El pintoresco y antiguo jardín había acogido a varias parejas de enamorados y parecía hecho especialmente para ellos, tan soleado e íntimo era, pues solo la torre los veía desde lo alto y el ancho lago apagaba el eco de sus palabras con el murmullo de sus aguas. Durante cerca de una hora, la nueva pareja paseó, conversó y descansó junto al muro, disfrutando de las dulces circunstancias que hacen que todo tiempo y lugar resulten encantadores, y cuando acudieron a la llamada de la poco romántica campana que anunciaba la cena, Amy sintió que dejaba atrás, en el jardín del castillo, su carga de pena y soledad.
En cuanto vio que la joven tenía el rostro cambiado, la señora Carrol lo entendió todo de repente y se dijo: Ahora lo veo claro, la pobre estaba sufriendo por el joven Laurence. ¡Válgame el cielo! ¡Nunca lo hubiese imaginado!
Con una discreción encomiable, la buena mujer optó por no hacer comentario alguno ni dar muestras de haberse percatado de nada, pero invitó cordialmente a Laurie a quedarse y rogó a Amy que disfrutase de su compañía porque le sentaría mejor que tanta soledad. Amy fue un ejemplo de docilidad y, como la tía estaba muy ocupada con Flo, se encargó de atender a su amigo y lo hizo mucho mejor que nunca.
En Niza, Laurie había haraganeado y Amy le había regañado por ello, pero en Vevey el joven no paró quieto un segundo: paseaba, montaba a caballo, iba a dar una vuelta en bote o estudiaba con gran aplicación. Amy admiraba todo lo que él hacía y seguía su ejemplo hasta donde podía. Él aseguraba que el cambio se debía al clima, y ella no le llevaba la contraria, feliz de contar con una excusa para recuperar la salud y el ánimo.
El aire vigorizante les sentó bien a ambos y la práctica de ejercicio aportó cambios muy sanos a sus cuerpos y sus mentes. Era como si allí, rodeados de aquellas montañas eternas, tuviesen una visión más clara de la vida y de sus responsabilidades; el frío viento se llevaba consigo las dudas, el desánimo, los caprichos ilusorios y las nieblas temperamentales; el cálido sol primaveral hacía aflorar ideas nuevas, tiernas esperanzas y pensamientos felices, mientras el lago limpiaba los problemas del pasado y las grandiosas montañas los contemplaban benevolentes como diciéndoles: «Niños, amaos el uno al otro».
A pesar de la pena, aquellos fueron días de tanta felicidad que Laurie no se atrevía a decir nada por no enturbiarla. Le costó un poco sobreponerse a la sorpresa que le produjo ver con qué rapidez se había curado la herida provocada por aquel primer amor que había creído, sinceramente, sería el único. Se consolaba de lo que entendía era una gran deslealtad diciéndose que la hermana de Jo era casi como la propia Jo y que, de no haber sido Amy, jamás hubiese podido enamorarse tan rápido y con tanta intensidad. Su primera experiencia de galanteo había resultado tormentosa y ahora la recordaba como si hubiese ocurrido muchos años atrás, con una mezcla de compasión y remordimiento. No se avergonzaba, pero lo consideraba la experiencia más agridulce de su vida y agradecía mucho haber superado aquel dolor. Decidió que su segunda declaración fuese más tranquila y lo más sencilla posible. No había necesidad de organizar una escena, casi no era preciso decir a Amy que la amaba porque ella lo sabía y, aun sin palabras, le había dado su respuesta hacía mucho. Todo había ocurrido de forma tan natural que era imposible que nadie tuviese inconveniente alguno y sabía que todo el mundo se mostraría complacido, incluida Jo. Con todo, cuando el primer amor ha fracasado, lo lógico es que seamos cautos y no nos precipitemos con el segundo. Laurie dejó pasar los días, disfrutó de cada hora y esperó a que se diese la ocasión adecuada para pronunciar la declaración que marcase el final de la primera y más dulce etapa de su nuevo romance.
Había supuesto que el
dénouement
llegaría en el jardín del castillo, a la luz de la luna, de una manera elegante y decorosa, pero todo ocurrió justo al revés, porque se comprometieron en el lago, a mediodía, y con unas pocas frases francas. Llevaban toda la mañana paseando en barca, desde el sombrío Saint-Gingolf hasta el soleado Montreux, con los Alpes de Saboya a un lado y el Saint-Bernard y el Dent du Midi al otro, la hermosa Vevey en el valle y Lausana detrás, en lo alto de la colina, bajo un cielo azul despejado y en un lago aún más azul salpicado de pintorescas barquitas que parecían blancas gaviotas.
