—¡Oh, Beth, eso y mucho más, mucho más! —Jo hundió el rostro en la almohada, junto a la cabeza de su hermana.
—Entonces, no he desperdiciado mi vida. No soy tan buena como tú me pintas, pero he intentado hacer el bien y ahora, cuando ya es tarde para todo, me alegra saber que alguien me quiere tanto y siente que le he sido de ayuda en algo.
—Somos muchos los que lo sentimos, Beth. Pensaba que no te podría dejar marchar, pero he aprendido que no te perderé, que estarás más en mí que nunca y que la muerte no podrá separarnos, aunque lo parezca.
—Sé que es así, y por eso ya no temo a la muerte, porque estoy segura de que seguiré siendo tu Beth y te ayudaré y querré más que nunca. Debes ocupar mí lugar, Jo, y cuidar de papá y mamá cuando yo me haya ido. Te necesitan, no les falles. Si te resulta duro trabajar sola, recuerda que yo te tendré presente y que esa tarea te reportará más satisfacción que escribir magníficos libros o ver mundo. El amor es lo único que nos llevamos cuando morimos y hace que el final sea mucho más dulce.
—Lo intentaré, Beth. —Y en ese momento, Jo renunció a su antigua ambición, para comprometerse con una nueva y mejor, consciente de la vanidad de cualquier otro deseo y sintiendo el bendito consuelo que proporciona creer que solo el amor vence a la muerte.
La primavera llegó y siguió su curso, el cielo se tornó más limpio; los campos, más verdes, las flores salieron pronto y los pájaros volvieron a tiempo para despedirse de Beth, que, cansada pero llena de fe, murió cogida de las manos que la habían guiado en la vida, puesto que fueron su padre y su madre quienes la acompañaron dulcemente en su paso por el valle de las sombras y se la entregaron a Dios.
Rara vez, salvo en los libros, los moribundos pronuncian frases que todos recuerdan, tienen visiones o parten con el semblante en paz. Quienes han acompañado a muchos en su tránsito saben que, la mayor parte de las veces, la muerte llega de un modo tan natural y sencillo, como el sueño. Tal y como Beth esperaba, «la marea bajó serenamente» y, en una hora oscura, antes del amanecer, en el bogar que la había visto respirar por primera vez, la joven exhaló el último aliento, sin más despedida que una mirada llena de amor y un leve suspiro.
Entre lágrimas y oraciones, la madre y las hermanas prepararon el cuerpo para el sueño eterno que el dolor ya no puede perturbar. Y al contemplar, llenas de gratitud, cómo el gesto de sufrimiento de la joven que las había tenido en vilo durante tanto tiempo daba paso a una majestuosa serenidad comprendieron, con inmensa alegría, que para su querida Beth la muerte no era un fantasma lleno de horror, sino un ángel bondadoso.
Al llegar la mañana, por primera vez en mucho tiempo el fuego estaba apagado, Jo no ocupaba su lugar y en la habitación reinaba el silencio. Pero, en una rama cercana, un pajarillo cantaba alegremente, en la ventana florecieron las campanillas de invierno y el sol de primavera entró como una bendición para iluminar el plácido rostro que reposaba sobre la almohada, un rostro tan lleno de paz imperturbable que sus seres queridos sonrieron a pesar de las lágrimas y agradecieron a Dios que Beth se encontrase bien, al fin.
A
Laurie, el sermón de Amy le hizo reaccionar aunque, por supuesto, no lo hubiese reconocido por nada del mundo. Los hombres rara vez lo hacen, porque, cuando una mujer aconseja algo, los amos de la creación no aceptan sus instrucciones hasta estar seguros de que coinciden con lo que ellos mismos pretenden hacer. Entonces pasan a la acción y, si sale bien, conceden la mitad del mérito a la parte más débil, mientras que si no resulta, en un alarde de generosidad, le atribuyen la totalidad de la responsabilidad. Laurie fue a visitar a su abuelo y se mostró tan atento durante varias semanas que el anciano concluyó que el clima de Niza le había sentado de maravilla y le invitó a que regresara. El joven se moría de ganas de volver pero, después del regaño recibido, ni un elefante le hubiese podido llevar a rastras hasta allí. Y cuando el deseo era más fuerte que él, repetía las frases que más impresión le habían causado: «Te desprecio», y «¿Por qué no haces algo maravilloso y la conquistas?».
