—¡Todo sereno! Vendré está noche.
Beth abrió los ojos de par en par, se inclinó hacia la ventana, sonrió y asintió con la cabeza mientras el joven se alejaba a grandes pasos hasta desaparecer de la vista. Entonces dijo, como si hablara para sí:
—¡Qué fuerte, sano y feliz parece este muchacho!
¡Vaya!, se dijo Jo sin dejar de mirar a su hermana, cuyo rostro perdió el color con la misma rapidez con que lo había cobrado, mientras la sonrisa se borraba de sus labios y una lágrima caía sobre el alféizar. Beth se apartó bruscamente y miró con aprensión a Jo, pero la encontró garabateando a toda velocidad, al parecer absorta en la escritura de
El juramento de Olimpia
. En cuanto Beth se volvió, Jo la observó de nuevo y advirtió que la joven se llevaba la mano a los ojos en más de una ocasión, y leyó en su rostro, medio vuelto, una tierna aflicción que hizo que a ella misma se le saltaran las lágrimas. Temerosa de descubrirse, Jo murmuró que necesitaba nías papel y salió de la sala.
¡Que Dios se apiade de mí! Beth está enamorada de Laurie, se dijo, una vez sentada en su dormitorio, pálida de la impresión que le había provocado el repentino descubrimiento. ¡Quién lo hubiera imaginado! ¿Qué dirá mamá? Me pregunto si él… Jo interrumpió este pensamiento y enrojeció de súbito al pensar: Si él no la corresponde, será horrible. Tiene que amarla. ¡Conseguiré que lo haga!, y meneó la cabeza con aire amenazador al recordar al niño travieso que se burlaba de ella desde el otro lado del muro. ¡Por Dios! ¡Cómo hemos crecido! Meg está casada y es madre, Amy prospera en París y Beth está enamorada. Soy la única lo suficientemente sensata para acabar con esta locura. Jo reflexionó por unos segundos, con la imagen de Laurie de niño aún en la mente; luego las arrugas desaparecieron de su frente y dijo dirigiéndose a él con aire decidido:
—No, señor, muchas gracias. Eres encantador, pero más inestable que una veleta, así que abstente de enviar notas conmovedoras y lanzar sonrisas seductoras porque no lograrás nada. No lo permitiré.
Luego suspiró y se quedó absorta en sus pensamientos un buen rato, hasta que la luz del crepúsculo le recordó que debía bajar a vigilar a su hermana. Lo hizo y confirmó sus sospechas. Laude solía coquetear con Amy y bromear con Jo, pero el trato que dispensaba a Beth era especialmente atento y dulce, aunque, bien mirado, todo el mundo la trataba así, por lo que era difícil sospechar que el joven sintiese por ella algo más. De hecho, toda la familia era de la opinión de que Laude se mostraba más interesado que nunca por Jo, quien, por supuesto, no quería ni oír hablar del asunto y lo negaba con virulencia si alguien osaba mencionarlo. Si hubiesen tenido noticia de los momentos tiernos que Laurie había protagonizado en el transcurso del último año o, mejor dicho, de los intentos frustrados de crear momentos tiernos, los cuales se habían visto interrumpidos en el acto, todos habrían advertido con inmensa satisfacción: «¿Lo ves? Ya lo decía yo». Pero a Jo le horrorizaba el flirteo, no se prestaba a ello, siempre intercalaba una broma o una sonrisa que alejase el peligro.
Cuando Laurie fue a la universidad, se enamoraba de alguien nuevo cada mes, pero aquellos arrebatos eran tan breves como apasionados, y no tenían consecuencias. A Jo le divertía observar cómo el joven pasaba de la esperanza a la desesperación y luego a la resignación, estados de ánimo que le contaba con detalle en sus visitas semanales. Sin embargo, al cabo de un tiempo, Laurie cesó de adorar tantos lugares sagrados, empezó a referirse de manera indirecta y misteriosa a una única pasión e incluso se dejaba llevar, en ocasiones, por una melancolía al estilo de Byron. Por último, optó por evitar por completo todo asunto emotivo y enviaba a Jo notas de índole filosófica, se centró en sus estudios y comentó que pensaba dar el máximo de sí para licenciarse con la mayor gloria posible. Aquella situación era mucho más del agrado de la joven dama que las confidencias a la luz del atardecer, los apretones de mano tiernos y las miradas cargadas de significado, porque la mente de Jo era más madura que su corazón y prefería los héroes imaginarios a los de carne y hueso. A los primeros podía encerrarlos en la cocina de hojalata del desván cuando se cansaba de ellos, pero los de verdad eran mucho menos dúctiles.
