Meg hablaba en serio y esperaba que Laurie frunciese el entrecejo o se echara a reír, pero el joven no hizo ni lo uno ni lo otro. La miró un instante a los ojos y dijo con su habitual impulsividad:
—Me parece bien. He visto los males que causa y me gustaría que otras mujeres pensaran como vosotras.
—Espero que no lo digas por experiencia propia —dijo Meg con un deje de angustia en la voz.
—No, te doy mi palabra. No creas que soy un santo, pero la bebida no es una de mis tentaciones. Me crié en un lugar en el que el vino es tan común como el agua y se considera igual de inofensivo, por lo que no me interesa demasiado. Claro que si me lo ofrece una joven hermosa no lo rechazo.
—Pues tendrás que prescindir de él, si no por tu bien, por el de los demás. Venga, Laurie, prométeme que no beberás nunca más; así me darás otra razón para que este sea el día más feliz de mi vida.
Ante una petición tan repentina y seria el joven vaciló por unos segundos, porque el sentido del ridículo suele ser más difícil de soportar que la templanza. Meg sabía que si hacía aquella promesa la mantendría a toda costa y, consciente del poder que poseía como mujer, lo usó para el bien de su amigo. No dijo nada más, pero le miró con una expresión y una sonrisa de felicidad que parecían decir: «Hoy nadie me puede negar nada». Desde luego, Laurie no pudo, y asintió con una sonrisa, le tendió la mano y anunció sinceramente:
—¡Lo prometo, señora Brooke!
—Gracias, muchas gracias.
—Brindo por tu decisión, Teddy —exclamó Jo, que le salpicó con un poco de limonada al alzar el vaso para el brindis.
El brindis selló una promesa que el joven mantuvo a pesar de las fuertes tentaciones; con su sabiduría instintiva, las muchachas habían sacado partido a un momento de alegría para hacer a su amigo un favor que él agradeció toda su vida.
Después de comer, los invitados dieron una vuelta, en pareja o en grupitos de tres, por la casa y los jardines, donde pudieron disfrutar del sol. Meg y John estaban juntos, de pie, en el centro del césped, cuando a Laurie se le ocurrió una idea que dio el toque final a aquella original boda.
—Que todos los casados se cojan de la mano y bailen alrededor de los recién casados, como hacen los alemanes. ¡Y los solteros y solteras que den saltos en pareja fuera! —exclamó Laurie corriendo por el camino con Amy, con tanta gracia y con un humor tan contagioso que los demás no tardaron en seguir su ejemplo sin discusión.
El señor y la señora March, la tía y el tío Carrol fueron los primeros. Enseguida se sumaron otros; hasta Sallie Moffat, tras unos segundos de duda, se cogió la cola del vestido y sacó a bailar a Ned. Pero el momento más divertido lo protagonizaron el señor Laurence y la tía March. Cuando el anciano caballero pidió solemnemente a la vieja dama que saliese a bailar, esta no se lo pensó, se colocó el bastón debajo del brazo y corrió a unirse al grupo que rodeaba a la pareja de recién casados, mientras los más jóvenes revoloteaban por el jardín, como mariposas en un día de verano.
El baile llegó a su fin cuando a los participantes necesitaron parar y recuperar el aliento, momento que muchos de ellos aprovecharon para despedirse de los novios y marcharse.
—Te deseo lo mejor, querida; lo digo de corazón, pero temo que te arrepentirás de esto —dijo la tía March a Meg y, luego, mientras el novio la acompañaba al carruaje, añadió—: Tienes un tesoro, jovencito, procura estar a la altura.
—Es la boda más bonita a la que he asistido en mucho tiempo, Ned, pero no sé por qué… No era nada elegante —comentó la señora Moffat a su esposo mientras se alejaban.
—Laurie, muchacho, si alguna vez quieres hacer algo así, convence a una de esas muchachas y yo estaré encantado —dijo el señor Laurence mientras se acomodaba en su sofá para descansar después de la agitación de la mañana.
—Haré lo que pueda por satisfacerle, señor —repuso Laurie con una educación fuera de lo normal, mientras se quitaba con cuidado la flor quejo le había prendido en el ojal.
