Cuando los niños estuvieron en la cama, el profesor se sentó junto al fuego, con expresión cansada y embargado por la nostalgia. Entonces recordó a Jo sentada con la pequeña sobre sus rodillas, y la dulzura nueva que había iluminado su cara, y apoyó la cabeza sobre las manos. Después dio varias vueltas por la habitación, como si buscara algo y no lograra hallarlo.
No es para mí, no debo albergar esperanzas, se dijo lanzando un suspiro que era casi un lamento. Después, como si se reprochase a sí mismo no poder contener su anhelo, fue a dar un beso a las dos cabecitas que dormían, cogió su pipa de espuma de mar, que rara vez fumaba, y abrió un libro de Platón.
Hizo todo cuanto pudo, y con gran resolución, pero no creo que un par de niños díscolos, una pipa o incluso el divino Platón fueran buenos sustitutos de una esposa, unos hijos y un hogar.
Aunque era temprano, a la mañana siguiente se presentó en la estación para despedir a Jo. Y, gracias a él, la joven inició su solitario viaje con el recuerdo amable de un rostro conocido y sonriente, un ramo de violetas y, lo mejor de todo, un pensamiento dichoso: «Bueno, el invierno terminó y no he escrito ningún libro ni he ganado ninguna fortuna, pero he hecho un amigo que merece la pena e intentaré no perderle nunca».
F
uese cual fuese el motivo, lo cierto es que aquel año Latine dio muestras de una gran determinación; se graduó cum laude y, a decir de sus amigos, recitó su discurso con la gracia del revolucionario orador estadounidense Phillips y la elocuencia de Demóstenes. Todo el mundo fue a verle: su abuelo, ¡que estaba tan orgulloso!, el señor y la señora March, John y Meg, Jo y Beth… Y todos se regocijaron por él con esa sincera admiración a la que los chicos no dan importancia pero que es tan difícil de conseguir luego en la vida, por muchos triunfos que tengamos.
—Tengo que quedarme por esta maldita cena, pero estaré en casa mañana temprano. ¿Vendréis a recibirme como antes, chicas? —preguntó Laurie al dejar a las hermanas en el carruaje, después de terminadas las celebraciones. Dijo «chicas», pero en realidad se refería solo a Jo, porque ella era la única que seguía manteniendo la vieja costumbre; y, puesto que era incapaz de negarle nada a su espléndido y triunfador muchacho, contestó con ternura:
—Iré, Teddy, ya llueva o truene, y desfilaré ante ti tocando un himno de bienvenida a los héroes con un birimbao.
Laurie le dio las gracias con una mirada que hizo que ella se estremeciese y pensase; ¡Oh, Dios! Estoy segura de que me dirá algo, ¿y qué haré entonces?
Una tarde de reflexión y una mañana de trabajo aquietaron en parte sus miedos y, tras decidir que imaginar que alguien se le iba a declarar cuando ya había dejado clara la respuesta era una prueba de vanidad por su parte, partió hacia su cita, con la esperanza de que Teddy no acudiese y no la obligase a herir sus sentimientos. Tras una visita a Meg, y un rato muy entretenido en compañía de Daisy y Demijohn, se sintió mucho más preparada para el
tête-à-tête
previsto pero, cuando vio surgir en el horizonte la figura robusta de su amigo, le entraron ganas de dar media vuelta y echar a correr.
—¡Jo! ¿Dónde está el birimbao? —preguntó Laurie en cuanto estuvo lo bastante cerca para que le oyera.
—Lo he olvidado —respondió Jo, que recuperó el ánimo al observar que aquel no era el saludo de un enamorado.
En ocasiones como aquella, solía tomar a Laurie del brazo, pero optó por no hacerlo y él no protestó —lo que no era una buena señal—, y se puso a hablar a toda velocidad de cosas ajenas a ellos, hasta que dejaron atrás la carretera para adentrarse en el camino que atravesaba el bosquecillo e iba a dar a sus casas. Entonces, el joven aminoró el paso, la conversación se tornó menos fluida e incluso hubo algún que otro silencio incómodo entre ambos. Con el propósito de rescatarla charla de uno de aquellos pozos de silencio, Jo comentó a la ligera:
—¡Supongo que ahora tendrás unas buenas vacaciones!
—Esa es mi intención.
Algo en el tono firme del muchacho hizo que Jo levantase la mirada enseguida y le descubriese observándola de un modo que no dejaba lugar a dudas: el momento que tanto temía había llegado. Alzó la mano para frenarle e imploró:
—¡Por favor, Teddy, no lo hagas!
