—Jo lo descubriría y desbarataría el plan. Ella le quiere como es y ayer me comentó que la pobreza le parecía algo hermoso.
—Que Dios la bendiga, no creo que piense lo mismo cuando esté casada con un hombre de letras y tenga que mantener a sus pequeños profesores y profesoras. No nos meteremos ahora, pero buscaremos la ocasión y los ayudaremos aunque no lo quieran. Yo le debo a Jo parte de mi educación y, como es de bien nacidos pagar las deudas, lo haré de forma indirecta.
—Qué hermoso es poder ayudar a los demás, ¿no te parece? Ese ha sido siempre mi sueño, estar en condiciones de dar sin pedir nada a cambio, ahora, gracias a ti, mi sueño se ha hecho realidad.
—Haremos mucho bien, ya lo verás. Me gustaría ayudar a una clase de pobres en particular. Los mendigos reciben ayuda, pero los caballeros pobres no, porque no la piden y nadie se atreve a ofrecerles caridad. Sin embargo, existen mil maneras de ayudarlos con delicadeza, sin ofenderlos. He de confesar que prefiero ayudar a un caballero venido a menos que a un pobre que me dé coba. Quizá no esté bien, pero es lo que pienso, aunque resulte más difícil.
—Porque hay que ser un caballero para hacerlo —añadió el otro miembro de la sociedad de ayuda al necesitado.
—Gracias, no creo merecer ese calificativo. Sin embargo, cuando estaba dando tumbos por el mundo, conocí a muchos jóvenes con talento que tenían que hacer toda clase de sacrificios y soportar privaciones para poder cumplir sus sueños. La mayoría de ellos eran muchachos estupendos, que trabajaban como héroes, pobres y sin amigos, pero con un coraje, una paciencia y una ambición que hacían que me avergonzara de mí mismo y sintiese ganas de echarles una mano. A esa clase de gente da gusto ayudarlos, porque tienen talento, y es un honor servirlos e impedir que se detengan o se retrasen por falta de medios. Es un consuelo poder animarlos y brindarles ayuda para que no desesperen.
—Tienes razón, pero hay otra clase de personas que no piden ayuda y sufren en silencio. Sé de qué hablo porque lo he vivido, antes de que me convirtieses en una princesa. Laurie, las jóvenes con ambición lo pasan francamente mal y, a menudo, ven escapar oportunidades preciosas porque les falta la ayuda en el momento preciso, La gente se ha portado muy bien conmigo y, cuando veo a una joven luchar como nosotras teníamos que hacerlo, siento ganas de tenderle una mano y ayudarla como hicieron conmigo.
—¡Y lo harás, querida, porque eres un ángel! —exclamó Laurie, que, en un arrebato filantrópico, decidió crear y apoyar una institución para ayudar a las jóvenes con intereses artísticos—. Los ricos no tienen derecho a quedarse cruzados de brazos, disfrutando de su dinero o acumulando más para que otros lo malgasten. En lugar de dejar herencias millonarias al morir, es mucho más inteligente utilizar el dinero sabiamente en vida y disfrutar haciendo felices a los demás. Lo pasaremos bien, querida, pero ayudaremos a que otros tengan una vida mejor. ¿Querrás ser como Tabita y vaciar el cesto de la comodidad para llenarlo de buenas obras?
—Sin duda, y tú, querido, ¿querrás ser como san Martín y compartir tu capa con los pobres?
—Trato hecho. Haremos lo que podamos.
La joven pareja selló su pacto con un apretón de manos y siguieron su paseo, felices, convencidos de que su hogar sería mejor si ayudaban a otros a iluminar el suyo, que sus pies pisarían más rectamente el sendero de flores que tenían ante ellos si despejaban el duro camino que otros debían recorrer y seguros de que sus corazones permanecerían unidos por un amor que no les impedía recordar a aquellos que no eran tan afortunados como ellos.