La casita no quedaba lejos y el único viaje de bodas que Meg tuvo fue el tranquilo paseo que dio con John desde su antiguo hogar hasta el nuevo, Cuando la vieron lista para marcharse, con su traje gris y su sombrero de paja atado con una cinta blanca, como una hermosa cuáquera, todos salieron a despedirla emocionados, como si fuese a emprender un largo viaje.
—Querida mamá, no sientas que me separo de ti o que te quiero menos porque ame tanto a John —dijo, abrazada a su madre, con los ojos empañados—. Papá, vendré todos los días y espero que me reservéis un lugar en vuestros corazones aunque esté casada. Beth pasará mucho tiempo conmigo y las demás vendrán de vez en cuando a verme para reírse de mis esfuerzos por convertirme en una buena ama de casa. ¡Gracias a todos por haber hecho que el día de mi boda fuese tan feliz!
Todos la vieron marchar con el rostro henchido de amor y esperanza, presa de una gran ternura, apoyada en el brazo de su marido, con flores en la mano y el sol de junio iluminando su rostro feliz… Y así empezó Meg su vida de casada.
L
a gente tarda en entender que existe una diferencia entre el talento y el genio, y la lección es tanto más difícil de aprender cuando se es joven y ambicioso. Amy empezaba a vislumbrarlo en medio de grandes tribulaciones. Confundiendo entusiasmo e inspiración, probó suerte en distintas ramas del arte con la audacia propia de la juventud. Durante una larga temporada, abandonó las figuras de arcilla y se dedicó en cuerpo y alma a los dibujos con plumilla, tarea en la que demostró tener tan buen gusto y habilidad que sus elegantes obras resultaron no solo bonitas sino también rentables. Sin embargo, se le cansaba mucho la vista al trabajar con la pluma, de modo que desistió y decidió probar con el pirograbado. Mientras le duró el capricho, la familia temió que provocara un incendio. El olor a madera quemada se instaló en la casa, del desván y del cobertizo salía humo con alarmante frecuencia, había hierros candentes por todas partes y, cuando se iba a acostar, Hannah dejaba un cubo con agua y una campanilla cerca por si tenía que alertar de un incendio, Apareció un rostro de Rafael perfectamente delineado en la tabla de amasar y la cabeza de Baco en un barril de cerveza, un encantador querubín pasó a adornar la tapa del recipiente del azúcar y varios intentos fallidos de retratar a «Garrick comprando guantes a la niña pobre» proporcionaron la leña por un tiempo.
Pasar del fuego al óleo supuso una transición natural para unos dedos chamuscados, y Amy se entregó a la pintura con idéntico fervor. Una artista amiga suya le regaló paletas, pinceles y colores que ya no usaba, y Amy se lanzó a pintarrajear escenas bucólicas y marinas nunca vistas ni en tierra ni en mar. Sus cuadros de ganado eran tan monstruosos que hubiesen obtenido premios en ferias agrícolas, y el peligroso cabeceo de las embarcaciones que pintaba hubiese mareado al más experto marino, de no haber muerto de risa al instante ante tan pasmoso desconocimiento de las normas de construcción de barcos y de aparejos. Los niños morenos y las vírgenes de ojos negros que miraban al espectador desde un rincón del estudio no se parecían en nada a los de Murillo. Las manchas marrones que sombreaban los rostros, combinadas con chillones trazos en los lugares equivocados, pretendían imitar el estilo de Rembrandt; las mujeres con mucho pecho y los niños hidrópicos, al de Rubens, y el de Turner se adivinaba en las tempestades de truenos azules, relámpagos anaranjados, lluvia marrón y nubes púrpura, con una mancha roja como el tomate en el centro que tanto podía corresponder al sol, a una boya, a la camisa de un marinero o al traje de ceremonia de un rey, según decidiese el espectador.