Laurie pensó mucho sobre lo que Amy le había dicho y llegó a la conclusión de que, en efecto, había sido egoísta y perezoso. Sin embargo, opinaba que, cuando un hombre ha de hacer frente a un dolor tan grande, es lógico que satisfaga todos sus caprichos, hasta que se haya recuperado. Ahora sentía que la frustración era cosa del pasado y, aunque no podía dejar de lamentarse por la pérdida, comprendía que no debía hacer ostentación de sus pesares. Estaba claro que Jo no le querría nunca, pero aún podía ganarse su respeto y admiración si demostraba que no iba a echar a perder su vida por un desengaño amoroso. Él ya había pensado hacer algo mucho antes de que Amy lo sugiriera, su consejo no era necesario, pero había preferido aguardar a que la antedicha frustración quedase decorosamente sepultada. Una vez logrado, estaba listo para ocultar su afligido corazón y seguir adelante.
Al igual que Goethe, que cuando sentía una alegría o una pena la convertía en canción, Laurie decidió embalsamar con música su mal de amores y componer un réquiem que desgarrase el alma de Jo y derritiese el corazón de todo el que lo oyera. Así pues, un día en que el anciano le notó especialmente inquieto y malhumorado y le propuso que se marchara, Laurie partió hacia Viena, donde tenía varios amigos músicos, y comenzó a trabajar con el firme propósito de destacar en la ciudad. Pero, ya fuera porque la pena era demasiado vasta para tomar forma en una composición musical, o porque la música era excesivamente etérea para ayudar a superar un dolor tan profundo, lo cierto es que Laurie no tardó en concluir que el réquiem no estaba a su alcance, por el momento. Era evidente que su mente aún no trabajaba de forma ordenada y que necesitaba aclarar sus ideas. A menudo, en medio de un arranque de dolor, se ponía a tararear una melodía que le hacía recordar el baile de Navidad en Niza, sobre todo a la muchacha francesa robusta, y entonces decidía abandonar por un tiempo la composición trágica.
Luego probó con la ópera —porque, de entrada, nada le parecía imposible—, pero, una vez más, hubo de hacer frente a dificultades imprevistas. Quería quejo fuese la protagonista y buscó en su memoria momentos que retratasen su tierno y romántico amor. Pero la memoria le traicionaba y, como si estuviera poseída por el espíritu rebelde de la joven, solo le permitía recordar rarezas, defectos y manías de Jo o verla en situaciones de lo más prosaicas, como sacudiendo alfombras con un pañuelo anudado en la cabeza, escondiéndose tras los cojines del sofá o enfriando su pasión, al estilo de la gobernanta de
David Copperfield
, la señora Gummidge, con una carcajada que echaba a perder el cuadro poético que él se esmeraba por pintar. En vista de que Jo se resistía a convertirse en una protagonista operística, el pobre muchacho se resignó con un sufrido «¡Bendito Dios, qué tormento de mujer!», mientras se tiraba del cabello, como todo compositor angustiado que se precie.
Al tratar de imaginar a una dama menos difícil a la que inmortalizar con su música, le venía a la mente siempre una imagen. El rostro variaba indefectiblemente, pero la joven en cuestión tenía el cabello dorado, estaba rodeada de una nube diáfana y flotaba en una maraña de rosas, pavos reales, ponis blancos y lazos azules. Aunque la sumisa dama carecía de nombre, Laurie la convirtió en la protagonista de sus composiciones y le tomó mucho cariño. La dotó de todas las gracias y dones que puedan existir y la hizo salir indemne de pruebas que hubiesen aniquilado a cualquier mujer mortal.
Gracias a la inspiración, las cosas fueron de maravilla durante un tiempo pero, poco a poco, el trabajo fue perdiendo el encanto y se olvidó de componer. En su lugar, pasaba las horas sentado, fantaseando, pluma en mano, o deambulaba por la ciudad para despejar su mente —que estaba especialmente inquieta aquel invierno— y dar con ideas nuevas. No hizo demasiado, pero sí pensó mucho y comprendió que se estaba produciendo un cambio en él, aun a su pesar. Tal vez sea que mi genialidad está a punto de aflorar; la dejaré hacer y veré qué pasa, se dijo; aunque, en secreto, sospechaba que no se trataba de genialidad, sino de algo mucho más común. Fuera lo que fuese, aquel sentimiento tenía un propósito y a él cada vez le interesaba menos la vida ociosa que llevaba. Empezó a soñar con un trabajo serio y honesto al que poder entregarse en cuerpo y alma hasta que, al final, concluyó que no todos los amantes de la música tenían vocación de compositores. Una noche, al volver de una magnífica representación de una de las grandes óperas de Mozart en el Teatro Real, echó un vistazo a su composición y tocó alguna de las mejores partes, sentado de cara a los bustos de Mendelssohn, Beethoven y Bach, que parecían mirarle con benevolencia; luego rompió, una a una, sus partituras. Cuando llegó a la última, dijo en tono grave:
—¡Amy tiene razón! Tener talento no es lo mismo que ser un genio, y la genialidad no se puede alcanzar. La música que he oído hoy me ha dado una lección de humildad como a ella le pasó al ver las obras de arte en Roma, y no quiero seguir siendo un farsante por más tiempo. Ahora, ¿qué voy a hacer?