Al pasar por Chillón, hablaron de Bonnivard, y en Clarens, de Rousseau, porque allí fue donde escribió sobre la nueva
Éloïse
. Ninguno de los dos había leído la obra, pero sabían que era una historia de amor y cada uno se preguntó, en silencio, si sería tan interesante como la suya propia. En el único rato en el que estuvieron callados, Amy jugó con la mano en el agua, hasta que levantó la vista y vio a Laurie inclinado sobre los remos con una expresión que le hizo decir, sin pensar, simplemente por romper el hielo:
—Debes de estar agotado, descansa un poco y déjame remar a mí. Me sentará bien porque desde que has vuelto he estado muy perezosa y comodona.
—No estoy cansado pero, si quieres, puedes coger un remo. Hay sitio para los dos, aunque debemos estar en el centro para que el bote no vuelque —comentó Laurie, bastante conforme con la idea.
Sin saber si había mejorado demasiado las cosas, Amy aceptó el asiento, se separó el cabello de la cara y cogió un remo. Remaba tan bien como hacía muchas otras cosas y, aunque ella usaba las dos manos y Laurie solo una, ambos remaban a la par y la barca se deslizaba suavemente por el agua.
—¿No te parece que remamos muy bien juntos? —preguntó Amy, incómoda con el silencio que de nuevo se había creado.
—Lo hacemos tan bien que desearía que fuésemos siempre en el mismo bote. ¿Te gustaría, Amy? —preguntó, a su vez, con suma ternura.
—¡Sí, Laurie! —contestó ella en voz baja.
En ese momento, ambos dejaron de remar y, sin habérselo propuesto, sumaron otra hermosa estampa de amor y felicidad a las muchas reflejadas en el espejo de agua del lago.
E
s fácil prometer abnegación cuando vivimos entregados al cuidado de otro y su dulce ejemplo purifica nuestro corazón y nuestra alma, pero cuando la voz que tanto nos ayudaba se acalla, la lección diaria termina, la presencia amada desaparece y lo único que queda es soledad y dolor, descubrimos que mantener la promesa resulta muy duro. Así le ocurrió a Jo. ¿Cómo iba a consolar a sus padres si su corazón moría de añoranza por su hermana? ¿Cómo alegrar a otros si toda la luz, calidez y belleza de su universo parecían haberse ido con Beth cuando dejó este mundo? ¿Y cómo iba a equipararse a Beth y ser útil y dichosa sirviendo a otros con la certeza de que se hace el bien como única recompensa? Jo se esforzaba mucho por cumplir con sus obligaciones, pero en secreto se rebelaba contra ellas porque le parecía injusto renunciar a las pocas alegrías que le quedaban, que su carga se volviese aún más pesada y que la vida fuese cada vez más dura. Era como si algunas personas consiguiesen siempre lo mejor, y otras, lo peor. No era justo, ella se esmeraba más que Amy por ser buena pero, lejos de premiarla por ello, la vida le pagaba con más decepciones, problemas y trabajo duro.
¡Pobre Jo! Aquellos fueron días duros. Cuando pensaba en que pasaría toda su vida en aquella casa, ahora silenciosa, entregada al cuidado de otros, con pocos o ningún gusto que darse y cada vez más obligaciones, se desesperaba. No puedo hacerlo. No estoy hecha para vivir así. Si no viene alguien a ayudarme, sé que escaparé y cometeré una locura, se decía cuando sus primeros esfuerzos fracasaron y se sumió en ese profundo desánimo que aqueja a quienes, a pesar de hacer gala de la mejor voluntad y fortaleza, han de hacer frente a lo inevitable.
Pero sí hubo quien acudió a ayudarla, aunque Jo no reconoció a sus ángeles, pues adoptaron formas conocidas y utilizaron hechizos sencillos más propios de los pobres seres humanos. A menudo, despertaba en plena noche pensando que Beth la llamaba; cuando veía la cama vacía, lloraba con la amargura que dan las penas que no cesan, y exclamaba: «¡Oh, Beth, vuelve, vuelve!», estirando los brazos. Pero su llamada no era en vano, porque su madre acudía a consolarla, tan rápida en oír su llanto como lo era antes para captar el más leve suspiro de su hermana. No solo la confortaba con palabras, sino con su dulce abrazo, con sus lágrimas, que eran mudo testimonio de un dolor mayor aún que el de Jo, con suspiros rotos más elocuentes que cualquier plegaria, porque al lógico dolor sumaban la resignación esperanzada. ¡Menudos momentos aquellos en los que un corazón hablaba a otro en el silencio de la noche y la aflicción se transformaba en una bendición que alejaba el sufrimiento y reforzaba el amor! Al sentir eso, bajo el protector abrazo de su madre, la carga de Jo se hacía más llevadera; el deber, más dulce, y la vida, más soportable.
Y del mismo modo que su corazón herido pudo encontrar consuelo así, su atormentada mente logró la ayuda necesaria. Un día, fue al estudio, se inclinó sobre la cabeza gris de su padre, que la recibió con una sonrisa serena, y dijo muy humildemente:
—Padre, háblame como lo hacías con Beth. Lo necesito mucho más, porque yo lo hago todo mal.
—Querida, será un gran consuelo para mí —repuso él con voz quebrada, y abrazó a su hija como si también él necesitase ayuda y no temiese pedirla.
Jo se sentó en la silla de Beth, que estaba junto a su padre, y relató sus problemas, el resentimiento que sentía por la pérdida de su hermana, cómo sus infructuosos esfuerzos la descorazonaban, la falta de fe que oscurecía su vida y todos los tristes desconciertos que conforman eso que llamamos «desesperación». Se confió a él por completo, y él le brindó la ayuda que necesitaba, y así fue como ambos se consolaron el uno al otro. Habían llegado a ese momento en que podían conversar no solo como un padre y una hija, sino como un hombre y una mujer contentos de ayudarse con su compasión mutua así como con su mutuo amor. Vivían momentos de felicidad y reflexión en el estudio, quejo llamaba «la iglesia de un solo miembro», de donde salía llena de coraje, habiendo recuperado la alegría y con el ánimo más sumiso, ya que los padres que habían enseñado a una hija a morir sin miedo intentaban ahora enseñar a otra a aceptar la vida sin abatimiento ni desconfianza, y a utilizar las oportunidades que se le brindaban con gratitud y energía.
Las obligaciones y los entretenimientos sanos y humildes también fueron de mucha ayuda para Jo, que aprendió a valorarlos poco a poco. Las escobas y paños ya no eran tan desagradables como antes, puesto que Beth los había usado, y era como si algo de su espíritu de ama de casa hubiese quedado impregnado en la pequeña fregona y el viejo cepillo que nadie se había atrevido a tirar, Cuando los empleaba, Jo se descubría cantando como Beth solía hacer, imitando su estilo al ordenar y dar un repaso aquí y allá para que todo estuviese limpio y bonito, que, aunque ella no lo supiera, es el primer paso para lograr un hogar feliz. Una vez, Hannah le dio un apretón en la mano, en señal de aprobación, y comentó:
—¡Qué buena eres, criatura! Se ve que te has propuesto que no echemos tanto en falta a nuestra querida corderita, en la medida en que tú puedas evitarlo. Aunque no digamos demasiado, nos damos cuenta. ¡Que el Señor te bendiga por tus esfuerzos! Estoy segura de que así será.
Un día, mientras cosía con Meg, Jo observó lo cambiada que estaba su hermana. Hablaba sin parar de lo mucho que estaba aprendiendo sobre los instintos, pensamientos y sentimientos de una buena mujer, de cuan feliz era con su marido y sus hijos, y de lo mucho que todo el mundo la había ayudado.
—Al final va a resultar que el matrimonio es algo bueno. Me pregunto si a mí me sentaría la mitad de bien que a ti, De ser así, debería probarlo de estar aún a tiempo —dijo Jo mientras construía una cometa para Demi en su desordenado dormitorio.
—Simplemente has de dejar que aflore la mujer tierna que hay en ti, Jo. Eres como un erizo de castaña; por fuera, estás llena de pinchos, pero por dentro eres pura seda y tienes reservado un fruto dulce para quien llegue hasta él. Tarde o temprano, el amor hará que abras tu corazón, y entonces la parte áspera de ti desaparecerá.
—Son las heladas las que abren los erizos de las castañas, señora, y para que caigan al suelo hay que sacudir mucho el árbol. A los chicos les encanta ir de árbol en árbol, y a mí no me interesa que me sacudan para que caiga —repuso Jo mientras acababa de montar una cometa que difícilmente podría alzar el vuelo, por mucho viento que hiciese, pues Daisy estaba pegada a ella.