya lo sabe usted, o no estaría aquí ahora, haciéndome estas preguntas. Después, cuando llegamos a Venecia, empezó a usar las gafas con audífono, de lo que deduje que habría ido a ver a otro médico. Cuando le propuse otra inyección, se negó. Entonces ya lo sabía, pero no sé cómo se enteró. ¿Por el otro médico?

Él movió la cabeza afirmativamente.

Ella volvió a sonreír con tristeza.

—¿Y qué ocurrió entonces,
signora
?

—Llegamos aquí en pleno tratamiento. La última inyección se la puse en esta misma habitación. Quizá entonces ya lo sabía y se negaba a aceptarlo. —Cerró los ojos y se frotó los párpados con las manos—. Es difícil precisar cuándo lo descubrió todo.

—¿Cuándo se dio usted cuenta de que lo sabía?

—Debe de hacer unas dos semanas. Me sorprende que tardara tanto, pero es que nos queríamos mucho. —Le miró a la cara al decirlo—. El sabía lo mucho que yo le quería, y no podía creer que le hiciera esto. —Sonrió con amargura—. A veces, cuando ya había empezado, tampoco yo podía creerlo, al recordar lo mucho que le había querido.

—¿Cuándo supo usted que había descubierto de qué eran las inyecciones?

—Una noche, yo estaba aquí, leyendo. No le había acompañado al ensayo, como acostumbraba. Era penoso oír aquella música discordante, aquellas entradas a destiempo, y saber que yo era la causante, tan cierto como si le hubiera quitado la batuta de la mano y la hubiera sacudido en el aire a mi capricho. —Calló, como si escuchara las disonancias de aquellos ensayos.

»Yo estaba aquí, leyendo, o tratando de leer, cuando oí… —Levantó la mirada al pronunciar esta palabra y dijo, como la actriz que recita un aparte en el escenario-: Dios, y qué difícil es evitar esta palabra —y volvió a meterse en su papel—. Era temprano, había vuelto temprano del teatro. Le oí venir por el pasillo y abrir esa puerta. Todavía tenía puesto el abrigo y llevaba la partitura de
La Traviata
. Era una de sus óperas favoritas. Le encantaba dirigirla. Entró y se quedó ahí de pie, sí, ahí —señalaba un lugar en el que ya no había nadie—. Me miró y me preguntó: «Has sido tú, ¿verdad?» —Ella miraba la puerta, esperando volver a oír las palabras.

—¿Y usted le contestó?

—Era lo menos que le debía, ¿no le parece? —preguntó con voz serena y razonable—. Le dije que sí, que se lo había hecho yo.

—¿Y él qué dijo?

—Nada. Se fue. No de la casa, sólo de la habitación. A partir de entonces nos las arreglamos para no volver a vernos hasta el día de la
prima
.

—¿No la amenazó? ¿No dijo que la denunciaría a la policía? ¿Que se lo haría pagar?

Ella parecía realmente sorprendida por la pregunta.

—¿De qué hubiera servido? Si ha hablado con el médico, debe de saber que el daño es permanente. Ni la policía ni nadie podían devolverle el oído. En cuanto a hacérmelo pagar… —Se interrumpió para encender otro cigarrillo—. Eso sólo podía conseguirlo haciendo lo que hizo.

—¿Y qué hizo? —preguntó Brunetti.

Ella le reprendió entonces abiertamente:

—Si sabe usted tanto como parece, también sabrá esto.

El comisario sostuvo la mirada de la mujer, con gesto inexpresivo.

—Tengo todavía dos preguntas para usted, signora. La primera es una pregunta sincera, que hago por ignorancia. La segunda es más simple, y ya creo saber la respuesta.

—Entonces empiece por la segunda.

—Se refiere a su marido. ¿Por qué iba a querer hacérselo pagar de esa manera?

—¿Quiere decir haciendo que pareciera que lo había matado yo?

—Sí.

Él observaba sus esfuerzos por explicarse, veía cómo las palabras empezaban a formarse, para desvanecerse enseguida, olvidadas. Por fin, dijo en voz baja:

—Él se consideraba por encima de la ley, la ley que todos los demás debíamos acatar. Supongo que creía que su genio le daba este derecho. Y Dios sabe que todos le animábamos a creerlo así. Hicimos de él un dios de la música al que adorábamos de rodillas. —Se interrumpió y le miró—. Perdone, no estoy contestando su pregunta. Usted quiere saber si él era capaz de hacer que pareciera que yo era la responsable. Pero, ya ve —dijo levantando las manos hacia él, como si tratara de extraerle comprensión—, yo era realmente responsable. Él tenía derecho a hacerme eso. Hubiera sido menos horrible si yo le hubiese matado con mis propias manos; eso hubiera dejado la leyenda intacta. —Dejó de hablar, pero Brunetti no dijo nada.

»Estoy tratando de decirle cómo lo veía él. Yo lo conocía bien, sabía lo que sentía, lo que pensaba. —Hizo otra pausa y prosiguió con el intento de hacerle comprender—. Cuando murió, me di cuenta de cuál había sido su intención al pedirme que subiera al camerino; pero, aunque parezca extraño, entonces me pareció, y sigue pareciéndomelo ahora, que tenía derecho a hacerlo, a castigarme. En cierto modo, él era su música. Y yo, en lugar de matarlo a él, había matado su música. Había matado su genio. Lo comprendí durante los ensayos, cuando le veía mirar por encima de esas gafas, tratando de oír por el inútil audífono lo que estaba haciendo con la música. Y no lo oía. No lo oía. —Sacudió la cabeza ante algo que no comprendía—. Pero no hacía falta que me castigara él, señor Brunetti. Ya he sido castigada. He vivido en el infierno.

Juntó las manos en el regazo y prosiguió:

—La noche del estreno me dijo lo que iba a hacer. —Al ver la sorpresa de Brunetti, explicó-: No me lo dijo con palabras. Quiero decir que fue entonces cuando lo comprendí.

—¿Fue cuando subió usted a los bastidores? —preguntó Brunetti.

—Sí.

—¿Qué ocurrió?

—Al principio, cuando me vio en la puerta, no dijo nada. Sólo me miró. Pero entonces debió de ver a alguien en el pasillo detrás de mí y pensó que venían al camerino. —Inclinó la cabeza con gesto de cansancio—. No sé. Sólo dijo algo que parecía tener ensayado, lo que dice Tosca al ver el cadáver de Cavaradossi:
«Finire cosí, finire cosí.»
Entonces no comprendí qué quería decir con lo de «acabar así, acabar así», pero hubiera debido comprenderlo. Lo dice antes de matarse, pero no lo recordé. No en aquel momento. —Brunetti, sorprendido, vio que una sonrisa amplia, casi divertida, fulguraba un momento en su cara—. Muy propio de él ponerse dramático en el último minuto. O, mejor, melodramático. Y me sorprende que tomara sus últimas palabras de una ópera de Puccini. —Le miró muy seria—. Espero que esto no le parezca una incongruencia, pero yo hubiera creído que querría ser recordado citando una ópera de Mozart. O de Wagner. —El comisario, al observar que ella trataba de dominar un histerismo creciente, se levantó, fue a una vitrina situada entre las dos ventanas y le sirvió una copita de brandy. Se quedó un momento mirando el campanario de San Marco, luego volvió junto a la mujer y le dio la copa.

Ella, sin saber qué era, bebió un sorbo. El comisario volvió a la ventana y siguió contemplando el campanario. Cuando se hubo cerciorado de que el campanario seguía en su sitio, volvió a sentarse frente a ella.

—¿Me dirá por qué lo hizo,
signora
?

Ella lo miró con auténtica sorpresa.

—Si ha sido capaz de averiguar cómo lo hice también sabrá por qué.

Él movió la cabeza negativamente.

—No diré lo que pienso porque, si estoy equivocado, sería un ultraje para su memoria. —Antes de acabar de decirlo ya se había dado cuenta de que también sonaba a ópera de Puccini.

—Eso significa que ha comprendido, ¿verdad? —dijo ella inclinándose hacia adelante para dejar la copa, todavía llena, al lado del paquete de cigarrillos.

—¿Su hija,
signora
?

Ella se mordió el labio superior y asintió casi imperceptiblemente. Cuando se soltó el labio, él vio las marcas blancas que habían dejado los dientes. La mujer alargó la mano hacia los cigarrillos, la retiró, se la oprimió con la otra y dijo en una voz tan tenue que él tuvo que inclinarse para oírla:

—Yo no tenía ni idea. —Sacudió la cabeza con repugnancia—. Alex no tiene afición por la música. Ni sabía quién era él cuando empezamos a salir. Cuando le dije que quería casarme pareció interesarse. Luego, cuando supo que tenía una granja y caballos, se interesó más todavía. Los caballos han sido siempre lo único que le ha gustado, como la heroína de un cuento inglés. Los caballos y los libros sobre caballos.

»Ella tenía once años cuando nos casamos. Se llevaban bien. Al principio, cuando supo quién era él, supongo que se lo dirían sus compañeras de clase, parecía intimidada, pero luego se le pasó. A Helmut le gustaban los niños. —Hizo una mueca ante la grotesca ironía de la frase.

»Y entonces. Y entonces. Y entonces —repitió, como si se hubiera atascado en los surcos del recuerdo—. Este verano tuve que ir a Budapest. A ver a mi madre, que está enferma. Helmut dijo que podía irme tranquila. Tomé un taxi y me fui al aeropuerto. Pero estaba cerrado. No recuerdo por qué. Una huelga. O problemas con los oficiales de la aduana. La causa no importa, ¿verdad?

—No,
signora
.

—Después de hacernos esperar más de una hora, nos dijeron que se habían suspendido todos los vuelos hasta la mañana siguiente. Tomé otro taxi y volví a casa. No era tarde, aún no eran las doce, por lo que no me pareció necesario avisar por teléfono de que volvía. Cuando entré, las luces estaban apagadas. Subí a las habitaciones. Alex siempre ha tenido el sueño inquieto, por lo que fui a su cuarto, a ver cómo estaba. A ver cómo estaba. —Le miró inexpresivamente.

»Cuando llegué a lo alto de la escalera, la oí. Creí que tenía una pesadilla. No era un grito, sólo un ruido. Como de un animal. Un ruido. Nada más. Entré en su cuarto. Él estaba allí. Estaba con ella.

»Ahora viene lo más extraño —dijo con calma, como si mostrara un puzzle al comisario, para saber qué le parecía—. No recuerdo lo que ocurrió entonces. No. Sé que él se fue, pero no recuerdo qué le dije ni qué me dijo él. Aquella noche dormí con Alex.

»Después, días después, él me dijo que Alex había tenido una pesadilla. —Ella rió con asco e incredulidad—. Es lo único que dijo. No hablamos de ello. Envié a Alex a casa de sus abuelos y a un colegio de allí. Y no volvimos a hablar de ello. Oh, qué modernos, qué civilizados. Dejamos de dormir juntos, desde luego, y de estar juntos. Y Alex se marchó.

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