—¿Recuerdas aquel día que jugaste a vaqueros con tu caballo Puck? Meg y Beth tenían miedo, mientras Jo aplaudía y saltaba de emoción y yo te dibujaba sentada en la valla. El otro día, encontré este dibujo en una carpeta y lo rescaté para mostrártelo.
—Te lo agradezco. Has mejorado mucho desde entonces y te felicito. A pesar de encontrarnos en un paraíso para una luna de miel… ¿puedo recordarte que en tu hotel se cena a las cinco?
Al decir esto, Laurie se puso en pie, le devolvió los dibujos con una sonrisa y una reverencia, y echó un vistazo al reloj como para recordarle que hasta las lecciones morales han de tener un final. Y aunque procuró retomar el aire desenfadado e indiferente de antes, se notaba que era fingido, porque la provocación de la joven había surtido más efecto del que era capaz de reconocer. A Amy le apenó que recuperara su frialdad y se dijo: Se ha ofendido. Bueno, si le sirve para algo, bienvenido sea. Si acaba detestándome, lo sentiré, pero todo lo que he dicho es cierto y no podría retirar ni una sola palabra.
En el camino de vuelta, rieron y charlaron animadamente, y el pequeño Baptiste, que iba atrás, concluyó que monsieur y mademoiselle estaban de excelente humor. Pero lo cierto es que ambos se sentían inquietos, la franqueza propia de toda amistad había quedado dañada, el sol estaba oculto bajo varios nubarrones y, a pesar de su aparente alegría, ambos tenían el corazón triste.
—¿Quieres que quedemos esta noche,
mon frère
? —preguntó Amy al despedirse ante la puerta de la habitación de su tía.
—Lo lamento, pero tengo un compromiso.
Au revoir, mademoiselle
. —Laurie se inclinó a besar su mano, siguiendo una costumbre extranjera que le iba a la perfección. Algo en su expresión hizo que Amy se apresurase a decir:
—Te lo ruego, compórtate como siempre conmigo y despídete como solías hacerlo. Prefiero un sincero apretón de manos a la inglesa que una despedida grandilocuente a la francesa.
—Adiós, querida. —Y con esas palabras, pronunciadas en el tono que ella deseaba, Laurie la dejó tras darle un apretón de manos tan entusiasta que casi le dolió.
Al día siguiente, en lugar de recibir la visita acostumbrada, Amy encontró una nota que la hizo sonreír al principio y suspirar al final:
Mi querida Mentor:
Te ruego me despidas de tu tía y te alegres porque Laurence el Perezoso va a visitar a su abuelo, como un buen muchacho. Espero que pases un buen invierno y que los dioses te bendigan con una hermosa luna de miel en Valrosa. Creo que a Fred le vendría bien uno de tus sermones. Díselo de mi parte y felicítale en mi nombre.
Tu agradecido,
T
ELÉMACO
¡Buen chico! Me alegra que se haya marchado, pensó Amy con una sonrisa de aprobación; pero al minuto siguiente se le cayó el alma a los pies al observar su habitación vacía y añadió para sí, con un suspiro involuntario: Sí, me alegro, pero… ¡cómo le voy a echar de menos!
U
na vez superada la amargura inicial, la familia se resignó ante lo inevitable y procuró mantener el ánimo, ayudándose los unos a los otros con esas muestras de afecto que surgen espontáneamente en los hogares que han de unirse ante una desgracia. Hicieron a un lado el dolor y todos se esforzaron al máximo para que el último año de Beth fuese lo más feliz posible.
Le dejaron la habitación más agradable de la casa, y colocaron en ella sus objetos preferidos: flores, cuadros, su piano, una pequeña mesa de trabajo y sus queridos mininos. Allí fueron a parar también los mejores libros del padre, la mecedora de la madre, el escritorio de Jo, los dibujos más hermosos de Amy, y Meg llevaba cada día a sus hijos en peregrinación, a visitar a la tía Beth. John ahorró una pequeña suma para poder comprar cada día a la enferma su fruta preferida, que le apetecía más que nunca; la vieja Hannah no se cansaba de preparar platos exquisitos para satisfacer el caprichoso apetito de la joven y no paraba de llorar mientras cocinaba. Y desde allende el mar llegaban pequeños regalos y cartas de aliento que traían consigo un poco del calor y el aroma de aquellas tierras lejanas que no conocían el invierno.
