Mujercitas (72 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

—Ya es mañana —anunció Demi, con tono alegre, nada más entrar. Llevaba el camisón graciosamente enrollado alrededor de un brazo y los rizos se le movían traviesos mientras daba una vuelta a la mesa mirando con deleite los pastelitos.

—No, aún no es por la mañana. Vuelve a la cama y no le des más disgustos a mamá. Si me obedeces, te daré este pastelito que tiene azúcar por encima.

—Mí quiere papá —dijo el pillo, dispuesto a encaramarse al regazo de su padre y disfrutar de aquella alegría prohibida. Pero John meneó la cabeza y dijo a Meg:

—Si le has dicho que se quede arriba y duerma, tienes que obligarle a que lo haga. De lo contrario, nunca aprenderá a respetarte.

—Sí, tienes razón. ¡Venga, Demi! —Meg acompañó a su hijo arriba, controlando a duras penas las ganas de dar un azote al aguafiestas que brincaba a su lado, convencido de que, una vez en su habitación, le entregarían el soborno.

De hecho, el niño no sufrió desengaño alguno porque la incauta madre le dio el pastelillo, le acostó y le prohibió que diese más paseos aquella noche.

—Sí —prometió Demi, el perjuro, chupando dichoso el azúcar y satisfecho del gran éxito de su primera incursión.

Meg volvió a la sala y la cena transcurrió tranquilamente, hasta que el pequeño fantasma volvió a entrar y descubrió el delito de su madre al pedir:

—Mamá, mí más azúcar.

—No, no lo permitiré —dijo John, reaccionando con dureza ante el pequeño pecador—. No volveremos a tener paz hasta que este malandrín aprenda a irse a la cama como Dios manda. Te has comportado como una esclava durante demasiado tiempo. Dale una buena lección y pon fin a esto. Llévale a la cama y déjale allí, Meg.

—No se quedará, nunca lo hace. Solo se dormirá si me siento a su lado.

—Yo me encargo. Demi, ve arriba y métete en la cama como te ha pedido mamá.

—¡No! —gritó el joven rebelde, que cogió un pastelillo y se dispuso a darle el primer mordisco con tranquila audacia.

—No contestes así a tu padre. Si no vas tú, te llevaré yo.

—Vete, mí no quiere papá —exclamó Demi, que corrió a buscar protección en las faldas de su madre.

El refugio no le sirvió de nada, porque su madre le entregó al enemigo con la consigna «No seas duro con él, John», para gran desesperación del acusado, porque, si su madre le abandonaba a su suerte, entonces el día del juicio final había llegado, Despojado del pastelillo y aguada su fiesta, el niño subió tirado por la fuerte mano de su padre hasta la detestada cama. El pobre Demi, incapaz de controlar su cólera, desafió abiertamente a su padre propinando patadas y lanzando gritos durante todo el trayecto. Cuando John le acostó, se levantó inmediatamente y corrió hacia la puerta, pero su padre le pilló por el extremo del largo camisón y volvió a meterlo en la cama. La escena se repitió varias veces, hasta que el audaz hombrecito se dio por vencido y cambió de estrategia: empezó a llorar a pleno pulmón. Normalmente, esa técnica vocal daba resultados con Meg, pero John se mantuvo firme en el puesto, como si fuese sordo, y Demi no obtuvo ni mimos, ni azucarillos, ni nanas, ni cuentos. De hecho, su padre hasta le apagó la luz, de tal manera que el dormitorio quedó sumido en una profunda oscuridad que solo rompía el rojo del fuego de la chimenea, que Demi contemplaba con más fascinación que miedo. La nueva situación le disgustaba sobremanera y, para mostrarlo, llamaba a su madre con aullidos lastimeros pues, una vez pasada la rabia, el cautivo autócrata recordó con ansia las dulces atenciones de su madre. El plañido que sucedió al airado y ronco llanto le llegó al corazón a Meg que corrió arriba y dijo, en tono de súplica:

—Deja que me quede con él, John; ahora se portará bien.

