El pobre hombre se sentía muy mal porque sus hijos le habían despojado de su esposa, su hogar se había convertido en una guardería y las constantes peticiones de silencio le hacían sentir como un bárbaro profanando un recinto sagrado. Durante los primeros seis meses, soportó estoicamente la situación pero, al no apreciar signos de mejora, hizo lo que muchos otros padres exiliados: fue a buscar consuelo en otro lugar. Como Scott se había casado y vivía relativamente cerca de allí, John se acostumbró a visitarle durante un par de horas cada tarde, aprovechando el momento en que en la sala de estar de su casa no había nadie y su esposa estaba atareada cantando nanas que parecían no tener fin. La señora Scott era una joven alegre y bonita, cuya única ocupación era mostrarse encantadora, meta que cumplía con gran acierto. La sala de su casa estaba siempre bien iluminada y resultaba muy acogedora, con el tablero de ajedrez preparado, el piano afinado, una charla animada y una cena ligera presentada de forma tentadora.
De no haberse sentido tan solo, John habría preferido estar junto al hogar de su chimenea pero, tal y como estaban las cosas, agradecía la oportunidad que le brindaban sus vecinos.
Al principio, Meg no tuvo inconveniente en aceptarlo y sintió cierto alivio al saber que John pasaría un buen rato en lugar de dormitar en la sala o dar vueltas por la casa haciendo ruido y despertando a los niños. Sin embargo, con el tiempo, cuando los problemas de dentición de sus hijos fueron cosa del pasado y los pequeños dioses empezaron a dormir a horas más adecuadas, lo que permitía a mamá un mayor descanso, empezó a echar de menos a John; el cesto de labores no era compañía suficiente si él no estaba allí, frente a ella, con su bata vieja, cómodamente instalado ante la chimenea, chamuscándose las zapatillas en el guardafuegos. No estaba dispuesta a pedirle que se quedase con ella, en casa, pero se sentía ofendida por el hecho de que él no lo hiciese sin que se lo solicitase, olvidando las muchas veladas que él la había aguardado en vano. Estaba nerviosa y cansada, y de tanto atender y cuidar a otros cayó en ese estado de ánimo que puede afectar a la mejor de las madres cuando el cuidado de la familia se convierte en una pesada carga, el deseo de moverse les roba el buen humor y la excesiva pasión por esa flaqueza de las mujeres norteamericanas que es la tetera las lleva a estar más alteradas que nunca.
«Sí —decía mirándose en el espejo—, me estoy volviendo vieja y fea. John ya no me encuentra atractiva y por eso deja de lado a su marchita mujer y se va a disfrutar de su bonita vecina, que no tiene tantas obligaciones. En fin, los niños me quieren; no les importa si estoy delgada y pálida, o si no tengo tiempo para arreglarme el cabello. Ellos son mi consuelo y algún día John comprenderá que merecía la pena sacrificarse por ellos. ¿Verdad que sí?».
Daisy contestaba a la dramática pregunta de su madre con un gorjeo, o bien era Demi quien respondía con un gritito, tras lo cual Meg dejaba a un lado los lamentos y se daba un festín maternal que le permitía olvidar, por un tiempo, su soledad. Sin embargo, a medida que John se interesaba cada vez más por la política y que sus visitas a Scott para discutir asuntos de interés se alargaban, sin tener en cuenta que Meg le necesitaba, el dolor de la joven esposa crecía. Aun así, no dijo nada a nadie hasta que, un día, su madre la encontró hecha un mar de lágrimas e insistió en que le contara la causa, porque llevaba tiempo observando a su hija y sabía que algo la preocupaba.
—Mamá, no podría compartir esto con nadie más, pero en verdad necesito un consejo, porque si John sigue así seré como una madre viuda —explicó la señora Brooke, con aire dolido, mientras se secaba las lágrimas con el babero de Daisy.
—¿Seguir cómo, querida? —preguntó la madre, inquieta.
—Se pasa el día fuera de casa y, por la noche, cuando quiero verle, está siempre de visita en casa de los Scott. No es justo que yo me ocupe de las tareas más duras y no pueda divertirme nunca. Todos los hombres son unos egoístas, hasta el mejor de ellos.
—Lo mismo podría decirse de las mujeres. No juzgues a John hasta que hayas comprendido en qué has errado tú.
—Pero desatenderme no tiene justificación alguna.
—¿Acaso no le has desatendido tú antes?
—¡Mamá, por favor! ¡Pensé que estabas de mi parte!
—Por supuesto que lo estoy, querida, pero creo que la culpa de lo que ocurre es tuya.
—No te entiendo.
—Deja que te lo explique. ¿Acaso John te «desatendía», como tú dices, cuando pasabas con él su único momento de ocio, es decir, las tardes?
—No, pero ahora no puedo estar tanto por él, mamá, tengo dos hijos a los que atender.
—Yo creo que podrías combinarlo todo, querida. Es más, creo que deberías hacerlo. ¿Te puedo ser franca sin que olvides que soy tu madre y te quiero?
