—Yo diría que conozco a esta dama resuelta que avanza valientemente entre los carruajes y cruza a toda prisa las calles llenas de barro. ¿Qué la trae por aquí, querida?
—He venido de compras.
El señor Bhaer sonrió al ver una fábrica de encurtidos en una acera y una peletería en la otra, pero, educadamente, no dijo nada salvo:
—Veo que no tiene paraguas, ¿me permite que la acompañe y le lleve los paquetes?
—Sí, gracias.
Jo, que tenía las mejillas tan rojas como el lazo del sombrero, se preguntó qué pensaría de ella, pero, al cabo de un minuto, eso había dejado de preocuparla, puesto que estaba caminando del brazo de su profesor; parecía que el sol había vuelto a salir y tuviera un brillo más intenso de lo habitual, que el mundo cobraba sentido de nuevo y que había una mujer plenamente feliz mojándose los pies en un día de lluvia.
—Pensamos que se había marchado —explicó Jo, apresuradamente, consciente de que él la estaba mirando; como el sombrero no le tapaba el rostro, temía que su alegría le pareciese al profesor poco recatada.
—¿Cree que podría marcharme sin despedirme de quienes han sido tan sumamente amables conmigo? —preguntó con un deje de reproche en la voz que hizo quejo sintiera que le había insultado, por lo que añadió enseguida:
—No, no lo creo. Sabía que tenía asuntos que atender, pero todos le echábamos de menos… Sobre todo papá y mamá.
—¿Y usted?
—A mí siempre me es grato verle, señor.
En su afán por que su voz no delatase la emoción, Jo había adoptado un tono bastante frío y eso, unido a la gélida formalidad de llamarle «señor», dejó al profesor helado e hizo que se le borrase la sonrisa del rostro.
—Se lo agradezco —dijo, muy serio—; iré a verles antes de irme.
—Entonces, ¿se marcha ya?
—Ya no tengo ningún asunto pendiente aquí. He terminado.
—Espero que haya sido provechoso —comentó Jo, decepcionada por lo tajante de la respuesta.
—Supongo que podría verse así, porque me permitirá ganarme el pan y ayudar a mis sobrinos.
—¡Cuéntemelo, por favor! Todo lo que tiene que ver con… los niños me interesa mucho —pidió ella con impaciencia.
—Es usted muy amable, se lo contaré con mucho gusto. Mis amigos me han conseguido un puesto en una escuela, donde podré enseñar como en casa y ganar lo bastante para ofrecer una buena vida a Eran;; y Emil. Les estoy muy agradecido por ello. ¿No le parece que hay motivo?
—Por supuesto. Me alegra mucho que pueda trabajar en lo que le gusta y poder ver con más frecuencia a los niños y a usted… —Jo se escudó en los niños para disimular una satisfacción que no alcanzaba a ocultar.
—Mucho me temo que no nos veremos con frecuencia, pues el puesto de trabajo es en el oeste.
—¿Tan lejos? —Jo dejó caer su falda como si ya no le importase lo que pudiese ocurrirles ni a su ropa ni a su persona.
Aunque el señor Bhaer sabía muchos idiomas, aún no había aprendido a leer el de la mujer. Dado que creía conocer muy bien a Jo, no sabía cómo interpretar los vertiginosos cambios de voz, expresión y actitud de la joven, que, en media hora, había pasado por media docena de estados de ánimo distintos. Al verle, había parecido sorprenderse, aunque era fácil sospechar que había ido allí, precisamente, para encontrarse con él. Cuando luego él le ofreció su brazo, la expresión con la que lo aceptó le alegró el corazón pero, al preguntarle si le había echado de menos, obtuvo una respuesta tan educada y fría que le robó toda esperanza, Después, casi aplaudió al conocer la buena nueva de su trabajo. ¿Realmente se alegraba por los niños? Y, al enterarse del destino, exclamó «¿tan lejos?» con un tono desesperado que lo subió a una cumbre de ilusión, de la que sin embargo cayó al minuto siguiente, cuando ella apuntó, como sí verdaderamente fuese su única preocupación:
—Aquí es donde venía a comprar. ¿Querrá entrar conmigo? No tardaré.
Jo, que estaba muy orgullosa de su talento para las compras, quería impresionar a su acompañante mostrándole la pulcritud y eficacia con que cumplía los encargos. Sin embargo, con lo nerviosa que estaba, todo le salió al revés. Volcó las agujas, recordó que la tela de algodón era para bordar cuando ya le habían cortado otra pieza y, desorientada, pretendía comprar cinta de color malva en el mostrador del percal. El señor Bhaer, que aguardaba en un rincón, observó cómo se sonrojaba y metía la pata y, al ver su turbación, la suya perdió fuerza ya que comprendió que con las mujeres, al igual que con los sueños, todo puede ocurrir al revés de lo que uno espera.