—No, querida, le he dicho que debe dormirse, como tú le has pedido, y lo hará aunque tenga que quedarme aquí toda la noche.

—Pero se va a poner enfermo de tanto llorar —murmuró Meg, que se sentía culpable por haber abandonado a su hijo.

—No, no lo hará. Está muy cansado y no tardará en caer rendido. Entonces, habremos zanjado el asunto para siempre, porque entenderá que tiene que atenerse a lo que le digamos. No te metas, yo me ocupo.

—Pero es mi hijo y no puedo permitir que lo hagas sufrir con tu severidad.

—También es hijo mío, y no permitiré que lo malcríes con tu excesiva permisividad. Ve abajo, querida, y deja que yo me encargue del niño.

Cuando John empleaba un tono imperativo, Meg siempre obedecía y nunca se arrepentía de hacerle caso.

—John, déjame al menos darle un beso.

—Claro. Demi, da las buenas noches a mamá para que vaya a descansar un poco, porque está agotada de cuidar de ti todo el día.

Meg siempre sostuvo que aquel fue el beso de la victoria porque, después de dárselo, Demi lloró más quedo y permaneció muy quieto en el extremo de la cama, adonde había llegado después de dar muchas vueltas movido por la angustia.

Pobrecillo, ha caído rendido de sueño y de tanto llorar. Le taparé e iré a tranquilizar a Meg, pensó John, y echó un vistazo a la cama esperando encontrar a su pequeño rebelde profundamente dormido.

Pero no fue así. En cuanto sintió a su padre cerca, Demi abrió los ojos como platos, la barbilla le tembló, estiró los brazos y dijo con un hipido de arrepentimiento:

—Mí quiere papá ahora.

Sentada en las escaleras, fuera, Meg estaba intrigada por el largo silencio que había seguido al llanto ronco del niño y, tras imaginar toda clase de accidentes inverosímiles, decidió entrar en el dormitorio y calmar sus miedos. Demi se había quedado dormido, pero no en su postura habitual, con los brazos y las piernas abiertos, sino acurrucado junto al brazo de su padre, al que cogía un dedo, lo que demostraba que, en el último momento, John había decidido combinar firmeza y piedad para ayudar a dormir a su hijo, más triste y sabio una vez aprendida la dura lección. John había aguardado con la paciencia propia de una mujer a que el niño le soltase el dedo pero, mientras aguardaba, él mismo se había dormido, agotado por la lucha con el pequeño y por el esfuerzo de una jornada de trabajo.

Meg se quedó contemplando los dos rostros que descansaban sobre la almohada, sonrió y salió del dormitorio diciéndose satisfecha: Ya nunca volveré a temer que John sea demasiado duro con los niños. Lo cierto es que sabe cómo tratarlos y me será de gran ayuda, porque Demi es demasiado para mí.

Cuando John bajó al fin, seguro de que encontraría a su esposa enfadada y pensativa, se llevó una agradable sorpresa al ver que Meg, que confeccionaba plácidamente un gorro, le recibía alegre y le pedía que le leyese algo sobre las elecciones, si no estaba demasiado cansado. John comprendió que vivía una revolución pero, sabiamente, optó por no hacer preguntas, consciente de que Meg, que era incapaz de guardar un secreto aunque le fuese la vida en ello, no tardaría en descubrirle los motivos del cambio. John leyó un largo debate con la mejor disposición y explicó a su esposa el tema con lúcida claridad, mientras Meg procuraba mostrar un vivo interés y plantear preguntas interesantes, a la par que su mente iba del estado de la nación al estado del gorro que estaba confeccionando. Sin embargo, aunque no dijo nada, negó a la conclusión de que la política era tan desagradable como las matemáticas y que los políticos parecían no hacer nada salvo insultarse los unos a los otros.

Se guardó para sí su femenina percepción del asunto y, cuando John hizo una pausa, meneó la cabeza y dijo, con lo que esperó sonase como diplomática ambigüedad:

—Verdaderamente no sé adónde vamos a ir a parar.

