No faltará quien considere sobornos esas pequeñas libertades, pero Demi no lo veía con esos ojos y seguía siendo condescendiente y afable con el hombre de la barba; Daisy, por su parte, le hizo entrega de su afecto en la tercera visita y pasó a considerar sus hombros como su trono; sus brazos, como su refugio, y sus regalos, como tesoros de valor incalculable.
A menudo, los caballeros suelen fingir una repentina admiración por los jóvenes parientes de las damas a las que tratan de conquistar, pero esa falsa amistad no es del agrado de los pequeños y no convence a nadie. Los sentimientos del señor Bhaer eran sinceros a la par que eficaces, porque la honradez es la mejor consejera tanto en el amor como ante la ley. Al señor Bhaer, en verdad, le gustaban los niños y era especialmente entretenido ver el contraste entre su adusto y viril rostro y la alegre expresión de los pequeños. El negocio que le había llevado allí le retuvo varios días, pero no le impedía acudir a casa de los March casi todas las tardes para ver… Bueno, puesto que siempre preguntaba por el señor March, hemos de suponer que él era la razón de sus visitas. Nuestro excelente padre vivía engañado pensando que, en efecto, él era el objeto de tanta atención y disfrutaba mucho de las largas charlas con aquel hombre inteligente, hasta que su nieto, más observador que él, le abrió súbitamente los ojos.
Una tarde, cuando el señor Bhaer llegó, se detuvo en el umbral del estadio, atónito ante el espectáculo que encontró. El señor March estaba tumbado en el suelo, con sus respetables piernas en alto, y a su lado, igualmente tendido, Demi se esforzaba por imitar su postura con sus piernecitas, cubiertas con medias rojas. Ambos estaban tan absortos en su actividad que no se percataron de la presencia de espectadores, hasta que el señor Bhaer soltó una sonora carcajada y Jo exclamó escandalizada:
—¡Papá, papá! ¡El profesor está aquí!
Las piernas negras descendieron y se alzó una cabeza de cabellos canos que saludó con imperturbable dignidad:
—Buenas tardes, señor Bhaer. Le ruego que me disculpe un instante, estamos terminando una clase. Ahora, Demi, forma la letra y dime cuál es.
—La conozco. —Y tras varios esfuerzos convulsos, las piernas rojas adoptaron la forma de un compás y el inteligente pupilo exclamó triunfal—: ¡Es una uve, abuelo, una uve!
—Este niño es un genio —comentó Jo entre risas mientras su padre se levantaba y su sobrino trataba de hacer el pino para mostrar su alegría ante el fin de la clase.
—¿Qué has hecho hoy,
bübchen
? —preguntó el señor Bhaer, ayudando al gimnasta a ponerse en pie.
—Hemos ido a visitar a la pequeña Mary.
—Y una vez allí, ¿qué hiciste?
—La besé —reconoció Demi con su natural franqueza.
—¡Caramba! Eso sí que es empezar pronto, ¿Y qué dijo la pequeña Mary? —inquirió el señor Bhaer, convertido en confesor del joven pecador, que, sentado sobre sus rodillas, revisaba el contenido del bolsillo de su chaleco.
—¡Oh, le gustó, me besó y a mí me gustó! A los niños les gustan las niñas, ¿no? —dijo Demi con la boca llena y cara de satisfacción.
—Eres un joven muy precoz. ¿Quién te ha metido eso en la cabeza? —intervino Jo, que disfrutaba con aquellas inocentes revelaciones tanto como el profesor.
—No está en mi cabera, está en mi boca —contestó el pequeño Demi, y sacó la lengua para mostrar un trozo de chocolate, pensando que su tía no se refería a las ideas sino a los dulces.
—Deberías guardar un poco para tu pequeña amiga. Dulces para las dulces. —Dicho esto, el señor Bhaer ofreció un poco de chocolate a Jo, que se preguntó si no sería el néctar que bebían los dioses.
