Dejando la frase inacabada, cogió papel y pluma y escribió a Jo para explicarle que no podía organizar su vida mientras albergase la esperanza de que ella cambiase de idea. ¿Podría…? ¿Querría…? De ser así, él podría volver a casa y ser feliz. Mientras esperaba la respuesta, Laurie no hizo nada salvo morir de impaciencia. Al fin llegó y aclaró definitivamente sus ideas: Jo no podía y no quería. En lo único en que podía pensar era en Beth y no quería oír la palabra «amor» nunca más. Le rogaba que buscase a una mujer que le hiciese feliz, pero que reservase siempre un rincón de su corazón para su amante hermana Jo. En una posdata le pedía que no dijese a Amy que Beth había empeorado, porque esta regresaría a casa en primavera y no había necesidad de que se sintiera apenada el resto de su estancia en Europa. Ya habría tiempo para lamentos; mientras tanto, Jo le pedía a Laurie que escribiese con frecuencia a su hermana para que no se sintiese sola, melancólica o angustiada.
Así lo haré desde ahora, se dijo. Pobre muchacha, mucho me temo que su vuelta a casa será muy triste. Laurie fue hacia su despacho para escribir a Amy, como si esa carta fuese la continuación lógica a la frase que había dejado inacabada semanas antes.
Sin embargo, no escribió la carta ese día porque, mientras buscaba su mejor papel, encontró algo que le hizo cambiar de idea. En un rincón del escritorio, perdidas en una pila de facturas, pasaportes y documentos comerciales de diversa índole, encontró varias misivas de Jo, así como tres de Amy, cuidadosamente atadas con uno de sus lazos azules y con restos de rosas secas en su interior. Laurie cogió las de Jo entre arrepentido y divertido, las alisó, dobló y guardó pulcramente en un cajoncito del escritorio, se quedó unos minutos contemplando el anillo en su dedo, pensativo, y después se lo quitó con cuidado y lo depositó junto a las cartas, tras lo cual cerró el cajón con llave y fue a escuchar misa a la iglesia de San Esteban, con el ánimo de quien acude a un funeral. A pesar de que no sentía una pena demasiado honda, consideró que aquélla era una forma más digna de acabar el día que escribiendo cartas a hermosas damiselas.
Aun así, la carta no tardó en llegar a Amy, que contestó enseguida porque, como admitía con encantadora sinceridad, echaba mucho de menos su hogar. Al inicio de la primavera, la correspondencia fue a más; las cartas iban y venían con una prontitud y una regularidad infalibles. Laurie vendió los bustos, quemó sus partituras y volvió a París con la esperanza de que alguien fuese a verle sin tardar demasiado. Ardía en deseos de ir a Niza, pero estaba decidido a no hacerlo hasta que se lo pidiesen, y Amy no se lo pedía porque en aquellos momentos estaba ocupada con experiencias personales que la hacían preferir evitar los ojos burlones de su «amigo».
Fred Vaughn había regresado y le había planteado la pregunta a la que ella había imaginado que contestaría con un «Sí, gracias», pero a la que respondió con un «No, gracias», amable pero decidido. Porque, una vez en situación, le faltó valor y comprendió que el dinero y una buena posición social no la ayudarían a satisfacer el nuevo anhelo que había llenado de tiernas esperanzas y miedos su corazón. Las palabras de Laurie sobre Fred: «Es un buen muchacho, pero no creo que sea tu tipo», y el recuerdo de su expresión al pronunciarlas la perseguían con la misma pertinacia con que lo hacía la forma en que había dado a entender que estaba dispuesta a casarse por dinero. Se avergonzaba al recordarlo y deseaba poder borrar aquel momento; aquello era muy poco femenino. No quería que Laude pensase que era una joven materialista y sin corazón. Ahora ser una dama de la alta sociedad le interesaba mucho menos que ser una mujer adorable. Se alegraba de que, en lugar de odiarla por haberle dicho aquellas cosas tan horribles, él las hubiese aceptado tan elegantemente y se mostrase más atento que nunca. Sus cartas eran un gran consuelo para ella ahora que las de casa ya no llegaban con regularidad y resultaban mucho menos alegres que las que él enviaba. Contestarle no era una obligación sino un auténtico placer, y el pobre muchacho necesitaba que le animasen porque estaba abatido por la negativa de Jo a aceptarle. Esta debería hacer un esfuerzo e intentar amarle —no podía ser tan difícil—; muchas mujeres se sentirían honradas y felices de que un joven tan maravilloso se interesase por ellas, pero Jo era distinta a todas y Amy no podía hacer nada salvo ser amable con Laurie y tratarle como a un hermano.
Si todos los hermanos recibiesen un trato tan exquisito como el dispensado a Laurie en aquel trance, serían los seres más dichosos de la Tierra. Amy no volvió a sermonearle, le pedía su opinión en todo, se interesaba por cualquier cosa que él hiciese, le enviaba pequeños regalos y, cada semana, dos cartas con las últimas novedades, confidencias de hermana y hermosos dibujos hechos por ella. Dado que pocos hermanos pueden presumir de que sus hermanas lleven sus misivas en el bolsillo, las lean y relean diligentemente, lloren cuando son cortas, las besen cuando son largas y las guarden amorosamente como el mayor de los tesoros, no cabe imaginar a Amy haciendo tales cosas, tan alocadas y emotivas. Pero lo cierto es que, aquella primavera, la joven estaba más pálida y pensativa de lo normal, su entusiasmo por la vida en sociedad decreció sobremanera y solía ir a dibujar a solas. Cuando regresaba, no traía demasiado que mostrar, porque pasaba las horas muertas contemplando la naturaleza, cruzada de brazos, en la terraza de Valrosa, o dibujaba descuidadamente lo primero que le venía a la mente: la figura de un robusto caballero esculpido en una tumba, un joven dormitando en el césped con el rostro oculto bajo el sombrero, o una joven de cabellos rizados con un vestido espectacular paseando por una sala de baile del brazo de un joven alto, ambos —siguiendo las últimas tendencias artísticas— con el rostro difuminado, lo que sin duda era más seguro, pero menos agradable.
Su tía sospechaba que se arrepentía de la respuesta dada a Fred y, como Amy no era amiga de desmentidos ni de dar explicaciones, la dejó creer lo que quisiera. Su única preocupación era informar a Laurie de que Fred se había marchado a Egipto. No dijo nada más, pero él entendió el mensaje y se alegró mucho, hasta el punto de decir para sus adentros, con aire venerable: Estaba seguro de que Amy recapacitaría. Pobre muchacho, yo he pasado por eso y sé cómo se siente.
A continuación, lanzó un gran suspiro y, como sí hubiese saldado las deudas con el pasado, apoyó los pies en el sofá y disfrutó plenamente de la carta de Amy.
Mientras eso ocurría en el extranjero, en casa vivían momentos de gran aflicción. Sin embargo, la carta en la que se explicaba que Beth había empeorado no llegó nunca a manos de Amy, y cuando recibió la siguiente, su hermana ya reposaba en paz. Se enteró de la triste noticia en Vevey, lugar al que habían llegado huyendo del calor de Niza, en mayo. Habían emprendido viaje hacía Suiza, recorriendo tranquilamente distintos lagos italianos y Génova. Lo encajó bien y aceptó la decisión de la familia de que no adelantase su vuelta porque ya era demasiado tarde para dar un último adiós a Beth y la distancia la ayudaría a mitigar la pena. Pero la pena embargaba su corazón y ansiaba estar nuevamente en casa. Todos los días, miraba hacia el lago, con la esperanza de ver llegar a Laurie para consolarla.
Él no acudió de inmediato, pues, aunque la familia había enviado las cartas con la triste noticia el mismo día, él se encontraba en Alemania y tardó unos días en recibirla. En cuanto la leyó, hizo la maleta, se despidió apresuradamente de sus amigos y partió a cumplir la promesa dada con una mezcla de pena, alegría, esperanza e incertidumbre en el corazón.
Como conocía bien Vevey, en cuanto el barco arribó al pequeño muelle, salió corriendo hacia La Tour, donde se alojaban los Carrol. El encargado del establecimiento le explicó que toda la familia había ido a pasear junto al lago, salvo la joven dama rubia, que se había quedado en el jardín del castillo. Si monsieur tomaba asiento, él iría a buscarla en un abrir y cerrar de ojos. Pero monsieur, que no podía aguardar ni un segundo, dejó al joven con la palabra en la boca y fue a buscar a Amy.