John rió y la miró durante unos segundos, mientras ella colocaba en el gorro un arreglo de tul y flores con un interés que su arenga no había conseguido despertar. Puesto que ella finge interesarse por la política para agradarme, justo es que yo me interese por lo que ella hace, se dijo John. Así pues, comentó:

—Qué bonito. ¿Es un bonete de mañana?

—Querido, ¡es un gorro! Es para ir a conciertos y al teatro.

—Te ruego que me perdones, es tan pequeño que lo he confundido con uno de esos tocados que usas a veces. ¿Cómo consigues que no se caigan?

—Las cintas se sujetan bajo la mandíbula con un botón, así… —Para ilustrar sus palabras, Meg se puso el gorro y miró a su esposo con una satisfacción y serenidad que la hacían irresistible.

—Es un gorro precioso, pero prefiero el rostro que enmarca porque ha recuperado la frescura y la belleza. —Y John besó el rostro sonriente de su esposa e hizo caso omiso del botón de rosa.

—Me alegra que te guste porque quería pedirte que me llevases a un concierto una de estas noches. Necesito un poco de música para entonarme. ¿Te gustaría?

—Por supuesto, lo haré encantado. Iremos a donde te apetezca. Has estado encerrada mucho tiempo. Te sentará bien salir y será un placer para mí. ¿De dónde has sacado esta idea, mamá?

—Bueno, el otro día tuve una charla con mi madre y le conté lo nerviosa, irritable y demás que me encontraba, y ella me comentó que necesitaba un cambio y dejar de preocuparme por todo. Hannah vendrá a echarme una mano con los niños para que yo me pueda ocupar un poco más de la casa y salir a divertirnos de vez en cuando. Así no me volveré una vieja fea y gruñona antes de tiempo. Vamos a probar, John; creo que merece la pena por ti y por mí, porque últimamente te he descuidado mucho y me siento mal por ello. Quiero que nuestra casa vuelva a ser lo que era. Supongo que no tendrás inconveniente, ¿verdad?

No me molestaré en referir la respuesta de John ni cómo el pobre gorro se salvó por los pelos de la ruina. El caso es que John no tuvo inconveniente alguno, habida cuenta de los cambios que, progresivamente, se instalaron en la casa y en la vida de sus habitantes. No es que el hogar se tornara un paraíso, pero todos se sintieron mejor con el sistema de división de labores. El firme y sensato John metió en cintura a los niños, que empezaron a acatar las órdenes de sus padres, y Meg recuperó el ánimo y se tranquilizó gracias a una mayor actividad, más tiempo de ocio y al placer de conversar con su inteligente marido. La casa volvió a ser nuevamente un hogar y John ya no sintió el deseo de salir, salvo en compañía de Meg. Ahora los Scott visitaban a los Brooke y encontraban una casa pequeña pero llena de dicha en la que vivía una familia feliz. Hasta la alegre Sallie Moffat se sentía a gusto allí. «Tu casa es siempre tan tranquila y agradable, Meg; me sienta muy bien venir a verte», solía decir mientras lo miraba todo con curiosidad, como si pretendiese descubrir el secreto para reproducirlo en su gran mansión, llena de magnífica soledad, en la que no vivían niños rebeldes y dichosos, y donde Ned se había hecho un mundo a su medida en el que ella no tenía cabida.

No sería justo decir que John y Meg conquistaron la felicidad conyugal de inmediato, pero sí descubrieron una de sus claves y con el tiempo aprendieron a sacarle partido. Así, cada año de casados profundizaban más en el amor verdadero y en el respeto mutuo, que están al alcance de los más pobres y que ni los más ricos pueden comprar. Esa debería ser la única razón por la que una joven esposa quiera salirse del mundo, para estar a salvo de su febril actividad y cuidar amorosamente de sus hijos, sin permitir que las penas, la falta de dinero o la edad la aflijan; para caminar siempre de la mano de un compañero fiel, en lo bueno y lo malo, y descubrir, como lo hizo Meg, que el reino que mayor felicidad puede aportar a una mujer es su hogar y que saber dirigirlo, no como reina sino como madre y esposa, es, además de un arte, un gran honor.

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LAURIE EL PEREZOSO

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