Estuvo a punto de ir corriendo a casa, sin quitarse siquiera el delantal, y pedir a su madre que le echase una mano, pero John y ella habían acordado que no molestarían a los demás con sus preocupaciones, experimentos o peleas. Al pronunciar la última palabra habían reído como si la simple idea de que pudiesen llegar a pelearse resultase ridícula, pero estaban dispuestos a resolver cualquier cosa solos, sin que interviniese un tercero, tal como los había aconsejado la señora March. Así que, en aquel caluroso día de verano, Meg lidió sola con la reacia mermelada hasta que a las cinco en punto, derrotada, se sentó en su diminuta cocina, se limpió las embadurnadas manos y se echó a llorar.
En los primeros tiempos de su nueva vida, acostumbraba a decir: «Mi esposo podrá traer a un amigo a comer cuando quiera. Yo estaré siempre lista y me ocuparé de todo sin nervios, sin prisas y sin malas caras. Cuando llegue, encontrará la casa limpia, una esposa feliz y una buena comida. Así pues, John, querido, no tienes ni que pedirme permiso, puedes invitar a quien sea con la seguridad de que os brindaré una cálida acogida».
¡Qué maravilloso sonaba aquello! A John le brillaban los ojos al oírla y se sentía un hombre muy afortunado por tener una esposa insuperable. Pero lo cierto era que, aunque habían recibido algunas visitas, las cosas nunca salían como estaba previsto y Meg aún no se había podido lucir como deseaba. Es lo que suele ocurrir en este valle de lágrimas, y en tales ocasiones solo nos queda preguntarnos por qué, lamentarnos y sobrellevarlo lo mejor posible.
Si John no hubiese olvidado por completo lo de la mermelada, habría sido imperdonable que, de todos los días del año, escogiese justo aquel para invitar a un amigo a comer sin avisar. Seguro de que en casa le aguardaba, lista para servirse, la apetecible comida que había pedido por la mañana, el joven, llevado por la irrefrenable emoción del recién casado, había rogado a su amigo que le acompañase, deleitándose de antemano con el encantador efecto que le produciría ver a su hermosa esposa salir a recibirlos.
Pero este es un mundo de decepciones, como John descubrió al llegar a Dovecote. La puerta principal, que solía estar abierta en señal de hospitalidad, estaba cerrada a cal y canto, y los escalones seguían sucios con el barro del día anterior. Las ventanas de la sala estaban igualmente cerradas, con las cortinas corridas, y nada hacía sospechar que dentro hubiese una bella esposa cosiendo, vestida de blanco y con un atractivo lazo en el pelo, ni una anfitriona radiante y sonriente a punto de salir a dar la bienvenida a sus huéspedes. No encontraron nada de eso, pues no vieron a nadie, salvo a un muchacho, que parecía manchado de sangre, dormido bajo el grosellero.
—Debe de haber pasado algo, Scott; espérame en el jardín. Iré a buscar a mi esposa —dijo John, alarmado por el silencio y la soledad del lugar.
Fue rápidamente a la parte trasera de la casa, tras el rastro de un intenso olor a azúcar quemado. El señor Scott lo siguió de lejos, con cara de extrañeza, y se detuvo a una distancia prudente cuando el señor Brooke desapareció de su vista; aun así, lo oía y veía todo y, siendo un hombre soltero, el panorama le divirtió de lo lindo.
La confusión y el desespero se habían apoderado de la cocina. La primera remesa de mermelada chorreaba de los tarros, otra yacía en el suelo y la tercera se quemaba alegremente en el fogón. Lotty, con flema teutona, comía pan y bebía zumo de grosella, ya que la fruta seguía en estado líquido, mientras la señora Brooke lloraba desolada, cubriéndose el rostro con el delantal.
—Querida mía, ¿qué ocurre? —preguntó John al entrar corriendo, angustiado por visiones de manos escaldadas e inesperadas malas noticias, y secretamente incómodo por tener a un invitado esperando en el jardín.
—¡Oh, John, estoy muy cansada, acalorada, enfadada y preocupada! Lo he intentado sin parar hasta no poder más. Ven a ayudarme o moriré. —Y la exhausta ama de casa se arrojó a sus brazos para brindarle una dulce bienvenida en sentido muy literal, puesto que su delantal estaba tan lleno de mermelada como el suelo.
—¿Qué te preocupa, querida? ¿Ha ocurrido algo malo? —preguntó ansioso John, besando tiernamente la parte superior de su gorrito, que se había ladeado.
—Así es —respondió Meg llorando desolada.
—Cuéntame de qué se trata. No llores más, no soporto verte así. Desahógate, amor mío.
—La mermelada no queda bien y ¡no sé qué hacer!