En ese estado de cosas hizo Jo su gran descubrimiento y, cuando Laurie acudió a visitarlas aquella noche, la joven le miró como nunca antes lo había hecho. De no haber tenido aquella idea en la mente, no le habría extrañado que Beth estuviese tan callada ni que Laurie se mostrase tan atento con ella. Pero había dado rienda suelta a su imaginación, que galopaba a sus anchas, desbocada, sin que el sentido común acudiese a su rescate, mermado como estaba por las muchas horas que la joven autora dedicaba a escribir encendidas historias de amor. Beth estaba recostada en el sofá, como de costumbre, y Laurie, sentado a su lado en una silla, le contaba chismes para entretenerla. Aquella ceremonia se repetía todas las semanas sin falta, y Beth la aguardaba con ansia. Aquella noche, sin embargo, a Jo le pareció que Beth miraba el rostro moreno y lleno de vida con un gozo fuera de lo común y, aunque el joven relataba los pormenores de un partido de críquet y usaba términos técnicos que a ella le eran tan crípticos como un texto en sánscrito, le escuchaba con sumo interés, Asimismo, Jo creyó ver en Laurie —tal era su afán por que así fuera— más galantería de la habitual; el muchacho hablaba en voz baja, reía menos de lo común, parecía distraído y cubría los pies de Beth con una manta con una diligencia prácticamente de enamorado.
¡Quién sabe! Cosas más raras se han visto, pensó Jo andando de acá para allá. Si se amasen, ella sería como un ángel para él, y él le haría la vida más grata y más cómoda. No creo que Laurie se pueda resistir a los encantos de Beth siempre y cuando las demás no estemos en su camino.
Y dado que la única que estaba en su camino era ella, Jo llegó a la conclusión de que debía hacerse a un lado lo antes posible. Pero ¿cómo? Se sentó, pensativa, en busca de una solución digna de una hermana devota.
El viejo sofá era un auténtico patriarca de los sofás: largo, ancho, bajo y con muchos cojines. Era verdad que estaba algo desvencijado porque, de niñas, las hermanas se tumbaban y dormían en él, jugaban a pescar sentadas en su respaldo, montaban a caballo en sus brazos y guardaban animales debajo; ya de adolescentes, descansaban en él sus cansadas cabezas, soñaban sus más dulces sueños y charlaban emocionadas. Todos tenían cariño al venerable sofá, que era el refugio familiar, y era el lugar favorito de Jo para gandulear. Entre los muchos cojines que lo adornaban, destacaba uno, duro, redondeado, cubierto con ásperos pelos de crin de caballo y rematado en las puntas con un nudo y un botón. El repugnante cojín era la propiedad más valiosa de Jo, quien lo usaba como arma arrojadiza, como barricada y para evitar dormirse en los momentos de más sopor.
Laurie lo conocía bien, y lo contemplaba con profundo desagrado, ya quejo le había sacudido con él muchas veces en el pasado, de niños, cuando retozar era algo natural, y más recientemente lo había usado para evitar que se sentara cerca de ella. Si la «salchicha» —como él lo llamaba— estaba colocada en un extremo, quería decir que se podía acercar y descansar, pero si estaba en medio, ¡pobre del hombre, mujer o niño que osara molestarla! Aquella noche, Jo olvidó erigir la barricada, por lo que, cuando llevaba menos de cinco minutos sentada, vio acercarse una figura enorme que se tumbó sobre el sofá con los brazos y las piernas extendidos. Una vez recostado, Laurie exclamó satisfecho:
—¡Esto es vida!
—Por favor, compórtate con propiedad —dijo Jo colocando a toda prisa el cojín, aunque ya era demasiado tarde y no quedaba sitio. El cojín se deslizó hacia el suelo y desapareció misteriosamente.
—Venga, Jo, no seas arisca. Después de matarse a estudiar toda la semana, un hombre necesita y merece que le mimen.
—Que te mime Beth, yo estoy ocupada.
—No, no quiero molestarla. Pero a ti te gustan estas cosas, salvo que hayas cambiado de opinión, claro está. ¿Es así? ¿Acaso ahora odias a tu chico y prefieres darle con un cojín?