Aquella era una pregunta difícil de responder y Laurie deseó haber tenido que trabajar para ganarse el pan. Ahora se encontraba en la situación perfecta para «ir por el mal camino», porque tenía mucho dinero y nada que hacer, y Satán siempre está dispuesto a proporcionar alguna ocupación a las manos que están ociosas. El pobre muchacho tenía tentaciones de sobra, pero las sorteaba bastante bien, pues, aunque valoraba la libertad, apreciaba más aún la buena fe y la confianza, de modo que la promesa hecha a su abuelo y el deseo de poder decir a la mujer que le amara: «Todo está bien», mirándola a los ojos, lo mantuvieron a salvo y firme en su decisión.
Estoy segura de que no faltará una señorita que alegue: «No lo creo, los hombres no dejarán nunca de ser como son y los jóvenes se entregan siempre a la disipación, por lo que las mujeres no deben esperar milagros». Me gustaría contradecirla, señorita, aunque sé que tiene razón. Sin embargo, creo que las mujeres son capaces de obrar grandes milagros y sospecho que hasta podrían mejorar al conjunto de los hombres negándose a aceptar premisas como esta. Dejemos que los jóvenes actúen como jóvenes —cuanto más tiempo mejor— y, si necesitan entregarse a la disipación, que así sea, pero las madres, hermanas y amigas pueden ayudarlos a minimizar los riesgos y los daños mostrándoles que virtudes como la lealtad hacen a los hombres mucho más atractivos a los ojos de una mujer. Si es una falsa ilusión de mujer, permitidme disfrutarla mientras pueda, porque, si no creyera en esa posibilidad, la vida perdería gran parte de su atractivo y su romanticismo, y el corazón valiente y tierno de los muchachos que aún aman a sus madres más que a sí mismos y no se avergüenzan de ello recibiría un amargo mensaje.
Laurie temía que la tarea de olvidar a Jo consumiera sus fuerzas durante años pero, para gran sorpresa suya, descubrió que cada día le resultaba más sencillo. Al principio, no daba crédito y hasta se enfadó consigo mismo porque no podía entender que así fuera, pero el corazón humano es curioso y contradictorio, y el tiempo y la naturaleza influyen en él aun en contra de nuestra voluntad. Al cabo de un tiempo, el corazón de Laurie ya no sentía dolor, la herida cicatrizaba con una rapidez que le dejaba perplejo, hasta el punto de que, en lugar de tener que hacer un esfuerzo por olvidar, se descubrió esmerándose por no perder todo recuerdo. No había previsto que pudiera darse semejante quiebro y no estaba preparado para asumirlo. Se sentía molesto, sorprendido por su volubilidad y decepcionado y aliviado a un tiempo al comprender que podía recuperarse de tamaño desengaño en tan poco tiempo. Hizo lo que pudo por avivar el rescoldo de su amor, pero ya no era posible salvar el fuego, solo quedaban unas brasas que iluminaban y daban calor a su corazón sin hacerlo arder de pasión. Aun a su pesar, hubo de reconocer que aquel enamoramiento juvenil había perdido intensidad lentamente hasta dar paso a un sentimiento más sereno —tierno, algo triste y con cierto poso de resentimiento— que, a su vez, terminaría por desaparecer en favor de un afecto fraternal que, ese sí, se mantendría intacto hasta el fin.
Al pensar en el término «fraternal», en uno de sus momentos de reflexión, Laurie sonrió mirando el retrato de Mozart que tenía ante sí. Bueno, él, que era un gran hombre, no pudo conquistar a una hermana y se casó con la otra y vivió feliz. Laurie no llegó a pronunciar estas palabras, pero el caso es que acudieron a su mente, y segundos después, tras besar el pequeño y viejo anillo, dijo para sus adentros: ¡No, no lo haré! No la he olvidado y nunca podré. Lo intentaré de nuevo y, si fracaso, entonces…