—Sí lo haré y tendrás que escucharme. No sirve de nada callar, Jo. Tenemos que aclarar este asunto y cuanto antes lo hagamos mejor para ambos —apuntó, a un tiempo animado y rojo de vergüenza.
—Está bien; entonces, habla. Te escucho —repuso Jo con una paciencia algo teñida de desesperación.
Laurie era un joven enamorado. Su amor era sincero y quería explicarse, aunque muriese en el intento. Abordó el asunto con la impetuosidad que le caracterizaba, pero con una voz que, de vez en cuando, temblaba, por mucho que se esforzase por comportarse como un hombre y mantener a raya la emoción.
—Te quiero desde que te conozco, Jo. No lo puedo evitar, siempre has sido muy buena conmigo. He intentado mostrarte mis sentimientos, pero no me has dejado. Ahora quiero explicártelo todo y necesito que me des una respuesta, porque no puedo seguir así por más tiempo.
—Quería evitarte esto, pensé que comprenderías… —comenzó Jo, consciente de que iba a resultar más duro de lo que esperaba.
—Sé que es así, pero las muchachas sois tan extrañas que uno nunca sabe a qué atenerse. Decís «no» queriendo decir «sí» y volvéis locos a los hombres por pura diversión —afirmó Laurie, atrincherado en aquel hecho irrefutable.
—No es mi caso. Nunca he pretendido que te intereses por mí en este sentido, y me alejé para evitarlo en la medida de lo posible.
—Lo suponía; es muy propio de ti, pero no ha servido de nada, Solo has conseguido que te quiera más y que me esfuerce más por agradarte. He dejado de ir a los billares y de hacer la clase de cosas que te desagradan, he esperado sin protestar con la esperanza de que correspondías a mi amor, aunque yo valga mucho menos que tú.,. —Llegado a este punto, la voz se le quebró y Laurie decapitó varios ranúnculos al tiempo que se aclaraba la «maldita garganta».
—¡Eso no es cierto! Tú vales mucho más que yo, y te estoy muy agradecida por todo… Me siento orgullosa de ti y te aprecio mucho. No sé por qué no soy capaz de amarte como esperas. Lo he intentado, pero no puedo mandar en mis sentimientos y si afirmase sentir algo más estaría mintiendo.
—¿Estás segura, Jo?
Al formular la pregunta Laurie se detuvo en seco, le tomó las manos y la miró de un modo que ella no olvidaría jamás.
—Sí, estoy segura.
Ya estaban en el bosquecillo, a unos pasos de la cerca. Cuando Jo pronunció aquellas últimas palabras a regañadientes, Laurie dejó caer las manos y dio media vuelta, dispuesto a seguir adelante. Pero, por primera vez en su vida, era como si aquella cerca fuese insalvable, y se quedó allí, con la cabeza apoyada en los postes tapizados de musgo, tan callado quejo sintió miedo.
—¡Oh, Teddy, lo lamento, lo siento muchísimo! ¡Si sirviese de algo, daría la vida por ti! Quisiera que no fuese tan difícil. No puedo hacer nada. Nadie puede enamorarse a voluntad de otra persona —exclamó Jo, con poco tacto y llena de remordimientos, mientras daba unas tiernas palmadas en el hombro a su amigo y recordaba las muchas veces en las que él la había consolado en el pasado.
—A veces ocurre —musitó él sin apartar la cara de la estaca.
—No creo que eso sea amor de verdad, y prefiero no conocerlo —aseguró Jo con firmeza.
Guardaron silencio un rato mientras un mirlo cantaba alegre en los sauces de la orilla del río y la hierba se mecía al viento. Al cabo, Jo añadió, muy seria, mientras se sentaba en un peldaño de la cerca:
—Laurie, hay algo que quiero compartir contigo.
Él abrió los ojos de par en par, como si acabase de recibir un tiro en la cabeza, y exclamó con fiera desesperación:
—¡Por favor, Jo, no me lo digas! ¡No podría soportarlo en estos momentos!
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, sorprendida por la virulencia de su reacción.
—A que estás enamorada de ese viejo.
—¿Qué viejo? —inquirió Jo pensando que debía de referirse a su abuelo.
—El maldito profesor sobre el que tanto escribías. Si me dices que le amas, cometeré una locura. —Y, por su aspecto, aquella no era una amenaza vana; tenía los puños cerrados y un destello de cólera en los ojos.
Jo a punto estuvo de soltar una carcajada, pero se contuvo y, visiblemente emocionada, repuso:
—¡Teddy, no digas palabrotas! Ni es un viejo ni es un maldito; es una buena persona, un hombre muy amable, y es mi mejor amigo… después de ti, claro. Por favor, no te dejes llevar por tus sentimientos, quiero ser considerada contigo pero, si insultas al profesor, me lo pondrás muy difícil. Y estoy muy lejos de estar enamorada de él o de cualquier otro.
