—Pues a mí sí me gustan y me encantaría unirme a ellos si pudiera porque, por mucho que los demás se mofen, el mundo no avanzaría sin su ayuda. No podemos ponernos de acuerdo porque tú perteneces a la vieja escuela, y yo a la nueva. Es posible que tú consigas mejores cosas, pero yo viviré una vida más plena. Y estoy segura de que disfrutaré mucho más que tú.
—Bueno, ahora haz el favor de comportarte y no molestar a la tía con tus ideas modernas.
—Lo intentaré, pero cuando la veo me cuesta controlar el deseo de lanzar una arenga revolucionaria. Es mi sino, no lo puedo evitar.
Dentro, encontraron a la tía Carrol charlando animadamente con la anciana. Cuando las vieron llegar, las mujeres se callaron de inmediato y se lanzaron una mirada que delataba que estaban hablando precisamente de ellas. Jo no estaba de humor y no podía ocultar su incomodidad, pero Amy, que había cumplido virtuosamente con su deber, no perdió los papeles y actuó, en todo momento, como un ángel. Su amabilidad era tan evidente que sus dos tías la trataron con sumo cariño y, cuando se hubo marchado, estuvieron de acuerdo en que la «joven mejoraba de día en día».
—¿Vas a ayudar en la feria, querida? —preguntó la tía Carrol cuando Amy se sentó a su lado con esa confianza que tanto aprecian las personas mayores.
—Sí, tía, la señora Chester me lo ha pedido y me he ofrecido a atender uno de los puestos, dado que no dispongo de otra cosa que dar que mi tiempo.
—Yo no —intervino Jo—. No soporto que me traten con condescendencia y los Chester se comportan como si nos hiciesen un gran favor al dejarnos participar en su elegante feria. No entiendo por qué has aceptado, Amy; lo único que pretenden es que trabajes para ellas.
—A mí no me importa trabajar, y no es solo cosa de los Chester, también participan los Freedmen. Considero muy amable por su parte que me inviten a compartir la diversión y el trabajo con ellas. La condescendencia bienintencionada no me incomoda.
—Buena respuesta, querida. Me gusta mucho que seas agradecida, es un placer ayudar a las personas que valoran el esfuerzo que hacemos por ellas. Hay quien no lo aprecia en su justa medida, y es una auténtica pena —observó la tía March mirando por encima de sus gafas a Jo, que se mecía en un rincón, con aire malhumorado.
Si Jo hubiese sabido lo importante que era aquella visita para la felicidad de una de ellas, se habría comportado de maravilla en ese mismo instante. Pero, por desgracia, no podemos ver lo que cruza por la mente de nuestros amigos. Por lo general, está muy bien no saberlo, pero en ciertos casos nos ayudaría a ahorrar tiempo y nos evitaría enfadarnos en vano. Lo que a continuación dijo Jo la privó de varios años de placer y le dio una lección muy oportuna sobre la conveniencia de medir sus palabras.
—No me gusta que me hagan favores. Me agobian y me hacen sentir como si fuese una esclava. Prefiero hacer las cosas por mí misma y ser totalmente independiente.
La tía Carrol carraspeó y miró a la tía March.
Venturosamente ignorante de lo que acababa de hacer, Jo permaneció sentada con un aire altivo y un aspecto rebelde muy poco atractivos para las demás.
—Querida, ¿hablas francés? —preguntó la tía Carrol poniendo su mano sobre la de Amy.
—Bastante bien, gracias a que la tía permite que Esther hable conmigo en su lengua bastante a menudo —contestó Amy con tanta gratitud en la mirada que la anciana sonrió satisfecha.
—¿Qué tal se te dan los idiomas? —preguntó la tía Carrol a Jo.
—No hablo ninguno; soy demasiado tonta para estudiarlos. Detesto el francés. Me parece una lengua cursi y ridícula —respondió Jo con malos modos.
Las dos tías volvieron a intercambiar una mirada, tras lo cual la tía March preguntó a Amy:
—Querida, estás fuerte y gozas de buena salud, ¿verdad? ¿Ya no tienes problemas con la vista?