El antiguo y agradable jardín quedaba a orillas de un precioso lago y tenía castaños cuyas altas copas susurraban, hiedra que trepaba por todas partes, y la torre proyectaba su oscura sombra sobre unas aguas iluminadas por el sol. En un extremo del muro largo y bajo había un banco en el que Amy solía sentarse a leer, trabajar o consolarse contemplando la belleza circundante. Aquel día, estaba allí, con la cabeza apoyada en la mano, el corazón enfermo de nostalgia y los ojos llorosos de tanto pensar en Beth y preguntarse por qué razón Laurie no había acudido a su lado. No le oyó cruzar el patio que quedaba a sus espaldas ni le vio detenerse bajo el arco de la entrada del paso subterráneo que conducía al jardín. Una vez allí, se detuvo unos segundos, la miró con ojos nuevos y descubrió algo que nadie conocía: el lado sensible de Amy. La joven era la viva imagen del amor y la pena, con cartas emborronadas en su regazo, una cinta negra en el pelo y aquella expresión de dolor y resignación femeninas. La cruz de marfil que colgaba de su cuello impresionó mucho a Laurie, ya que él se la había regalado y era la única joya que portaba la muchacha. Si le quedaba alguna duda de cómo le recibiría Amy, se disipó en cuanto ella levantó la mirada, le vio, dejó caer cuanto tenía en las manos y corrió a su encuentro exclamando con un tono que reflejaba un amor y una dicha inconfundibles:
—¡Oh, Laurie, Laurie! ¡Sabía que vendrías!
Creo que en aquel momento todo quedó claro entre ambos. Porque mientras permanecían en silencio unos segundos, con la cabeza de cabellos oscuros inclinada en actitud protectora sobre la rubia, Amy sintió que nadie podría consolarla ni apoyarla mejor que Laurie, y este se convenció de que ella era la única mujer en el mundo que podía ocupar el lugar de Jo y hacerle feliz. No dijo nada al respecto, pero Amy no se sintió decepcionada, pues ambos comprendieron lo que en verdad ocurría y, satisfechos, prefirieron abrazarse en silencio.
Al cabo de unos minutos, Amy volvió a sentarse y, mientras se secaba las lágrimas, Laurie se dispuso a recoger los papeles que habían caído al suelo, con lo que descubrió que se trataba de cartas suyas gastadas de tanto leerlas y varios dibujos elocuentes que consideró buenos augurios para su futuro en común. Cuando se sentó junto a ella, Amy sintió un arrebato de timidez y se ruborizó al recordar la impulsiva bienvenida que le había dispensado.
—No he podido evitarlo. Me sentía muy sola y triste, y al verte me he alegrado muchísimo. Menuda sorpresa levantar los ojos y encontrarte allí, justo cuando empezaba a temer que no vinieses nunca —explicó intentando en vano hablar con naturalidad.
—Me puse en camino en cuanto lo supe. Me gustaría poder decir algo que te consolara por la pérdida de nuestra querida Beth, pero solo puedo sentirlo y… —No pudo continuar, ya que de pronto sintió la misma vergüenza que ella y no supo qué decir. Quería que Amy descansase la cabeza sobre su hombro y pedirle que llorase hasta desahogarse, pero no se atrevía, así que se limitó a darle un abrazo de aliento, mejor que cualquier discurso.
—No hace falta que digas nada, este es el mejor consuelo —repuso ella con dulzura—. Beth está bien donde está, y a buen seguro es feliz y nada la haría volver, pero yo, a pesar de las ganas que tengo de ver de nuevo a mí familia, temo el momento de regresar a casa. Pero no hablemos de eso ahora porque me pondré a llorar y prefiero disfrutar de tu presencia mientras dure. ¿Te quedarás un tiempo, verdad?
—Si así lo quieres, querida.
—¡Por supuesto! La tía y Flo son muy amables, pero tú eres como de la familia y sería estupendo gozar de tu compañía un poco más.
Al ver que Amy hablaba y actuaba como una niña que echaba de menos a los suyos y tenía el corazón encogido, Laurie hizo a un lado su timidez y le dio justo lo que necesitaba: los mimos a los que estaba acostumbrada y las palabras de ánimo precisas.
—¡Pobrecilla! Si sigues sufriendo así vas a caer enferma. Yo cuidaré de ti. Venga, no llores más. Ven, daremos un paseo, sopla un viento demasiado frío para que te quedes aquí sentada —dijo con ese tono medio amable medio imperativo que tanto gustaba a Amy, al tiempo que anudaba la cinta de su sombrero, le ofrecía el brazo y echaba a anclar por el soleado paseo, bajo las copas renovadas de los castaños. Se sentía mucho mejor al estar nuevamente en pie, y para ella era maravilloso contar con un brazo fuerte en el que apoyarse, la sonrisa de un rostro conocido y una voz que tan grato le era oír de nuevo.