John Brooke rió como nunca, de una forma que no se atrevería a repetir. Divertido, Scott sonrió al oír la alegre carcajada, que puso fin a los lamentos de la pobre Meg.
—¿Eso es todo? Tírala por la ventana y no te preocupes más por eso. Te compraré toda la que quieras pero, por amor de Dios, no te pongas histérica porque he invitado a Jack Scott a cenar y…
John no pudo seguir hablando porque Meg se separó, unió las manos en un gesto dramático y se dejó caer sobre una silla, exclamando con una mezcla de indignación, reproche y desaliento:
—¡Un invitado para la cena y todo está hecho un desastre! John Brooke, ¿cómo has podido hacer algo así?
—Chist… Está en el jardín, olvidé que ibas a hacer mermelada, pero ya no hay remedio —dijo John angustiado por lo que podría ocurrir a continuación.
—Tendrías que haber enviado a alguien a avisarme o haberme comentado algo esta mañana y, ante todo, tendrías que haber recordado que hoy iba a estar muy atareada —prosiguió Meg malhumorada, porque hasta las palomas dan picotazos cuando se enfadan.
—Esta mañana no sabía que le iba a invitar y no he tenido tiempo de mandar a nadie a avisarte porque me encontré con él cuando venía hacia casa. No creí que tuviese que pedir permiso, siempre me dices que haga lo que quiera. Hasta ahora no lo había intentado y ¡que me cuelguen si lo vuelvo a hacer! —añadió John con aire contrariado.
—¡Espero que así sea! Llévatelo de aquí de inmediato. No quiero ni verle y no he preparado nada para la cena.
—Vaya, ¡esta sí que es buena! ¿Y qué ha sido de la carne y la verdura que traje y del pudin que prometiste preparar? —exclamó John yendo a toda prisa hacia la despensa.
—No he tenido tiempo de cocinar nada; pensaba ir a cenar a casa de mi madre. Lo lamento, pero he estado demasiado ocupada. —Y Meg empezó a llorar de nuevo.
John era un buen hombre, pero humano al fin y al cabo, y después de un día de trabajo agotador, volver a casa cansado y hambriento para encontrar todo hecho un lío, nada que comer y a su mujer de pésimo humor no era precisamente lo que más le apetecía. Aun así, se contuvo, consciente de que la pequeña rencilla podría derivar en algo mucho peor si pronunciaba una palabra desafortunada.
—Ha sido un error, lo reconozco, pero si me echas una mano lo podremos arreglar y pasar un buen rato. No llores, querida, haz un pequeño esfuerzo y prepáranos algo para comer. Somos como dos cazadores hambrientos, nos comeremos lo que sea, sin rechistar. Danos un poco de pan con queso y embutido; prometo que no te pediré mermelada.
Esto último lo dijo en son de broma, con su mejor intención, pero la frase selló su destino. Meg consideró que la alusión a su triste fracaso resultaba demasiado cruel y perdió el último átomo de paciencia que le quedaba al decir:
—Pues tendrás que subsanar el error tú solo, lo mejor que sepas. Estoy demasiado agotada para esforzarme por nadie. Es muy propio de un hombre proponer que le demos un vulgar plato de pan con queso a un invitado. Yo no haré nada parecido en mi casa. Lleva a Scott a casa de mi madre y dile que yo no estoy, que he enfermado o que estoy muerta, lo que sea. No pienso recibirle, y vosotros dos os podéis reír de mí y de mi mermelada cuanto os plazca; no comeréis nada aquí. —Y habiendo dicho lo que quería de un tirón, Meg se quitó el delantal, abandonó la escena y se fue a lamentarse a su habitación.
Nunca supo qué hicieron los dos hombres en su ausencia, pero el señor Scott no fue a comer a casa de su madre y, cuando Meg bajó, una vez que se hubieron ido, descubrió con horror sobras de una frugal cena, Lotty le explicó que habían comido y reído mucho, y que el señor le había ordenado que tirase la mermelada y escondiese los tarros.
Meg sintió el impulso de ir a ver a su madre y contarle lo ocurrido, pero la vergüenza por su fracaso y su lealtad hacia John, «que puede que sea cruel, pero nadie debe saberlo», la refrenaron. Recogió un poco la casa, se arregló y se sentó a esperar a su marido para hacer las paces.