—No, gracias. Me encuentro muy bien y espero hacer machas cosas este invierno para estar lista para ir a Roma cuando me sea posible.
—¡Buena chica! Mereces ir y estoy segura de que lo conseguirás algún día —apuntó la tía March, dándole una palma-dita de aprobación en la cabeza, cuando Amy le entregó el ovillo de lana que se le había caído al suelo.
—Vieja gruñona, echa el cerrojo, siéntate junto al fuego e hila —cacareó Polly, inclinado desde su percha sobre el rostro de Jo de una forma tan cómica e impertinente que nadie pudo evitar soltar una carcajada.
—¡Qué pájaro tan observador! —comentó la anciana.
—¿Quieres salir a dar un paseo, querida? —prosiguió Polly, que saltó sobre el aparador donde guardaban los juegos de porcelana y miró con delicia los terrones de azúcar.
—Gracias, así lo haré. ¡Venga, Amy! —Y así fue como Jo dio por terminada la visita, más convencida que nunca de que las visitas no le sentaban bien. Estrechó la mano a sus tías como si fuese un hombre, mientras que Amy las besó a ambas. Las jóvenes salieron de la casa, donde dejaron dos impresiones muy distintas, la de la luz y la oscuridad, impresiones que, en cuanto se marcharon, hicieron a la tía March comentar:
—Siga adelante, Mary. Yo pondré el dinero.
—Así lo haré en cuanto los padres me den su permiso —repuso la tía Carrol.
L
a feria de la señora Chester era tan elegante y selecta que las jóvenes de la vecindad consideraban un gran honor que las invitaran a atender uno de los puestos y todas estaban muy interesadas en participar. Por fortuna para todos, la señora Chester solicitó la colaboración de Amy, pero no así la de Jo, que atravesaba una época gobernada por el orgullo y que habría de experimentar varios duros reveses aún para aprender a suavizar sus modos. La «altiva y sosa hija de los March» quedó relegada, mientras que el talento y buen gusto de Amy se vieron recompensados cuando le ofrecieron que dirigiera el puesto de arte. La joven se alegró mucho y se puso a trabajar para conseguir obras de valor, apropiadas para la exposición.
Todo iba de maravilla hasta el día de la inauguración, cuando surgieron algunas de esas pequeñas rencillas que es prácticamente imposible evitar cuando veinticinco mujeres, jóvenes y mayores, tratan de trabajar juntas a pesar de sus resentimientos y prejuicios.
May Chester estaba bastante celosa de Amy porque sentía que esta la superaba en popularidad, y en aquel momento se dieron varios hechos que aumentaron aún más ese sentimiento. Los dibujos a plumilla de Amy eclipsaron totalmente los jarrones pintados de May. Aquélla fue la primera espina en clavarse pero, por si no fuese bastante, el todopoderoso Tudor bailó en cuatro ocasiones con Amy en la fiesta que ofrecieron al final del día y solo una vez con May. Aquello supuso una segunda espina. Pero la peor afrenta, la que le sirvió de excusa para mostrar una actitud hostil, nació de un rumor que llegó a sus oídos, según el cual las hermanas March habían hecho mofa de ella en casa de los Lamb. La culpa de todo la tenía Jo, claro está, porque su socarrona imitación había sido demasiado evidente y los traviesos Lamb no habían podido guardar el secreto. Sin embargo, las acusadas no supieron nada de ello, de ahí que sea fácil imaginar el disgusto de Amy cuando, la tarde antes de la inauguración, mientras daba los últimos toques a su hermoso puesto, la señora Ches-ter, muy dolida por la supuesta mofa de su hija, se acercó y dijo, con tono inexpresivo y mirada fría:
—Querida, a algunas jóvenes no les parece bien que mis hijas no estén a cargo de este puesto. Sin duda es uno de los más prominentes, algunas personas muy influyentes consideran que es el más importante de la feria, por lo que es el más adecuado para mis hijas. Lo lamento pero, como sé que estás muy comprometida con la causa, estoy segura de que no dejarás que te afecte una pequeña decepción de índole personal. Si lo deseas, puedes hacerte cargo de otro puesto.