—Por supuesto, mamá, háblame como si siguiese siendo tu pequeña Meg. Últimamente siento que necesito más que nunca que alguien me enseñe, porque los niños dependen de mí para todo.
Meg acercó la silla a la de su madre y, con un niño en el regazo de cada una, las dos mujeres se mecieron y charlaron animadamente, como si el hecho de ser ambas madres las uniese más que nunca.
—Has cometido un error muy frecuente en las jóvenes esposas, que es olvidar al marido por el cuidado de los niños. Es comprensible y natural, Meg, pero te recomiendo que pongas remedio antes de que la distancia entre ambos sea insalvable. Los hijos deben servir para unir a los padres, no para separarlos. No te comportes como si fuesen solo tus hijos y John no tuviese nada que ver con ellos. Llevo semanas observando lo que pasa, pero no he querido decir nada hasta que fuese el momento oportuno.
—Tengo miedo de no poder arreglarlo. SÍ le pido que se quede en casa, pensará que estoy celosa y se lo tomará como un insulto a su persona. No entiende que quiero estar con él, y no encuentro las palabras para explicárselo.
—Pues haz que vuestra casa sea tan acogedora que no tenga ganas de marcharse. Querida, él está deseando permanecer en su hogar, pero esta casa, sin ti, no es un hogar, y tú siempre estás en la habitación de los niños.
—¿No debería estar allí?
—No siempre. Pasar tanto tiempo encerrada te altera los nervios y, entonces, no estás en condiciones para casi nada. Además, te debes tanto a John como a los niños. No descuides a tu marido por tus hijos. No le pidas que se calle y salga de la habitación de los niños, enséñale a que te ayude. Su presencia es tan importante como la tuya, los niños también le necesitan. Muéstrale qué puede hacer y lo hará encantado y lleno de buena voluntad. Eso os beneficiará a todos.
—¿Lo crees de verdad, mamá?
—Sé que es así, Meg, porque lo he comprobado. Rara vez doy un consejo si no he tenido ocasión de probar su validez. Cuando tú y Jo erais pequeñas, pasé por lo mismo que tú; sentía que no cumplía con mi deber si no me entregaba por entero a vosotras. Tu pobre padre se dedicó a sus libros después de que yo rechazara todas sus ofertas de ayuda y me dejó que experimentara a mis anchas. Me esforcé cuanto pude, pero Jo era demasiado para mí. Fui tan permisiva con ella que casi la malcrié. Tú no gozabas de buena salud y me volqué en ti hasta que yo misma caí enferma. Entonces, tu padre acudió a mi rescate, se hizo cargo de todo sin perder la calma, me mostró cuan útil podía ser y yo comprendí el error que había cometido. Es algo que no he olvidado y, por eso, siempre cuento con él para todo. Ese es el secreto de nuestra felicidad familiar. Él no permite que su trabajo le mantenga al margen de las obligaciones y preocupaciones de la casa, y yo procuro que mis deberes domésticos no me impidan interesarme por sus metas profesionales. Cada uno se ocupa de sus asuntos pero, en lo referente a la casa, lo hacemos todo juntos siempre.
—Es cierto, mamá. Mi mayor deseo es ser con mi marido y mis hijos lo que tú has sido para nosotras. Muéstrame cómo; haré lo que me digas.
—Siempre has sido una hija muy obediente, querida. Bien, veamos, yo, en tu lugar, dejaría que John participase más en el cuidado de Demi, porque un niño necesita seguir un ejemplo y nunca es demasiado pronto para empezar a formarle. Luego haría lo que te he aconsejado tantas veces; permitir que Hannah te eche una mano. Es un aya estupenda, de modo que puedes dejar a tus preciosos hijos en sus manos y encargarte más de la casa. Tú necesitas más actividad, Hannah agradecerá el descanso y John recuperará a su mujer. Sal más. Tienes que ocuparte de todo sin perder la alegría porque que haya buen ambiente en tu casa depende de ti; si tú te deprimes, los demás no podrán levantar cabeza. Procura interesarte por las cosas que agradan a John, habla con él, pídele que te lea, intercambiad ideas, ayudaos el uno al otro de ese modo. No te encierres en una sombrerera por el hecho de ser mujer, debes conocer qué ocurre en el mundo, formarte para participar en los cambios que se producen, porque te afectan tanto a ti como a los tuyos.
—John es tan inteligente que temo que, si empiezo a hacer preguntas sobre política y esas cosas, llegue a la conclusión de que soy estúpida.
—No creo que eso ocurra. El amor cubre todos los fallos y ¿a quién le puedes preguntar con mayor confianza que a él? Pruébalo y verás cómo tu compañía le resulta mucho más agradable que las cenas de la señora Scott.
—Lo haré. ¡Pobre John! Me temo que le he desatendido demasiado, pero pensaba que hacía lo correcto y él nunca ha protestado.