Por desgracia, John no volvió, porque no veía el asunto del mismo modo. Había bromeado con Scott, disculpado a su mujercita lo mejor que había sabido y tratado a su huésped con la máxima hospitalidad. Su amigo disfrutó con la improvisada cena y prometió volver en otra ocasión. Pero, aunque no lo mostrase, John estaba enfadado. Consideraba que Meg le había puesto en un aprieto y, después, lo había abandonado cuando más la necesitaba. No es justo, pensaba, decirle a un hombre que puede traer amigos a casa siempre que quiera, con total libertad, y, cuando te toma la palabra, montar en cólera, reñirle y dejarle solo ante el problema para que el otro se burle o se apiade de él. No, ¡por todos los santos! Eso no se hace y Meg debería saberlo. Mientras comía, la procesión iba por dentro pero, una vez superado lo peor, mientras regresaba a casa después de despedirse de Scott, su ánimo se calmó. ¡Pobrecilla! He sido demasiado duro con ella, que se ha esforzado tanto por complacerme. Lo que ha hecho está mal, pero es muy joven. Debo ser más paciente y enseñarle a comportarse. John esperaba que no hubiese ido a su casa con el chisme; detestaba los cotillees y que terceras personas se entrometiesen en su vida. Solo de pensarlo se puso de mal humor, pero al imaginar a Meg llorando hasta caer enferma se le ablandó nuevamente el corazón y apuró el paso, resuelto a mostrarse sereno y tierno, pero también firme para que su mujer entendiese que había desatendido sus deberes de esposa.
Meg había decidido asimismo mostrarse serena y tierna, y enseñarle cuál era su obligación como esposo. Quería correr a su encuentro, pedirle perdón, besarle, encontrar consuelo en sus brazos, pero, por supuesto, no hizo nada semejante y, cuando vio a John llegar, empezó a canturrear con fingida naturalidad, mientras se mecía y cosía como una mujer ociosa vestida con sus mejores galas.
John se sintió algo decepcionado al no encontrar a una tierna Níobe pero, convencido de que era ella quien debía disculparse primero, no dijo nada. Entró tranquilamente y se tumbó en el sofá, desde donde hizo el interesante comentario que sigue:
—Cariño, va a haber luna llena.
—Me parece bien —fue la balsámica respuesta de Meg.
El señor Brooke sacó a colación unos cuantos temas más de interés general, a los que la señora Brooke fue respondiendo con escasa emoción, hasta que la conversación languideció. John se acercó entonces a la ventana, abrió el periódico y se envolvió con él, en sentido figurado. Meg fue a la otra ventana y cosió nuevos adornos en unas zapatillas como si le fuese la vida en ello. Ninguno de los dos dijo nada; ambos se mostraban «serenos y firmes» y ambos se sentían desesperadamente incómodos.
¡Oh, Dios!, pensó Meg, la vida de casada es muy dura y, además de amor, requiere una paciencia infinita, tal y como dice mamá. La palabra «mamá» le trajo a la memoria otro consejo materno recibido años atrás que ella había acogido con disgusto: «John es un buen hombre, pero tiene sus defectos, y tú debes aprender a verlos y a soportarlos, sin olvidar que también tienes los tuyos. Es muy firme pero, si razonas con él con dulzura y no le llevas la contraria con impaciencia, no se mostrará obstinado. Es estricto, sobre todo en lo referente a contar siempre la verdad, y esa es una virtud, aunque a ti te resulte incómoda. Meg, no le engañes nunca ni con tus palabras ni con tus actos y él confiará en ti como mereces y te brindará su apoyo. Tiene un carácter distinto del nuestro. Nosotras explotamos pero se nos pasa enseguida; a él le cuesta mucho enfadarse pero, cuando lo hace, no es fácil de aplacar. Cuida de no despertar su furia y recuerda que tu paz y tu felicidad dependen de no perder su respeto. Vigila lo que haces y lo que dices y, en caso de que los dos cometáis un error, discúlpate primero para evitar que surjan esas pequeñas rencillas, malentendidos y malas palabras que provocan un amargo pesar y arrepentimiento».
Meg recordó aquellas palabras, sobre todo las últimas, mientras bordaba en el crepúsculo. John y ella vivían su primera gran desavenencia; las desagradables frases que había dicho le parecían necias y duras al pensar en ellas, su enfado se le antojaba pueril, y al imaginar al pobre John volviendo a casa para encontrar semejante escena se le ablandó el corazón. Le miró con lágrimas en los ojos, pero él no se dio cuenta. Dejó su labor y se levantó, decidida a ser la primera en decir «lo siento», aunque él no parecía prestar atención. Cruzó la estancia muy lentamente, porque le costaba tragarse el orgullo, y se detuvo ante su esposo, pero él no levantó los ojos para mirarla. Por unos segundos la joven se sintió incapaz de seguir adelante, pero entonces pensó: Esto no es más que el principio. Yo haré lo que debo hacer y así no tendré nada que reprocharme. Se inclinó y besó dulcemente a su esposo en la frente. Eso bastó para arreglar las cosas. Aquel beso de arrepentimiento resultó mejor que ningún discurso, y John la sentó sobre sus rodillas y dijo con gran ternura:
—No estuvo bien que me burlase de lo de la mermelada; te pido perdón, querida, y prometo no hacerlo nunca más.