Mujercitas (63 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Hablando de libros, estoy empezando a hacerme con una buena biblioteca. El señor Bhaer me regaló por Navidad un libro de Shakespeare al que tenía mucho cariño y que yo había visto en más de una ocasión, en el puesto de honor, entre la Biblia en alemán y obras de Platón, Hornero y Milton. Así que os imaginaréis la ilusión que me hizo que me lo diese, con una dedicatoria en la que se lee: «De su amigo, Friedrich Bhaer».

—Siempre comenta que le encantaría contar con una biblioteca —me dijo—. Pues ya la tiene, porque lo que hay entre estas tapas son muchos libros en uno. Léalo con atención y le será de gran ayuda. El estudio de los personajes de esta obra le permitirá comprender mejor el mundo y describirlo, luego, con sus propias palabras.

Le di las gracias y ahora me refiero a mi «biblioteca», como si fuese la dueña de cien libros. No imaginaba lo rica que era la obra de Shakespeare hasta que Bhaer me lo explicó. No os riáis de su nombre, ya sé que es horrible, pero pronunciado en alemán no suena tan mal… Me alegro de que os guste lo que os cuento de él y espero que algún día tengáis ocasión de conocerle. Sé que mamá le apreciaría por su buen corazón, y papá, por su cultura. Yo le admiro por ambas cosas y me siento feliz de tener un amigo como él.

Como no disponía de mucho dinero ni sabía bien qué podía hacerle ilusión, le compré varios detalles y los fui dejando por su habitación, para que los encuentre cuando menos se lo espere. Los regalos eran prácticos, bonitos o divertidos: un escurreplatos, un florero —siempre tiene en su cuarto una flor, o la hoja de alguna planta, en un vaso porque dice que le refresca— y una manopla de cocina para que no siga quemando sus «
mouchoirs
», como diría Amy, al sacar algo del fuego. La hice como la que Beth regaló a Meg, gruesa y en forma de mariposa, con alas amarillas y negras, antenas de estambre y ojos de abalorios. Le gustó muchísimo y la colocó sobre la repisa de la chimenea como un artículo de decoración, por lo que al final no servirá a su propósito. Aunque es un hombre pobre, hizo regalos a todos, desde los criados hasta los niños, y todos, desde la señora de planchar francesa hasta la señorita Norton, pensaron en él. Me alegro mucho de que así sea.

La noche de Fin de Año, organizaron un baile de disfraces y lo pasarnos en grande. Yo no pensaba ir, porque no tenía nada que ponerme, pero al final la señora Kirke me prestó un vestido viejo de brocado y la señorita Norton me colocó unos encajes y unas plumas. Así pues, disfrazada de la señora Malaprop, me puse una máscara y bajé a la fiesta. Disimulé la voz y nadie me reconoció. Nadie imaginó que era la callada y altiva señorita March (todos me consideran una mujer fría y estirada, porque es como suelo mostrarme ante los mequetrefes) quien bailaba y vestía de una forma tan alocada, como si fuese una «alegoría de las orillas del Nilo». Me divertí mucho y, cuando llegó la hora de mostrar el rostro, me reí al ver la cara de sorpresa de todos. Oí a un joven comentar a otro que yo era actriz; hasta dijo recordar haberme visto en teatros de poca importancia. A Meg le hubiese encantado la broma. El señor Bhaer se disfrazó de Nick Bottom y Tina, del hada Titania. Verlos bailar juntos era «todo un espectáculo», como diría Teddy.