—Imagino que no quería mostrarse egoísta, pero seguramente se ha sentido muy abandonado. Meg, estáis en ese punto en el que muchos jóvenes matrimonios se distancian y, sin embargo, es cuando más unidos debéis permanecer. La pasión inicial desaparece enseguida si no se lucha por mantenerla y, para unos padres, no hay momento más dulce ni más hermoso que el primer año de sus hijos. No permitas que John sea un extraño para los niños, ya que ellos le ayudarán más que nada a mantenerse a salvo en este mundo de retos y tentaciones, y vuestros hijos os pueden enseñar a conoceros y quereros más el uno al otro. Bueno, querida, he de irme. Piensa en lo que te he dicho y, si te parecen adecuados, sigue mis consejos. ¡Que Dios os bendiga a todos!
Meg reflexionó y decidió poner en práctica los consejos, aunque no fue fácil ni obtuvo los resultados previstos de inmediato. Los niños, que habían entendido hacía tiempo que llorando y pataleando conseguían lo que querían, se comportaban como los reyes de la casa y tiranizaban a su madre. A sus ojos, mamá era una esclava sumisa que les daba todos los caprichos, pero papá no era tan fácil de subyugar y, de vez en cuando, hacía pasar un mal rato a su dulce esposa al tratar de imponer un poco de disciplina a su díscolo hijo. Demi había heredado de su padre la firmeza de carácter —por no decir «testarudez»— y, cuando tomaba una determinación o quería algo, ni el ejército mejor armado podía convencerle de que cambiase de opinión. La madre consideraba que el niño necesitaba aprender a superar su rebeldía, pero el padre era de la opinión de que lo que Demi precisaba era una buena dosis de disciplina. Así pues, el joven caballero Demi no tardó en comprender que, sí se enzarzaba en una lucha con su padre, él llevaba las de perder. Sin embargo, al igual que los ingleses, el niño respetaba más a quienes eran capaces de vencerle y, por ello, las negativas constantes de su padre le impresionaban más que las amorosas atenciones de su madre.
Días después de la conversación con su madre, Meg decidió pasar una velada con John. Encargó una cena especial, ordenó la sala de estar, se arregló para estar guapa y acostó a los niños temprano para que nada interfiriese en su experimento. Pero, por desgracia, Demi estaba radicalmente en contra del hecho de acostarse temprano y escogió aquella noche para desmandarse. Así pues, a la pobre Meg no le quedó más remedio que cantar nanas, acunar, contar cuentos y probar cuantas estrategias para invitar al sueño conocía, todo en vano, porque Demi se negaba a cerrar sus grandes ojos. Cuando la tranquila Daisy llevaba horas durmiendo, el travieso Demi seguía tumbado con los ojos abiertos como platos y —para desesperación de su madre— cara de estar muy despejado.
—Ahora Demi se quedará quieto como un buen niño mientras mamá va abajo a servirle la cena a papá, ¿de acuerdo? —dijo Meg al oír que se abría la puerta del vestíbulo y que sonaban aquellos pasos que tan bien conocía en dirección al comedor.
—¡Yo cena! —exclamó Demi, dispuesto a sumarse a la fiesta.
—No, tú no vas a cenar con nosotros, pero te guardaré un poco de pastel para el desayuno si te duermes como Daisy. ¿Qué te parece, cariño?
—¡Sí! —Dicho esto, Demi cerró los ojos con fuerza, como si quisiese recuperar de golpe todo el sueño atrasado y pudiese así acelerar la llegada del ansiado día siguiente.
Meg aprovechó la ocasión para salir sin hacer ruido y correr escaleras abajo para dar la bienvenida a su esposo, con una gran sonrisa. Se había recogido el cabello con un gran lazo azul porque sabía que era el color favorito de su marido. Cuando él la vio, quedó gratamente sorprendido y comentó:
—Vaya, mamá, qué alegre estás esta noche. ¿Esperas visitas?
—Solo a ti, cariño.
—¿Acaso es nuestro aniversario o el cumpleaños de alguien?
—No, querido, simplemente me he cansado de llevar siempre ropa pasada de moda y me he puesto guapa. Tú siempre te arreglas para cenar, por muy cansado que llegues. ¿Por qué no habría de hacerlo yo también cuando tenga tiempo?
—Yo lo hago por respeto a ti, querida —dijo John, que era un hombre muy tradicional.
—Pues lo mismo digo, señor Brooke. —Meg se echó a reír, con la tetera en la mano, más joven y hermosa que nunca.
—Vaya, qué delicia, es como en los viejos tiempos. Qué té tan bueno, ¡lo beberé a tu salud, querida! —John tomó un traguito feliz y tranquilo. Sin embargo, la calma duró poco, pues, en cuanto dejó la taza sobre la mesa, el pomo de la puerta giró misteriosamente y una vocecita impaciente dijo desde el otro lado:
—Abrí, mí hambre.
—Este niño travieso. Le he dicho que se durmiera, pero aquí está. Ha bajado por las escaleras y va a coger un constipado de andar descalzo —explicó Meg yendo a abrir la puerta.