Estas tiernas palabras hubiesen bastado para engatusar a cualquiera, pero Jo, enfrió los ánimos de «su chico» dándole la espalda y preguntándole en tono seco:
—¿Cuántos ramos de flores le has enviado a la señorita Raudal esta semana?
—¡Ni uno, te doy mi palabra! Faltaría más. Está comprometida.
—Me alegro, porque enviar flores y regalos a mujeres que te interesan tres cominos me parece un despilfarro —observó Jo en tono de reproche.
—Las chicas sensatas que sí me interesan no me dejan enviarles «flores y regalos»; así que, ¿qué remedio me queda? He de dar salida a mis sentimientos.
—Mamá no aprueba el flirteo, aunque sea por puro entretenimiento, y tú, Teddy, no paras de flirtear.
—Daría lo que fuera por poder decir: «Al igual que tú», pero, como no es el caso, me limitaré a decir que no veo mal alguno en jugar un poco siempre que todos los implicados comprendan que no es más que un pasatiempo agradable.
—La verdad es que sí parece agradable, pero no sé cómo se hace. Lo he intentado, porque si no haces lo que los demás te sientes como un bicho raro en sociedad, pero no se me da bien —reconoció Jo olvidando momentáneamente su papel de tutora.
—Aprende de Amy; tiene un talento natural para ello.
—Sí, lo hace muy bien y nunca se excede. Supongo que algunas personas están destinadas a agradar aun sin proponérselo, mientras que otras están condenadas a hacer o decir algo inconveniente donde no deben.
—Me alegro de que no sepas flirtear. Da gusto conocer a una joven sensata y sincera que puede mostrarse alegre y amable sin hacer el ridículo. Entre nosotros, Jo, algunas muchachas con las que trato se comportan de un modo que me hace sentir vergüenza ajena. Por supuesto, no pretenden herir a nadie, pero si supieran lo que los chicos dicen luego, a sus espaldas, creo que no dudarían en cambiar de actitud.
—Ellas también murmuran a vuestras espaldas y, como la lengua de las mujeres es más afilada, vosotros salís peor parados, porque sois tan necios como ellas. Si os comportaseis como es debido, ellas también lo harían pero, puesto que saben que os gustan sus tonterías, siguen igual, y luego vosotros se lo reprocháis.
—Veo que es usted una experta en la materia, señora —apuntó Laurie en tono de superioridad—. Aunque a veces parezca lo contrario, a los hombres no nos gustan los flirteos ni las salidas de tono. Los caballeros siempre se refieren a las jóvenes hermosas y modestas con el mayor de los respetos. ¡Dios te conserve la inocencia! Si ocupases mi lugar durante un mes, no saldrías de tu asombro. Te doy mi palabra de que cuando me encuentro con jóvenes escandalosas me entran ganas de citar a nuestro amigo Cock Robin: «¡Al diablo contigo, descarada revoltosa!».
Era imposible no echarse a reír al ver cómo Laurie trataba de resolver el dilema que le creaban, por un lado, su reticencia de caballero a hablar mal de las mujeres y, por otro, su espontánea antipatía hacia los disparates poco femeninos que tanto menudeaban entre las jóvenes de buena sociedad. Jo sabía que muchas madres consideraban al «joven Laurence» un buen partido, que sus hijas le sonreían y que mujeres de todas las edades le alababan tanto que era casi imposible que no se convirtiese en un petimetre. Sentía celos y temía que lo echaran a perder, por lo que le alegró mucho descubrir que seguía prefiriendo a las jóvenes recatadas. Adoptó nuevamente un tono admonitorio para decir en voz baja:
—Teddy, si has de dar salida a tus sentimientos, escoge a una joven «hermosa y modesta» a la que puedas respetar y no pierdas el tiempo con niñas tontas.
—¿Hablas en serio? —preguntó Laurie mirándola con una mezcla de ansiedad y alegría.
—Por supuesto, aunque sería preferible que esperases a haber terminado los estudios en la universidad y, mientras tanto, te prepares para ser digno de ella. Todavía no eres lo bastante bueno para… en fin, para esa joven recatada, sea quien sea. —Jo se mostró un tanto turbada porque había estado a punto de pronunciar el nombre de la dama.
—¡No lo soy, es cierto! —reconoció Laurie con una humildad desconocida en él, mientras bajaba la mirada al suelo y, con expresión distraída, se enroscaba alrededor de un dedo latirá del delantal de Jo.
Que Dios se apiade de nosotros, no va a funcionar, pensó Jo, que a continuación dijo: