—¿Qué ocurre? ¿Beth ha empeorado?
—He mandado llamar a mamá —explicó Jo, tirando de sus botas de goma con semblante trágico.
—¡Bien hecho, Jo! ¿Ha sido idea tuya? —preguntó Laurie. Al ver que a la muchacha le temblaban las manos, la sentó en una butaca del vestíbulo y la ayudó a quitarse las botas.
—No, el médico nos aconsejó que lo hiciésemos.
—¡Oh, Jo! ¿Tan grave está? —exclamó Laurie con cara de sorpresa.
—Sí. No nos reconoce, ni siquiera habla ya de las hojas de la parra, que ha estado tomando por tórtolas verdes todo este tiempo. No parece ella y no tenemos a nadie que nos ayude a hacer frente a la situación. Tanto mamá como papá están lejos. Incluso Dios me parece tan fuera de mi alcance ahora que no soy capaz de encontrarlo.
—Yo estoy aquí, Jo; abrázate a mí, querida.
Ella no podía hablar, pero se abrazó a él y le pareció que aquel afectuoso y cálido abrazo de amigos consolaba a su doliente corazón y la acercaba a aquellos otros brazos, los de Dios, que eran los únicos que podían sostenerla en medio de tanta pena. Laurie quería decir algo amable que ayudara a su amiga, pero al no dar con las palabras adecuadas decidió guardar silencio y acariciarle la cabeza como solía hacer su madre. Y fue lo mejor, mucho más reconfortante que el discurso más elocuente, porque Jo sintió su apoyo y compasión, y en aquel silencio conoció el dulce consuelo que el cariño procura en los momentos de pesar. Se secó las lágrimas, un poco más aliviada, y levantó la vista agradecida.
—Gracias, Teddy, ya estoy mejor; ya no me siento tan triste y trataré de afrontar lo que venga.
—Confía en que todo saldrá bien, eso te ayudará mucho, Jo. Tu madre volverá pronto y entonces todo irá mejor.
—Me alegra mucho que papá se esté recuperando; así mamá no se sentirá mal al tener que dejarle solo. ¡Dios mío! Es como si todos los problemas hubiesen llegado de golpe y siento que llevo una pesada carga sobre los hombros. —Jo dejó escapar un suspiro y extendió su pañuelo blanco sobre sus rodillas para que se secara.
—¿Acaso Meg no te ayuda lo suficiente? —preguntó Laurie con aire indignado.
—Sí, claro que sí, pero ella no quiere a la pequeña Beth como yo, ni la echaría tanto de menos si faltase. Beth es mi conciencia y no puedo abandonarla. ¡No puedo! ¡No puedo! Jo se cubrió el rostro con el pañuelo húmedo y lloró desesperadamente; hasta ese momento había contenido las lágrimas con coraje. Laurie se tapó los ojos con las manos y no pudo decir nada hasta que se deshizo el nudo que tenía en la garganta y sus labios dejaron de temblar. Tal vez no resultase muy viril, pero no podía evitarlo, y yo me alegro. Cuando Jo se tranquilizó un poco, el joven dijo, esperanzado:
—No creo que muera, es demasiado buena y todos la queremos mucho. Dios no se la llevará todavía.
—La gente buena y querida siempre muere —gimió Jo, pero dejó de llorar porque, a pesar de su miedo y sus dudas, las palabras de su amigo la habían tranquilizado.
—¡Pobrecilla! Estás agotada. No es propio de ti estar tan triste. Espera un segundo, te animaré enseguida.
Laurie subió las escaleras de dos en dos y Jo reposó su cansada cabeza sobre el gorrito marrón que Beth había dejado encima de la mesa y nadie se había atrevido a tocar. Tal vez estuviese encantado, porque fue como si el espíritu animoso de su gentil dueña se apoderase de Jo y, cuando Laurie volvió con un vaso de vino, la joven lo cogió y dijo con una sonrisa:
—¡Qué diantre! Beberé a la salud de Beth. Eres un buen médico, Teddy, y el mejor de los amigos. ¿Cómo podré pagarte? —preguntó mientras el vino reconfortaba su cuerpo como las palabras habían hecho con su espíritu.
—Te mandaré la factura enseguida. Y esta noche te daré algo que te animará mucho más que un vaso de vino —explicó Laurie mirándola con emoción contenida.
—¿De qué se trata? —exclamó Jo, y la curiosidad borró en un segundo su preocupación.
—Ayer le envié un telegrama a tu madre y Brooke me contestó diciendo que salía de inmediato y llegaría a casa hoy por la noche. Así que todo va a ir bien. ¿No te alegras de que le escribiera?
Laurie hablaba atropelladamente y se había puesto rojo de emoción. Había mantenido en secreto su plan por miedo a enojar a las chicas o incomodar a Beth. Jo palideció, se levantó precipitadamente de la silla y, en cuanto Laurie terminó de hablar, se abrazó con fuerza a su cuello y exclamó dichosa:
—¡Oh, Laurie! ¡Mamá! ¡Estoy tan contenta! —Y en lugar de volver a llorar, empezó a reír de nervios y a temblar, y se agarró a su amigo como si hubiese enloquecido con la noticia. Laurie, aunque algo desconcertado, conservó la calma. Le dio unas palmadas en la espalda para tranquilizarla y, en cuanto Jo empezó a reaccionar, siguió con un par de tímidos besos que la hicieron volver en sí de inmediato. Jo se apoyó en el pasamanos, se separó suavemente y dijo sin aliento:
—¡Oh, no! No debía actuar de este modo. ¡Qué barbaridad! Es que me ha alegrado tanto que no le hicieras caso a Hannah y le mandases ese telegrama a mamá que no me he podido contener. Cuéntamelo todo y no me des vino nunca más; ya ves el resultado.
—¡No me molesta! —Laurie se echó a reír y se colocó bien la corbata—. Verás, estaba muy preocupado, y mi abuelo también. Pensamos que Hannah se estaba atribuyendo una autoridad que no le correspondía y que tu madre debía saber cómo estaba Beth. Si llegase a pasar algo, ya sabes… Ella no nos lo perdonaría. Ayer, al ver que el médico estaba tan serio y Hannah casi me arranca la cabeza al mencionar la posibilidad de enviar el telegrama, convencí al abuelo de que era hora de intervenir y fui corriendo a la oficina de correos. No soporto que me oculten cosas, eso fue lo que me decidió a actuar. Tu madre volverá hoy, el último tren llega a las dos de la noche, iré a buscarla. Contén tu angustia y ocúpate de que Beth esté tranquila, hasta que tu querida madre regrese.
—Laurie, ¡eres un ángel! ¿Cómo podré agradecértelo?
—Abrázame de nuevo; la verdad es que me ha gustado —contestó Laurie con una expresión picara que llevaba dos semanas sin emplear.
—No, gracias. Mejor abrazo a tu abuelo por ti, cuando le vea. Venga, en lugar de burlarte de mí, ve a casa y descansa, porque tendrás que estar despierto hasta tarde. ¡Dios te bendiga, Teddy!
Jo, que se había apartado hacia un rincón, entró corriendo en la cocina, se sentó sobre un aparador y contó a los gatos que allí encontró lo «feliz, felicísima» que se sentía, mientras Laurie salía convencido de haber hecho una buena obra.
—Es el muchacho más entrometido que conozco, pero le perdono y espero que la señora March esté de camino —dijo Hannah, aliviada, cuando Jo le comunicó la buena noticia.
Meg se alegró mucho y leyó varias veces la carta en silencio, mientras Jo ordenaba el cuarto de Beth y Hannah preparaba un par de tartas por si negaba «alguna visita inesperada». Fue como si un soplo de aire fresco recorriese la casa y una luz mejor que la del sol iluminase las habitaciones silenciosas y lo llenase todo de esperanza. El pájaro de Beth volvió a piar y en el rosal de la ventana de Amy apareció un capullo a medio abrir. El fuego de la chimenea crepitaba con inusual alegría y los pálidos rostros de las muchachas se iluminaron con una sonrisa mientras se abrazaban las unas a las otras susurrando animadas: «¡Viene mamá, querida! ¡Viene mamá!». Todas se alegraron salvo Beth, que seguía postrada, sumida en un profundo sopor, tan ajena a la esperanza y el júbilo como a la duda y al peligro. Daba lástima verla: tenía el rostro, habitualmente sonrosado, pálido y carente de expresión; las manos, siempre tan activas, débiles y delgadas; los labios, por lo general sonrientes, entreabiertos, y el cabello, siempre tan hermoso y cuidado, enredado y esparcido sobre la almohada. Pasó así todo el día, y solo de vez en cuando se despertaba para pedir agua, con los labios tan resecos que casi no podía hablar. Jo y Meg estuvieron junto a su lecho sin dejar de mirarla, rogando a Dios y confiando en su madre. En todo el día no paró de nevar y el viento sopló con fuerza. Las horas parecían eternas. Pero la noche llegó al fin, y cada vez que el reloj daba la hora, las hermanas, sentadas en la cama, se miraban con los ojos brillantes, conscientes de que cada vez la ayuda estaba más próxima. El médico había advertido que la paciente experimentaría algún cambio, para mejor o para peor, alrededor de la medianoche, momento en que pasaría a visitarla.
Hannah, agotada, se recostó en el sofá que había a los píes de la cama y se quedó dormida. El señor Laurence, que se paseaba por la sala, se sentía más capacitado para afrontar a un batallón de rebeldes que la expresión de angustia de la señora March al volver a casa. Laude se había tumbado en la alfombra y fingía descansar, pero miraba el fuego con un aire de preocupación que hacía que sus ojos negros pareciesen más claros y dulces.
Las muchachas no olvidarían nunca aquella noche, en la que no pudieron dormir y estuvieron pendientes del reloj, con la sensación de impotencia que nos invade a todos en momentos como aquel.
—Si Dios salva a Beth, no volveré a quejarme nunca —susurró Meg con sinceridad.
—Si Dios salva a Beth, le amaré y le serviré toda la vida —anunció Jo con idéntico fervor.
—¡Qué daría por no tener corazón! ¡Duele tanto! —dijo Meg con un suspiro, tras unos segundos en silencio.
—Si la vida es tan dura, no sé cómo vamos a resistir hasta el final —añadió su hermana con desesperación.
En ese instante, dieron las doce y ambas se concentraron en Beth porque les pareció ver un cambio en la expresión de su lánguido rostro. En la casa reinaba un silencio sepulcral que solo rompía el sonido del viento. Hannah, rendida, seguía durmiendo, y solo las dos hermanas vieron la tenue sombra que pareció abatirse sobre el lecho de la pequeña. En la hora siguiente no hubo más novedad que la partida de Laurie hacia la estación. Pasó una hora más sin que nadie llegase. Las pobres muchachas empezaron a temer que la tormenta o un accidente hubieran retrasado el regreso de su madre o, peor aún, que una desgracia en Washington le hubiese impedido partir.
Pasadas las dos, Jo, que miraba por la ventana pensando cuan sombrío parecía el mundo cubierto por aquel manto de nieve, oyó movimiento junto a la cama y se volvió de inmediato. Vio a Meg arrodillada ante la butaca de su madre, con la cabeza entre las manos. La joven tuvo un terrible presentimiento. Beth ha muerto y Meg no se atreve a decírmelo.
Volvió a su puesto y observó con asombro que se había producido un cambio. El enrojecimiento de la fiebre y la expresión de dolor habían desaparecido, y el rostro amado, aunque pálido, tenía un aspecto tan sereno que Jo no sintió deseos de llorar ni de lamentarse. Se inclinó sobre su querida hermana, le besó la frente húmeda con el corazón en los labios y susurró con dulzura:
—Adiós, mi Beth, adiós.
Hannah despertó como sobresaltada por el movimiento, fue hacia la cama, miró a Beth, le tocó las manos, escuchó su respiración y, a continuación, lanzó el delantal por encima de su cabeza, se sentó y, meciéndose hacia delante y hacia atrás, murmuró casi sin aliento:
—Ya no tiene fiebre y duerme. Ha empezado a sudar y respira con normalidad. ¡Alabado sea el Señor!
Antes de que las muchachas pudiesen creer la feliz noticia, acudió el médico, que confirmó el diagnóstico de Hannah. Aunque era un hombre corriente, les pareció que su rostro tenía algo de angelical cuando, con una sonrisa paternal, les dijo:
—Sí, queridas, creo que la pequeña se salvará. No hagáis ruido para que pueda dormir y, cuando se despierte, dadle…
Las dos jóvenes no oyeron el final de la frase. Salieron al oscuro rellano y, sentadas en las escaleras, se abrazaron, con el corazón tan lleno de alegría que no cabían las palabras. Cuando volvieron a entrar, la fiel Hannah las recibió con besos y abrazos, y vieron que Beth estaba tumbada, como solía antes de enfermar, de lado, con la mejilla apoyada en la mano, sin la terrible palidez de los últimos días, respirando con placidez, como si acabase de dormirse.
—¡Si mamá llegase ahora! —dijo Jo mientras la noche invernal empezaba a languidecer.
—Mira. —Meg le mostró una rosa blanca a medio abrir—. Pensaba ponerla en la mano de Beth si nos dejaba esta noche, pero la flor se ha abierto. La pondré en un jarrón para que lo primero que nuestra querida hermana vea al despertar sea esta pequeña rosa y el rostro de mamá.
Nunca antes los somnolientos ojos de Meg y Jo habían visto un amanecer tan hermoso ni el mundo les había parecido un lugar tan adorable como aquella mañana que puso fin a una vigilia larga y triste.
—Parece un paisaje de cuento de hadas —comentó Meg, sonriendo para sí, mientras contemplaba desde detrás de la cortina la deslumbrante vista.
—¡Escucha! —exclamó Jo levantándose de golpe.
Entonces oyeron el timbre de la puerta principal, seguido de una exclamación de Hannah y de la voz de Laurie, que anunciaba feliz:
—¡Niñas! ¡Ha llegado! ¡Ha llegado!