Cuando salieron de la tienda, el profesor se puso el paquete debajo del brazo, con aire dichoso, y fue pisando los charcos como si lo estuviese pasando en grande.
—¿Qué le parece si compramos algo para los niños y luego vamos a su encantadora casa para organizar una fiesta de despedida esta noche? —preguntó tras detenerse ante un escaparate lleno de fruta y flores.
—¿Qué quiere que compremos? —preguntó Jo, haciendo caso omiso de la segunda parte de la propuesta, Entraron y ella aspiró la mezcla de aromas con fingida calma.
—¿Qué le parece si llevamos naranjas e higos? —preguntó el señor Bhaer con aire paternal.
—Si los hay, los comerán.
—¿Les gustan las nueces?
—Tanto como a una ardilla.
—Llevemos también mosto de Hamburgo. ¿Se puede brindar por la patria con eso?
Jo frunció el entrecejo ante tamaño dispendio y se preguntó por qué no comprar un capazo de dátiles, un barril de pasas y un saco de almendras y acabar de una vez. Mientras tanto, el señor Bhaer le confiscó el monedero, sacó el suyo y compró uvas, un tiesto de margaritas rosas y miel en una bonita damajuana. Después, metió como pudo los paquetes en los bolsillos, que se deformaron, le hizo entrega de las flores, abrió el viejo paraguas y siguieron su camino.
—Señorita March, le he de pedir un gran favor —empezó el profesor después de recorrer, mojándose, media calle.
—Sí, señor. —El corazón de Jo empezó a palpitar con fuerza, tan ansiosa estaba por oír lo que le tenía que pedir.
—Disculpe que se lo diga así, bajo la lluvia, pero el tiempo apremia.
—Sí, señor. —Jo apretó tan fuerte el tiesto de flores que a punto estuvo de romperlo.
—Me gustaría comprarle un vestido a la pequeña Tina y no me atrevo a hacerlo solo, soy demasiado estúpido. ¿Le importaría acompañarme y ayudarme a elegirlo?
—Claro, señor. —Jo se tranquilizó y se enfrió de inmediato, como si hubiese entrado en el interior de una nevera.
—Y tal vez también un chal para la madre de Tina, es pobre y está enferma y su marido no se encuentra bien. ¿No le parece que es buena idea regalarle un chal grueso que la abrigue?
—Lo haré encantada, señor Bhaer —dijo Jo, y añadió para sus adentros: Más vale que me dé prisa, el profesor cada vez resulta más encantador. Y entró en la tienda con tal decisión que daba gusto verla.
El señor Bhaer dejó que ella lo eligiese todo. Jo escogió un hermoso vestido para Tina y pidió que le mostrasen unos cuantos chales. El dependiente, un hombre casado, se esmeró en atender a aquella pareja que parecía estar haciendo compras para su familia.
—A la señora le gustará más este. Es un artículo de excelente calidad, el color es precioso y resulta discreto y elegante —explicó sacando un cómodo chal gris y poniéndoselo a Jo sobre los hombros.
—¿Qué le parece, señor Bhaer? —preguntó ella de espaldas a él, agradecida de poder ocultar su rostro.
—Muy bien, nos lo llevamos —contestó el profesor, y mientras lo pagaba, sonriendo para sus adentros, Jo echó otro vistazo a la tienda, como si fuese una consumada cazadora de ofertas—. Ahora, ¿le parece que vayamos a casa? —preguntó deleitándose en cada palabra.
—Sí, es tarde y estoy muy cansada. —La voz de Jo denotaba más pesar de lo que ella creía. El sol ya no lucía y el mundo parecía más triste y lleno de barro que nunca; por primera vez, se percató de que tenía los píes helados, le dolía la cabeza y su corazón estaba aún más frío y dolorido. El señor Bhaer se marcharía lejos; su único interés hacia ella era en calidad de amigo. Se había confundido y, cuanto antes acabara aquello, mejor. Con esa idea en la mente, hizo un gesto para detener a un ómnibus y, en su precipitación, el tiesto de las margaritas cayó al suelo, con el consiguiente daño.
—Este no es nuestro ómnibus —apuntó el profesor, que, tras hacer una seña al conductor para que se alejase, se agachó a recoger las pobres flores.
—Le ruego que me disculpe, no me fijé en el número. Da igual, sigamos caminando, ya me he acostumbrado a arrastrar la falda por el barro —comentó Jo, avergonzada, y pestañeó con fuerza para contener el llanto.
Aunque volvió el rostro, el señor Bhaer alcanzó a ver las lágrimas rodar por sus mejillas. Y esa visión debió de conmoverle mucho porque, de pronto, se inclinó hacia ella y preguntó en un tono que hablaba por sí solo:
—Querida, ¿por qué llora?