Y en esa habitación, venerada como un santo en su ermita, se sentaba Beth, tan serena y atareada como siempre; porque nada cambiaba su naturaleza dulce y entregada. Mientras se preparaba para abandonar la vida, trataba de hacer felices a los que dejaría atrás. Sus débiles dedos no permanecían nunca inactivos y uno de sus entretenimientos favoritos era confeccionar detalles para los escolares que pasaban por allí. Desde su ventana, lanzaba unos mitones para unas manos amoratadas por el frío, un par de agujas de tejer para una madre de muchas muñecas, papel secante para los jovencitos que daban sus primeros pasos en los bosques de la caligrafía, cuadernos de dibujo para amantes del arte y toda clase de artículos agradables, hasta que los escaladores que subían de mala gana por la cuesta del saber, viendo su camino cubierto de flores, llegaron a considerar que su benefactora, sentada en el piso de arriba, era una especie de hada madrina que milagrosamente entregaba siempre los regalos que mejor convenían a sus necesidades y gustos. De haber buscado recompensa, a Beth le habría bastado con el brillo que los niños tenían en los ojos cuando miraban hacia su ventana, sonriendo y saludándola con la cabeza, y con las graciosas cartas que le hacían llegar, llenas de borrones de tinta y de gratitud.
Los primeros meses fueron muy felices, y Beth acostumbraba a mirar en torno a sí y exclamar «Qué hermoso es esto» cuando se reunían todos en su dormitorio bañado por el sol; los niños lanzaban grititos y pataleaban en el suelo, la madre y las hermanas trabajaban cerca y su padre leía en voz alta y clara libros sabios llenos de palabras de consuelo tan válidas hoy como siglos atrás, cuando fueron escritas. En aquella improvisada capilla, un paternal pastor enseñaba a su rebano la lección más dura que hemos de aprender y trataba de mostrar que la esperanza puede reforzar el amor y que la fe hace posible la resignación. Sus sencillos sermones tocaban el corazón de quienes le escuchaban, porque el sacerdote hablaba en calidad de padre, y la frecuencia con la que se le quebraba la voz cuando hablaba o leía dotaba a sus palabras de una elocuencia mayor de la habitual.
La paz de aquellos días era un preludio de las tristes horas por venir. No transcurrió mucho tiempo antes de que Beth considerara que las agujas de tricotar pesaban demasiado y las dejase para siempre. Hablar la cansaba en exceso, recibir visitas la incomodaba, el dolor se había apoderado de ella y su espíritu tranquilo se vio tristemente enturbiado por la enfermedad que afligía a su débil cuerpo. ¡Pobrecilla! Qué días tan duros, qué noches tan largas, cuánto dolor en los corazones y cuántas oraciones implorantes pronunciadas por quienes más la querían, al verla extender hacia ellos sus delgados brazos y oírla exclamar con angustia: «¡Ayudadme, ayudadme!», sabiendo que nada podían hacer. El triste eclipse de un alma serena, la dura lucha de una vida joven con la muerte; pero ambos fueron misericordiosamente breves y, una vez vencida la rebeldía natural, la paz volvió con nías belleza que nunca. El naufragio de su delicado cuerpo dio más fuerza al alma de Beth. Y, aunque hablaba poco, quienes la rodeaban sintieron que estaba lista, comprendieron que el primer peregrino llamado a partir es el mejor preparado y esperaron junto a ella, en la orilla, hasta ver cómo los seres resplandecientes salían a recibirla cuando cruzara el río.
Desde que Beth anunciara: «Me siento más fuerte cuando estás a mi lado», Jo no se apartaba de ella ni un segundo. Dormía en un sofá, en la habitación de su hermana, se despertaba con frecuencia para avivar el fuego, darle de comer, ayudarla a incorporarse o cuidar a la paciente criatura, que rara vez pedía nada y «procuraba no molestar a nadie». Permanecía en el dormitorio día y noche, celosa de cualquier otra persona que fuese a cuidar a Beth y orgullosa de haber sido elegida para cumplir con la tarea más importante de su vida. Aquellas horas fueron preciosas y de gran ayuda para Jo, porque su corazón recibió las enseñanzas que más necesitaba: la paciencia, que aprendió mediante lecciones tan dulces que era imposible que no las asimilara; la caridad por todos, que un alma buena es siempre capaz de perdonar y olvidar cualquier afrenta; la lealtad hacia el deber, que hace más llevadera la tarea más dura, y la fe sincera, que no conoce el miedo y confía sin albergar dudas.