N
o podría considerar cumplida mi humilde labor de cronista de la familia March si no dedicase, por lo menos, un capítulo a sus dos miembros más preciosos e importantes. Daisy y Demi habían alcanzado ya cierta madurez, pues, en estos tiempos en que todo va tan rápido, los niños de tres o cuatro años hacen valer sus derechos y consiguen lo que quieren, lo que no siempre es el caso de muchos de sus mayores. Dudo que hayan existido dos gemelos más consentidos que los hermanos Brooke, Bien es cierto que eran unos niños extraordinarios, como evidencia el hecho de que a los ocho meses caminaran, a los doce hablaran con fluidez y a los dos años comieran en la mesa y se comportasen con una propiedad que embobaba a todo el que los veía. A los tres años, Daisy pidió una aguja y confeccionó una bolsa con cuatro puntadas, se dedicó a hacer labores domésticas en el aparador y usaba una cocina microscópica de juguete con una gracia que hacía que a Hannah se le llenasen los ojos de lágrimas de orgullo. Mientras, Demi aprendía a escribir con su abuelo, que inventó un nuevo método para enseñar el alfabeto formando las letras con las piernas y los brazos, con lo que conseguía unir saber y gimnasia. El niño dio tempranas muestras de tener talento para la mecánica, para alegría de su padre y entretenimiento de su madre, puesto que su afán por imitar todas las máquinas que veía hacía que su dormitorio fuese un auténtico caos, en el que instaló una misteriosa estructura creada con cuerdas, sillas, pinzas de ropa y bobinas que hacían girar unas ruedas constantemente. También había colgado un cesto del respaldo de una silla grande y trataba en vano de izar en él a su demasiado confiada hermana, que, con femenina entrega, soportaba coscorrones en la cabecita, hasta que su madre acudía en su rescate y el joven inventor protestaba airado.
A pesar de tener caracteres muy distintos, los dos hermanos se llevaban extraordinariamente bien y rara vez se peleaban más de tres veces al día. Por supuesto, Demi, que tiranizaba a Daisy a su antojo, la defendía galantemente si otra persona la agredía, y Daisy, que aceptaba de buen grado ser galeote, adoraba a su hermano, al que consideraba el ser más perfecto del mundo. Daisy era una niña rechoncha, adorable y sonrosada que se ganaba el corazón de todos. Era una de esas criaturas encantadoras que parecen hechas para recibir besos y mimos, para que las adoren y cuiden como pequeños dioses y para lucir en los días de fiesta. Era tan virtuosa y dulce que, de no ser por alguna que otra travesura, hubiese parecido más angelical que humana. Vivía en un mundo de color de rosa y cada mañana, al despertar, corría a la ventana en camisón, la abría y, lloviese o hiciese sol, exclamaba siempre: «¡Qué día tan bonito!». Era amiga de todo el mundo y besaba a los desconocidos con tanta confianza que los solteros empedernidos se ablandaban y los amantes de los niños se convertían en fieles devotos de su persona.
«Yo quiero a todo el mundo», anunció en una ocasión abriendo los brazos, con una cuchara en una mano y una taza en la otra, como si quisiese estrechar y alimentar al mundo entero.
Al verla crecer, su madre comprendió que el Dovecote conocería la misma bendición que su anterior hogar, la de albergar a un ser sereno y cariñoso, y rogó no volver a sufrir una pérdida como la de su hermana, que le había hecho darse cuenta de que habían vivido con un ángel sin saberlo. El abuelo a menudo se confundía y la llamaba «Beth», y la abuela la cuidaba con incansable entrega, como si tratase de compensar algún error pasado que solo ella podía ver.
Demi, como yanqui que era, todo lo preguntaba y todo lo quería saber, y se molestaba mucho cuando no recibía una respuesta satisfactoria a su sempiterno «¿Por qué?».
Para dicha de su abuelo, que mantenía conversaciones socráticas con él, Demi tenía cierta predisposición hacia la filosofía y, a menudo, tan precoz pupilo ponía en apuros a su profesor.
—¿Qué mueve mis piernas, abuelo? —preguntó el joven filósofo contemplando esa parte de su anatomía con aire meditabundo, una noche, mientras descansaba después de cometer varias travesuras.
—Tu mente, Demi —contestó el sabio acariciando la dorada cabecita respetuosamente.
—¿Qué es la mente?
—Es lo que hace que tu cuerpo se mueva, del mismo modo que la cuerda del reloj lo mantiene en marcha, tal y como te mostré.
—Ábreme, quiero ver cómo funciono.
—Yo no puedo hacer eso, del mismo modo que tú no podías abrir solo mi reloj. Dios se encarga de darte cuerda y seguirás funcionando hasta que Él te pare.