Demi los vio sonreír e, impresionado, preguntó:
—Profesor, ¿a los niños grandes les gustan las niñas grandes?
Como, al igual que el presidente Washington, el señor Bhaer era incapaz de mentir, dio una respuesta imprecisa; dijo que creía que sí, pero en un tono que hizo que el señor March dejase de cepillarse la chaqueta, mirase a Jo, que desvió la vista, y se dejase caer sobre el sofá, abrumado por la idea, a un tiempo dulce y amarga, que su precoz nieto había puesto en su mente.
Demi nunca entendió por qué cuando su tía Dodo le sorprendió escondido en la despensa, media hora después, en lugar de reñirle, le abrazó tan fuerte que casi le dejó sin respiración, y el hecho de que a tan extraña y novedosa actitud se sumase el que le premiase con una rebanada de pan con mermelada se convirtió en un misterio insondable para él.
M
ientras Laurie y Amy daban sus paseos conyugales por alfombras de terciopelo, ponían en orden su casa y planeaban un futuro lleno de bendiciones, el señor Bhaer y Jo disfrutaban de paseos distintos por caminos embarrados y campos empapados.
Siempre salgo a dar un paseo al atardecer, y no veo por qué debería dejar de hacerlo solo por haberme encontrado varias veces al profesor, se dijo Jo, la segunda o tercera vez. Porque, aunque se podía ir a casa de Meg por dos caminos, siempre se topaba con él, a la ida o la vuelta, tomase el que tomase. El siempre iba a buen paso y parecía no verla hasta que ella estaba muy cerca; entonces, la miraba como si sus miopes ojos no le hubiesen permitido reconocerla hasta ese instante. Si ella se dirigía a casa de Meg, él, casualmente, llevaba un regalo para los niños; si ella iba de vuelta a casa, él había salido a dar un paseo por el río y pensaba pasar a verlos, salvo, claro está, que estuviesen cansados de sus frecuentes visitas.
Dadas las circunstancias, ¿qué otra cosa podía hacer salvo saludar e invitarle a entrar? Si estaba harta de sus visitas, lo disimulaba muy bien, ya que siempre se preocupaba de que hubiese café a la hora de la cena porque «a Friedrich… al señor Bhaer, quiero decir, no le gusta el té».
En la segunda semana, todos estaban perfectamente al tanto de lo que ocurría, pero fingían ceguera ante los cambios operados en la expresión de Jo. Nadie preguntaba por qué cantaba mientras trabajaba, se retocaba el peinado tres veces al día o volvía radiante de los paseos vespertinos. Era como si ninguno de ellos sospechase que el señor Bhaer charlaba de filosofía con el padre mientras le daba a la hija lecciones de amor.
Como Jo no sabía abrir su corazón de una manera decorosa, trataba a toda costa de frenar sus sentimientos y, al no conseguirlo, vivía en un constante estado de inquietud. Temía que los demás se riesen de ella si se enamoraba después de haber defendido con tanto denuedo su independencia. A quien más temía era a Laurie, que sin embargo, desde que Amy llevaba las riendas, no había vuelto a llamar al señor Bhaer «viejo estupendo», no comentaba nada sobre el hecho de quejo cuidase más su aspecto ni se mostraba sorprendido cuando encontraba al profesor cenando en casa de los March casi todas las noches. No obstante, en secreto el joven se sentía jubiloso y esperaba con ilusión el momento en que pudiera entregar a Jo un plato con el dibujo de un oso y un bordón en campo de gules como adecuado blasón.
Durante dos semanas, el profesor acudió a la casa de los March con una puntualidad de enamorado y, después, estuvo tres días sin dar señales de vida, lo que preocupó a todos. Jo al principio se inquietó, pero luego —cosas del amor— se mostró muy enfadada.