De no haber sido Jo nueva en estas lides, habría respondido que no estaba llorando, que le había entrado algo en el ojo o cualquier otra de las excusas típicamente femeninas para estos casos. Pero la pobre, dando pocas muestras de dignidad, dejó escapar un sonoro sollozo y contestó:
—Porque se va lejos.
—¡Dios mío, qué alegría! —exclamó el señor Bhaer, que, a pesar de los paquetes y del paraguas, alcanzó a dar una palmada—. Jo, vine aquí a declararle mi amor, pero quería asegurarme de que me consideraba algo más que un amigo. ¿Es así? ¿Tiene un rincón en su corazón para el viejo Fritz? —añadió de un tirón.
—¡Oh, sí! —contestó Jo, y él se mostró muy satisfecho cuando ella le estrechó el brazo y le miró con una expresión que no dejaba lugar a dudas sobre lo feliz que la haría recorrer el camino de la vida junto a él, aunque no tuviesen más techo que aquel viejo paraguas, si era él quien lo llevaba.
Ciertamente, la situación no era la más propicia para una declaración porque, aun de haber querido hacerlo, el señor Bhaer no podía arrodillarse por culpa del barro, y tampoco podía tenderle la mano a Jo —salvo en sentido figurado—, pues tenía ambas ocupadas. Además, estando en plena calle, no podía permitirse grandes muestras de afecto, aunque a punto estuvo de hacerlo. Así, la única forma en que podía expresar la felicidad que le embargaba era mirarla, y lo hacía con una expresión que embellecía hasta tal punto su rostro que parecía que de cada gota que brillaba en su barba surgiese un pequeño arco iris. De no haber amado ya a Jo, dudo mucho que se hubiese enamorado de ella en aquel instante, pues no tenía, precisamente, un aspecto muy agradable: la falda estaba en un estado deplorable, sus botas de goma estaban salpicadas de barro hasta los tobillos y la lluvia le había estropeado el sombrero. Por fortuna, al señor Bhaer le parecía la mujer más bella sobre la Tierra, y ella se dijo que él parecía un auténtico Júpiter, a pesar de que tenía el ala del sombrero caída por culpa del agua, que le mojaba también los hombros (porque el paraguas solo cubría a Jo), y no había dedo de sus guantes que no estuviese roto.
Quienes pasaban a su lado probablemente los tomaran por un par de locos inofensivos, porque se olvidaron del ómnibus y caminaron entre el barro como si dieran un agradable paseo, a pesar de que empezaba a anochecer y la niebla se espesaba. No les preocupaba lo que pensaran los demás, ya que para ellos había llegado ese momento de felicidad que solo se conoce una vez en la vida. Un instante mágico que proporciona juventud al viejo, belleza a la persona corriente, riqueza al pobre, y que da al corazón humano una muestra de lo que se siente estando en el cielo. El profesor se sentía como si hubiese conquistado un reino y no pudiese esperar mayor bendición, y Jo, que avanzaba a duras penas a su lado, se decía que por fin había encontrado su lugar, junto al profesor, y se asombraba de haber pretendido elegir otro destino. Como no podía ser menos, ella fue la primera en hablar, aunque de forma ininteligible, porque lo que dijo tras su impetuoso «¡Oh, sí!» no tenía demasiado sentido.
—Friedrich, ¿por qué no…?
—¡Dios mío, nadie me llamaba así desde que Minna murió! —exclamó el profesor; tras detenerse en medio de un charco para mirarla agradecido y encantado.
—Siempre que pienso en usted, le llamo así. No volveré a hacerlo si no le gusta.
—¿Gustarme? No encuentro palabras para decirte lo mucho que me agrada. Y, por favor, no me trates de usted.
—¿«Tú» no es demasiado cercano? —preguntó Jo, aunque le parecía un monosílabo adorable.
—Cercano, claro. El «usted» resulta demasiado frío para hablar de amor, y tú, querida mía, significas mucho para mí —explicó el señor Bhaer, que parecía más un estudiante enamorado que un profesor.
—Sí es así, ¿por qué has esperado tanto para decírmelo? —preguntó Jo tímidamente.
—Ahora puedo abrirte mi corazón, querida, y lo haré con gusto porque sé que estará en buenas manos. Verás, querida Jo (¡ah, cómo me gusta ese divertido diminutivo!), estuve a punto de decirte algo cuando nos despedimos en Nueva York, pero pensé que preferías a tu apuesto amigo y opté por callar. ¿Me habrías respondido igual de haber hablado entonces?
—No lo sé. Tal vez no, porque en aquel momento no tenía corazón.
—Eso no es cierto. Estaba dormido, a la espera de que el príncipe encantado fuese al bosque a rescatarlo. Bueno,
Die erste Liebe ist die beste
, pero las cosas son como son.