—¿De veras? —Demi abrió aún más sus ojos marrones, más brillantes que nunca ante aquella revelación—. Entonces, ¿él me da cuerda como si fuese un reloj?
—Sí, pero no te puedo mostrar cómo lo hace, porque siempre ocurre cuando no podemos verlo.
Demi se palpó la espalda buscando semejanzas con un reloj y comentó muy serio:
—Supongo que Dios me da cuerda mientras duermo.
A eso siguió una detallada explicación por parte del abuelo que Demi escuchó con suma atención y que llevó a la abuela, algo angustiada, a preguntar:
—Querido, ¿crees oportuno hablar de estas cosas con un niño? Dudo que las entienda y solo conseguirás que haga preguntas cada vez más difíciles de contestar.
—Si tiene edad para plantear la pregunta, tiene edad para escuchar la respuesta. Yo no le meto ideas en la cabeza, me limito a ayudarle a desarrollar las que ya tiene. Estos niños son más inteligentes que nosotros y no me cabe la menor duda de que el muchacho entiende todo lo que le digo. Veamos, Demi, ¿dónde se encuentra tu mente?
Si el niño hubiese respondido, como Alcibíades: «Por todos los dioses, Sócrates, no tengo idea», su abuelo no se hubiese sorprendido. Sin embargo, cuando el niño, tras permanecer unos segundos apoyado en una sola pierna, como una cigüeña meditabunda, contestó muy seguro de sí: «En mi estómago», el anciano caballero se echó a reír con la abuela y dio por terminada la clase de metafísica.
La madre hubiese tenido motivos para angustiarse de no haber dejado claro Demi que, además de un filósofo en ciernes, era un muchacho de carne y hueso. A menudo, tras una conversación que hacía a Hannah profetizar, con un nial presentimiento: «Este niño no durará mucho en este mundo», él iba y tranquilizaba a su madre cometiendo alguna de las travesuras con las que los pequeños y queridos granujas entretienen y hacen las delicias de sus padres.
Meg impuso varias normas de conducta e hizo lo posible por mantenerlas, pero ¿qué madre está preparada para las artimañas, ingeniosas salidas y tranquila audacia de hombres y mujeres en miniatura que actúan como los taimados ladronzuelos de
Oliver Twist
?
—Demi, no comas más pasas o te pondrás malo —dice la madre a la personita que se ofrece a ayudar en la cocina con tenaz regularidad los días en los que está previsto preparar pudin de pasas.
—Me gusta estar malo.
—No te quiero aquí, así que ve a ayudar a Daisy con las empanadas.
Se va de mala gana pero, como sus errores pesan sobre su conciencia, al cabo de un rato, cuando encuentra una nueva oportunidad de enmendarlos, consigue engatusar a su madre.
—Ahora, como te has portado muy bien, puedes pedirme lo que quieras —comenta Meg acompañando a su ayudante escaleras arriba, con el pudin a salvo en la cocina.
—¿De verdad, mamá? —pregunta Demi, al que se le acababa de ocurrir una idea brillante.
—Sí, de verdad; puedes pedir lo que sea —contesta la madre, ajena al riesgo, imaginando que tendrá que cantar la canción de los tres gatitos media docena de veces o salir a comprar un centavo de magdalenas haga el tiempo que haga. Pero Demi la acorrala con una estudiada respuesta:
—Entonces, deja que coma todas las pasas que quiera.
La tía Dodo era la confidente y compañera de juegos favorita de ambos niños y, una vez reunidos, el trío ponía la casa patas arriba. La tía Amy era poco más que un nombre para ellos, y la tía Beth se fue diluyendo plácidamente en el recuerdo, pero la tía Dodo era una realidad cotidiana de la que disfrutaban al máximo, algo que ella agradecía sobremanera. Sin embargo, con la llegada del señor Bhaer, Jo descuidó a sus compañeros de juegos, lo que sumió a los pequeños en un profundo abatimiento y desolación. Daisy, a la que le encantaba ir por ahí repartiendo besos, perdió a su mejor cliente y cayó en la bancarrota, y Demi, con su infantil intuición, comprendió de inmediato que la tía Dodo prefería jugar con «el hombre de la barba» antes que con él, pero, aunque se sintió dolido, ocultó su disgusto puesto que no podía insultar a un rival que tenía una mina de chocolate en el bolsillo del chaleco y un reloj que sus ardientes admiradores podían sacar del estuche y agitar a placer.