A menudo, despertaba y veía a Beth leer su librito, ya gastado, o la oía cantar en voz baja para entretener sus noches en vela. Otras veces la encontraba con el rostro entre las manos, llorando mansamente, mientras las lágrimas rodaban por sus transparentes dedos; Jo la miraba sin levantarse de la cama, tan impresionada que ni llorar podía, y comprendía que Beth se despedía a su modo, sencillo y desinteresado, de su antigua vida y se preparaba para la siguiente buscando consuelo en la palabra de Dios, en oraciones quedas y en la música que tanto amaba.
Ser testigo de aquellos momentos enseñó a Jo más que el sermón nías sabio, el himno más santo o la oración más fervorosa jamás pronunciada. Con los ojos anegados de lágrimas y el corazón más sensible por la pena, entendió la belleza de la vida que había llevado su hermana: sin incidentes, sin ambición y, sin embargo, llena de virtudes «que perfuman y adornan la sepultura» y de ese desapego por uno mismo, que convierte a los más humildes en los favoritos del cielo, el mayor éxito al que uno pueda aspirar.
Una noche, cuando Beth repasaba los libros que tenía en su mesilla, en busca de algo que la ayudase a olvidar la fatiga mortal que era casi más difícil de sobrellevar que el dolor, hojeando uno de sus clásicos favoritos,
El progreso del peregrino
, encontró una nota escrita a mano por Jo. JE1 título despertó su curiosidad, y al ver letras emborronadas supuso quejo habría llorado al escribirlo.
Pobre Jo, está rendida, no la despertaré para pedirle permiso para leer este texto. Ella no tiene secretos para mí y no creo que le importe que le eche un vistazo, pensó Beth mirando de reojo a su hermana, que se había dormido sobre la alfombra, con el atizador en la mano, lista para despertar y avivar el fuego en cuanto este empezase a consumirse.
M
I
B
ETH
Pacientemente sentada en la sombra, a la espera de ver llegar la sagrada luz, tu serena y santa presencia bendice nuestro afligido hogar. Las alegrías y las penas terrenas no son nada cuando pienso en las aguas profundas y solemnes del río que moja tus pies.
Querida hermana, que en todo me superas, enséñame a vivir como tú, ajena a luchas y preocupaciones, haciendo de la vida algo hermoso. Légame tu gran paciencia, que es capaz de mantener alegre y resignado a un espíritu encerrado en una cárcel de dolor.
Dame, porque en verdad lo necesito, parte de tu valor, tu sabiduría y tu dulzura, que te han permitido recorrer gozosamente el duro camino del deber. Dame algo de tu naturaleza desinteresada, que, unida a tu divina caridad, te lleva a perdonar las afrentas en nombre del amor. Corazón bondadoso, ¡apiádate de mí!
De ese modo, la hora de nuestra separación resultará menos dolorosa y amarga y, mientras aprendo la dura lección, esta terrible pérdida se convierte en ganancia. Porque el dolor moderará mi natural rebeldía, dará a mi vida aspiraciones más elevadas y renovará mi fe en lo desconocido.
Y, cuando hayas cruzado el río, sé que habrá un espíritu amado y cercano a mí esperándome en la otra orilla. La esperanza y la fe nacidas del pesar se convertirán en mis ángeles guardianes, y tú, querida hermana, que partiste antes que yo, serás quien me guíe en el camino a casa.
La lectura de aquellas líneas, emborronadas y llenas de tachones, desiguales y débiles, aportó un gran consuelo a Beth, porque si algo lamentaba era pensar que no había aprovechado bien su vida. Las palabras de su hermana indicaban que su existencia no había sido en vano y que su muerte no aportaría solo desconsuelo, como temía. Permaneció un rato sentada, con la nota doblada entre las manos, hasta que el tronco de la chimenea, ya carbonizado, se partió y Jo se despertó para avivar el fuego. Se deslizó hacia la cama de Beth pensando que dormía.
—No estoy dormida, querida, pero soy muy feliz. Mira, he encontrado esto y lo he leído. Supuse que no te importaría. ¿En verdad significo todo esto para ti, Jo? —preguntó con tristeza y sincera humildad.