—Pero acabarás por enamorarte, y entonces ¿qué será de mí?
—Eres un muchacho sensato, de modo que te enamorarás de otra persona y olvidarás todo este asunto.
—No puedo amar a nadie más y nunca podré olvidarte, Jo. ¡Nunca! ¡Nunca! —dijo dando un taconazo para dotar de más fuerza a sus apasionadas palabras.
—¿Qué puedo hacer con él? —murmuró Jo con un suspiro. Las emociones eran mucho más difíciles de controlar de lo que había temido—. No me has dejado contarte lo que quería decirte. Haz el favor de sentarte y prestar atención; quiero que estemos bien y que seas feliz —explicó, con la esperanza de que oír algo razonable le ayudase a calmarse, lo que demuestra lo poco quejo sabía del amor.
Viendo un rayo de esperanza en esta última frase, Laurie se sentó en la hierba, a sus pies, apoyó el brazo en el último peldaño de la cerca y la miró expectante. Sin duda, la actitud del joven no ayudaba a Jo a hablar con serenidad ni con claridad. ¿Cómo podía decir palabras duras a un amigo que la miraba con los ojos llenos de amor y deseo, las pestañas aún húmedas por las amargas lágrimas derramadas a consecuencia de su rechazo? Volvió la cabeza de Laurie con dulzura y, mientras acariciaba su cabello ondulado, que se había dejado crecer por ella, lo que resultaba conmovedor, dijo:
—Estoy de acuerdo con mamá en que tú y yo no estamos hechos el uno para el otro porque tenemos un carácter muy fuerte, somos obstinados y seríamos muy desgraciados si cometiésemos la locura de… —Jo hizo una pausa antes de pronunciar la siguiente palabra, pero Laurie dijo con expresión arrobada:
—Casarnos… ¡No seríamos desgraciados! Jo, si tú me quisieses, yo sería un santo porque harías de mí lo que quisieras.
—No, no es cierto. Lo he intentado sin éxito y no comprometeré nuestra felicidad con un experimento tan arriesgado. No nos ponemos de acuerdo ni lo haremos nunca; será mejor que sigamos siendo los mejores amigos toda la vida y no cometamos ninguna imprudencia.
—Deberíamos intentarlo —musitó Laurie sin dar su brazo a torcer.
—Por favor, sé razonable y mira las cosas con sentido común —imploró Jo, a punto de perder la paciencia.
—No quiero ser razonable ni ver las cosas «con sentido común», como dices. Eso no me ayudará, solo hará que todo resulte más difícil. No puedo creer que tengas tan poco corazón.
—¡Ojalá fuese así!
Laurie notó que a Jo le temblaba un poco la voz y lo consideró un buen presagio, por lo que se volvió y, haciendo acopio de todas sus dotes de persuasión, dijo con el tono más peligrosamente halagador que ella le había oído emplear nunca:
—¡No seas así, querida! Todo el mundo espera que ocurra. A mi abuelo le hace mucha ilusión, a tu familia también, y yo no puedo vivir sin ti. Dame el sí y todo el mundo estará contento. ¡Venga, hazlo!
Hasta pasados varios meses Jo no comprendió de dónde había sacado fuerzas para mantenerse firme en su decisión de que no amaba a Laurie y, con toda seguridad, no lo haría nunca. La experiencia resultó muy dura, pero no cejó, consciente de que dar esperanzas al joven sería, además de cruel, inútil.
—No te puedo dar un sí sincero, así que no diré nada. Con el tiempo, comprenderás que tengo razón y me lo agradecerás —afirmó en tono solemne.
—¡Qué me cuelguen si lo hago! —replicó Laurie, y se levantó de golpe de la hierba, ardiendo de furia solo de pensarlo.
—¡Sí lo harás! —insistió Jo—. Al cabo de un tiempo, lo superarás y encontrarás a una joven encantadora y culta que te adorará y cumplirá de maravilla el papel de señora en tu fantástica casa. Yo no podría. Soy poco atractiva, torpe, rara y vieja, te avergonzarías de mí, estaríamos todo el día peleándonos… Fíjate, ni siquiera ahora somos capaces de ponernos de acuerdo… A mí no me interesaría la alta sociedad y a ti sí. Y detestarías que escribiese y yo no podría vivir sin ello, y seríamos tan infelices que desearíamos no habernos juntado jamás… ¡Y todo sería horroroso!