Es indignante. Se ha ido como vino, sin avisar. No es que me deba nada, claro está, pero lo más indicado era que pasase a despedirse de nosotros, como un caballero, se dijo, y miró con expresión desesperada hacia la puerta mientras se preparaba para ir a dar el acostumbrado paseo, en una tarde gris.
—Querida, coge el paraguas, parece que va a llover —indicó la madre, que, aunque se dio cuenta de que llevaba puesto el sombrero nuevo, prefirió no hacer comentarios al respecto.
—Sí, mamá. ¿Necesitas algo de la ciudad? Voy a acercarme a comprar papel —explicó Jo, que se había vuelto hacia el espejo para colocarse bien el lazo debajo de la barbilla y no tener que mirar a su madre.
—Sí, tráeme algodón de bordar, un paquete de agujas del número nueve y dos metros de cinta estrecha de color malva. ¿Llevas unas buenas botas y algo de abrigo?
—Sí —contestó Jo, ausente.
—Si por casualidad te encuentras con el señor Bhaer, invítale a cenar, tengo muchas ganas de ver a este buen hombre —añadió la señora March.
Jo oyó sus palabras, pero no dijo nada. Dio un beso a su madre y salió muy apurada, pensando con gratitud, a pesar del mal de amores que la aquejaba: ¡Qué buena es conmigo! ¿Qué hacen las jóvenes que no tienen una madre como la mía para sacarlas de apuros?
Las mercerías no se encontraban junto a los bancos, los despachos y los almacenes al por mayor en torno a los que se congregaban los caballeros. Sin embargo, antes de ir a cumplir los encargos, Jo se dio una vuelta por esa zona de la ciudad; remoloneó como si esperase a alguien, se detuvo a mirar la maquinaria de ingeniería expuesta en un escaparate y las muestras de lana que había en otro, con un interés impropio de una dama; caminó entre los barriles, exponiéndose a ser aplastada por los fardos que caían y sufriendo los codazos poco educados de hombres muy atareados que parecían preguntarse de dónde demonios había salido. Al sentir una gota de lluvia en la mejilla, dejó de pensar en sus frustradas esperanzas y se concentró en evitar que el agua le estropease el sombrero, y se dijo que, si como mujer enamorada era demasiado tarde para resguardar su corazón, por lo menos sí estaba a tiempo de salvar su atuendo. Recordó el paraguas que, con las prisas, había dejado en casa, pero de nada servía ya lamentarse; si no pedía uno prestado, acabaría empapada. Miró primero el cielo encapotado, después, el lazo carmesí, que ya tenía motas negras, la calle llena de barro y, por último, volvió la vista atrás, a un lejano y mugriento almacén en cuya puerta se leía «Hoffmann, Swartz & Co.», y se reprendió a sí misma con dureza: ¡Me está bien empleado! ¿Quién me mandaba ponerme mis mejores galas y salir a dar vueltas con la esperanza de encontrarme con el profesor? ¡Qué vergüenza, Jo! Ahora, no debes ir ahí a pedir prestado un paraguas ni a preguntar a sus amigos si saben dónde se encuentra. Lo que tienes que hacer es aguantar el chaparrón y comprar lo que te han encargado aunque llueva, y si te buscas la muerte o se estropea el sombrero, lo tendrás bien merecido, ¡Venga!
En ese instante, cruzó corriendo la calle tan impetuosamente que a punto estuvo de atropellada un camión y se dio de bruces con un imponente y elegante caballero que protestó con un «Señorita, por favor» y puso cara de sentirse muy ofendido. Desmoralizada, Jo se arregló el traje, cubrió con su pañuelo los adorados lazos y, dando la espalda a la tentación, apresuró el paso, mientras notaba cómo el bajo de la falda se empapaba y oía el ruido metálico de los paraguas que entrechocaban por encima de su cabeza. De pronto, le llamó la atención que un desvencijado paraguas azul permaneciese quieto sobre su desprotegido sombrero y, al levantar la vista, se encontró con la mirada del señor Bhaer.