Así pues, el Fin de Año resultó estupendo. Más tarde, ya de vuelta en mi habitación, me puse a pensar en ello y llegué a la conclusión de que, a pesar de los errores cometidos, voy progresando poco a poco. Ahora estoy casi siempre contenta, trabajo con ganas y me intereso por los demás más que antes, lo que está muy bien. Que Dios os bendiga a todos. Os quiere,

J
O

34
EL AMIGO

A
pesar de lo mucho que le gustaba disfrutar de su entorno social y de lo ocupados que estaban sus días desde que se ganaba el pan, que resultaba más dulce, ya que lo conseguía con su esfuerzo, Jo siempre encontraba tiempo para sus trabajos literarios. Su objetivo era el natural en una joven pobre y ambiciosa, pero los medios escogidos para alcanzar dicho fin no fueron los mejores. Convencida de que el dinero otorgaba poder, decidió, en consecuencia, lograr ambos a la vez, dinero y poder, no solo para ella, sino para sus seres más cercanos, a los que quería más que a sí misma. El sueño de vivir en una casa llena de comodidades, poder dar a Beth lo que se le antojase, desde fresas en invierno hasta un órgano en su dormitorio, viajar y tener siempre fondos de sobra para permitirse el lujo de hacer caridad era un viejo anhelo de Jo, su fantasía más querida.

El premio otorgado a su narración breve pareció abrir una puerta que, tras muchas idas y venidas, y con un esfuerzo importante, la había conducido a este encantador castillo en el aire. Pero el fracaso de la novela enfrió su ánimo. La opinión pública es un gigante que ha aterrado a muchos Juan Sin Miedo más valientes que ella. Al igual que el famoso protagonista del cuento, Jo se dio un descanso tras su primer intento, un traspié que le había hecho conocer el más feo de los tesoros del gigante. Pero su capacidad para levantarse y volver a empezar tras cada caída era tan grande como la de Juan, de modo que subió con dificultad por el camino más dudoso y, aunque consiguió un botín mucho mayor, a punto estuvo de dejar atrás algo mucho más valioso que el dinero.

Decidió escribir folletines, dado que, en aquella época aciaga, hasta los siempre perfectos Estados Unidos leían aquella basura. Sin decir nada a nadie, ideó una historia de misterio y fue a llevarla, muy decidida, a la oficina del señor Dashwood, editor del
Weekly Volcano
. Aunque no había leído
Sartor resartus
, el tratado sobre el vestir de Thomas Carlyle, su instinto femenino le decía que la ropa era, para muchos, más importante que la personalidad y los buenos modales. De modo que se arregló lo mejor que supo y, repitiendo para sus adentros que no estaba ni nerviosa ni emocionada, subió valientemente dos tramos sucios y oscuros de escaleras que la condujeron a una habitación desordenada, sumida en una nube de humo de puro, y ante la presencia de tres caballeros que estaban sentados con los pies sobre la mesa y que la recibieron sin bajarlos ni quitarse el sombrero. Algo desalentada por el recibimiento, Jo permaneció en el umbral y susurró un tanto azorada:

—Disculpen, busco la redacción del
Weekly Volcano
, Me gustaría hablar con el señor Dashwood.

Los talones que estaban más altos bajaron y pudo ver a un caballero envuelto en humo que hacía rodar el puro entre los dedos. Fue hacia ella asintiendo con la cabeza y con una expresión en el rostro que solo traslucía falta de sueño, Jo, deseosa de acabar cuanto antes con aquel asunto, le tendió el manuscrito y, cada vez más ruborizada, sumó meteduras de pata mientras pronunciaba el breve discurso que había preparado para la ocasión.

—Una amiga… me envía para que le entregue esta historia… Bueno, es más bien un experimento… Le interesa mucho su opinión… Si le gusta, podría escribir algo más.

Mientras ella balbucía y se sonrojaba, el señor Dashwood pasaba las páginas del manuscrito con sus sucios dedos y revisaba con aire crítico las pulcras páginas.

—No es la primera obra que presenta, ¿verdad? —comentó al comprobar que las páginas estaban numeradas, escritas por una sola cara y no estaban sujetas con un lazo, que era la marca inequívoca de los novatos.

—Así es, señor, mi amiga tiene algo de experiencia, consiguió un premio con un cuento en un concurso del
Blarnevstone Banner
.

—¿En serio? —El señor Dashwood le echó un vistazo en el que pareció estudiar todo su atuendo, desde el lazo del sombrero hasta los botones de sus botas—. Bueno, puede dejar el manuscrito, sí así lo quiere; por ahora, tenemos tantos escritos de este tipo que no sabemos qué hacer con ellos, pero lo leeré con atención y le diré algo la semana que viene.