Al pensar en lo que le iba a decir a la joven, la señora Chester había supuesto que le resultaría más sencillo soltar aquel pequeño discurso, pero, llegado el momento, le costó muchísimo actuar con naturalidad, porque Amy la miraba a los ojos con expresión candorosa, llena de auténtica sorpresa y preocupación.
Amy, que sospechaba que había una razón oculta tras aquella decisión pero no lograba imaginar de qué se trataba, dijo con un hilo de voz, mostrando que había herido sus sentimientos:
—Tal vez prefiera que no me haga cargo de ningún puesto.
—¡Oh, no, querida! No me guardes rencor, te lo ruego. Mira, es una cuestión meramente práctica. Mis hijas pronto tomarán el relevo de la organización y creo que este puesto es el lugar más adecuado para ellas. Considero que lo has hecho muy bien y agradezco mucho tus esfuerzos por dejarlo tan bonito, pero hemos de aprender a superar nuestros deseos egoístas. Me ocuparé de que te den otro. ¿No te gustaría hacerte cargo del puesto de flores? Lo han organizado las niñas y están algo desmotivadas. Tú podrías hacer algo estupendo, y el puesto de flores siempre llama la atención.
—Sobre todo a los caballeros —añadió May con una mirada tan elocuente que Amy comprendió de inmediato que ella era la causa de su repentina caída en desgracia. Se puso roja de rabia, pero prefirió hacer oídos sordos al sarcasmo de la joven y repuso con sorprendente afabilidad:
—Haré lo que usted quiera, señora Chester. Dejaré este puesto ahora mismo e iré a ocuparme de las flores si así lo desea.
—Puedes colocar tus cosas en tu mesa, si lo prefieres —indicó May, que sintió cierto arrepentimiento al contemplar las hermosas hileras de conchas pintadas y los magníficos manuscritos iluminados por Amy con que había decorado el puesto. No lo dijo con segunda intención, pero Amy no Jo tomó bien y replicó, sin pensarlo:
—Por supuesto, si te molestan, me las llevaré. —Dicho esto, puso atropelladamente los adornos en su delantal y se marchó sintiendo que tanto ella como sus obras habían sufrido una afrenta imperdonable.
—Ahora está enfadada. ¡Oh, mamá, ojalá no te hubiese pedido que hablases con ella! —exclamó May mientras miraba desconsolada los espacios vacíos que habían quedado en la mesa.
—Las riñas de niñas no duran demasiado —apuntó su madre, que se sentía algo avergonzada por haber intervenido en aquella rencilla.
Las niñas recibieron a Amy y sus tesoros con entusiasmo, y la cálida acogida aplacó en parte su inquietud. Puesto que ya no le era posible triunfar con el arte, se puso a trabajar decidida a hacerlo con las flores. Sin embargo, todo parecía estar en contra de ella. Era tarde, estaba cansada, todo el mundo estaba demasiado ocupado como para echarle una mano y las niñas eran más bien un estorbo, ya que armaban mucho alboroto, hablaban como urracas y lo embarullaban todo en lugar de ayudar a poner orden. El arco de plantas de hojas perennes se bamboleaba y, cuando llenaron los cestos de flores, parecía a punto de desmoronarse sobre sus cabezas. Alguien salpicó al Cupido decorativo y se le formó una especie de lágrima sepia en la mejilla que no se iba con nada. Se machacó los dedos con el martillo y cogió frío mientras trabajaba, lo que le hizo temer por su salud al día siguiente. Estoy segura de que cualquier lectora que haya pasado por algo parecido entenderá cómo se sentía la pobre Amy y deseará que salga airosa de este trance.
Cuando aquella tarde contó en casa lo que le había ocurrido, todas se indignaron mucho. Su madre comentó que era una vergüenza y le aseguró que había actuado bien. Beth declaró que no pensaba pisar la feria y Jo le preguntó por qué no se llevaba todas sus bonitas creaciones y dejaba que aquellas personas tan mezquinas se apañasen sin ella.