A Jo ya no le apetecía dejar el manuscrito, pues el señor Dashwood no era de su agrado pero, dadas las circunstancias, no podía más que asentir y marcharse con la cabeza bien alta y el aire digno que adoptaba cuando se sentía molesta o avergonzada, En aquella ocasión, sentía ambas cosas, porque las miradas que habían intercambiado los caballeros dejaban bien claro que no se habían tragado su mentirijilla acerca de la amiga escritora. Cuando cerró la puerta y oyó que todos reían tras algún comentario del editor, su turbación aumentó. Decidida a no volver nunca a ese lugar, regresó a casa y desahogó su frustración dando vigorosas puntadas a unos delantales hasta que, un par de horas después, se tranquilizó lo suficiente para reír al recordar lo ocurrido y desear que llegase la semana siguiente.

Cuando volvió, encontró al señor Dashwood solo, de lo que se alegró. El hombre estaba mucho más despierto que en la ocasión anterior, lo que era de agradecer, y no estaba envuelto en una nube de humo de puro que le impidiese recordar sus buenos modales. Por todo ello, la segunda entrevista fue mucho mejor que la primera.

—Aceptaremos su manuscrito —(los editores nunca hablan en singular)— si no se opone a introducir algunas modificaciones. Es excesivamente largo pero, si omite los pasajes marcados, tendrá la extensión adecuada —explicó en tono muy formal.

Las páginas estaban tan arrugadas y subrayadas que Jo apenas reconocía su manuscrito, pero le echó un vistazo, con la cara que pondría una madre a quien aconsejasen cortar una pierna a su hijo para que cupiese mejor en la cima, y descubrió con asombro que los fragmentos eliminados eran aquellos en los que había intercalado con suma discreción alguna reflexión moral que compensase tanto romanticismo barato.

—Pero, señor, yo creo que toda historia debe transmitir un mensaje moral para ayudar a que unos cuantos pecadores se arrepientan.

El señor Dashwood relajó su semblante serio de editor y sonrió, porque Jo había olvidado la excusa de la «amiga» y hablaba como solo un autor lo haría.

—Mire, la gente quiere pasar un buen rato, no que le den un sermón. Hoy en día, lo moral no vende. —Afirmación que, por supuesto, no era cierta.

—Entonces, ¿cree que debería aceptar las correcciones?

—Sí, el argumento es novedoso y está bastante bien resuelto, y el estilo es bueno —fue la amable respuesta del señor Dashwood.

—¿Y qué…? Quiero decir, ¿qué compensación…? —empezó Jo, sin encontrar las palabras precisas.

—Sí, claro… Bueno, por esta clase de textos solemos dar entre veinticinco y treinta dólares. Pagamos cuando se publica —contestó el señor Dashwood, como si hubiese olvidado aquel asunto; es sabido que un editor no suele ocuparse de esas fruslerías.

—Está bien, es suyo —dijo Jo, que le entregó nuevamente el manuscrito con aire satisfecho porque, después de cobrar un dólar por columna, incluso veinticinco dólares le parecían una buena paga—. ¿Quiere que le diga a mi amiga que si escribe otra mejor podría interesarle? —inquirió Jo, sin recordar el lapsus que la había delatado antes y envalentonada por su logro.

—Bueno, le echaríamos un vistazo, pero no le prometo nada. Dígale que escriba algo más corto y más picante y que se olvide de la moral. ¿Qué nombre quiere su amiga que pongamos como autora? —preguntó el editor en tono despreocupado.

—Ninguno, por favor. No quiere darse a conocer y no tiene pseudónimo literario —respondió Jo, que se sonrojó a su pesar.

—Como prefiera. La historia se publicará la semana que viene. ¿Vendrá a buscar el dinero o quiere que se lo envíe a algún lado? —preguntó el señor Dashwood, que sentía un deseo natural de conocer mejor a su nueva colaboradora.

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