Lo siguiente fueron los retratos al carboncillo. Surgió así una serie de imágenes de los miembros de la familia, que aparecían oscuros y desaliñados como si acabasen de salir de la carbonera. Al emplear lápices de dibujo, el resultado se suavizó y mejoró, y el parecido resultó ser considerable. El cabello de Amy, la nariz de Jo, la boca de Meg y los ojos de Laurie le salían, en palabras de todos, «de maravilla». Tras esa etapa, regresó a la arcilla y la escayola, y moldes fantasmagóricos de conocidos de la familia empezaron a asomar por las esquinas o a caer a la cabeza de quienes abrían las puertas de los armarios en cuyos estantes se apilaban, Amy logró engatusar a varios niños para que le sirvieran de modelo, pero los incoherentes relatos de estos acerca de su peculiar forma de trabajar le granjearon fama de ogro. Los esfuerzos destinados a sobresalir en esta rama se vieron abruptamente truncados a consecuencia de un inesperado accidente que supuso el fin de su pasión. Ante la dificultad de encontrar modelos, decidió hacer un molde de su propio pie, que en su opinión era precioso. Un día, alarmada por los golpes y gritos procedentes del cobertizo, la familia acudió corriendo y encontró a la entusiasta artista forcejeando con una olla de escayola en la que había metido el pie. El yeso, al parecer, se había endurecido con inesperada rapidez. Consiguieron sacárselo en una maniobra no exenta de dificultad y de peligro. Jo, que no podía dejar de reír mientras rascaba con un cuchillo la escayola, calculó mal e hizo un pequeño corte en el pie de su pobre hermana, a quien dejó una marca indeleble de su pasión artística.
Después de este episodio, Amy se calmó un tiempo, hasta que la pasión por dibujar paisajes la venció y la llevó a recorrer ríos, campos y bosques para realizar estudios y la tuvo suspirando por unas buenas ruinas que copiar. Pilló un sinfín de resfriados por sentarse en la hierba mojada para inmortalizar una «composición encantadora» formada por una piedra, un tocón, un champiñón y un tallo roto, o «una divina concentración de nubes» que, una vez terminada, parecía más una exposición de mullidos almohadones de plumas. No le importaba que se le estropeara la piel por estar sentada a orillas del río bajo el sol, en verano, para copiar un claroscuro, y le salió una arruga en el entrecejo de tanto fruncirlo en busca de «un buen punto de vista», que era como ella llamaba al hecho de entrecerrar los ojos.
Si, como afirmaba Miguel Ángel, el genio no es más que eterna paciencia, Amy podría sin duda atribuirse dicho don, puesto que perseveró sin que los obstáculos, los fracasos o el desánimo pudieran con ella, firmemente convencida de que era cuestión de tiempo que lograse una creación que valiese la pena y pudiese considerarse una auténtica obra de arte.
Al mismo tiempo, se dedicaba a aprender, hacer y disfrutar de otras cosas, pues estaba decidida a convertirse en una mujer educada y digna de admiración, aun en el caso de que no lograse ser una gran artista. En esto último obtuvo mejores resultados, porque era uno de esos seres bienaventurados que agradan con facilidad, hacen amigos en todas partes y parecen llevar una vicia tan digna y exenta de preocupaciones que los demás, menos afortunados, creen que nacieron de pie. Todo el mundo la apreciaba porque, entre sus muchas cualidades, figuraba el saber tratar a los demás. Tenía una capacidad innata para distinguir qué era lo más adecuado y agradable, sus palabras parecían siempre las indicadas para quien la escuchaba, sus gestos nunca estaban fuera de tono o de lugar y parecía tan segura de sí misma que sus hermanas solían decir: «Si a Amy la invitasen a la corte sin previo aviso, sabría perfectamente cómo comportarse».
Una de sus debilidades era su anhelo de unirse a eso que llamaba «la alta sociedad» sin saber bien qué era. El dinero, la posición, el éxito y los buenos modales le parecían bienes de lo más atractivos y quería relacionarse con aquellos que los poseyeran. Eso la llevaba, con frecuencia, a confundir lo verdadero y lo falso, y a admirar a quienes no merecían la menor admiración. Sin olvidar jamás que había nacido en una buena familia, la joven cultivó sus gustos y modos aristocráticos para que, llegado el momento, pudiese ocupar el lugar del que en esos momentos, debido a la pobreza en que vivían, se veía excluida.
«Milady», como la llamaban sus amigos, deseaba ardientemente verse convertida en la gran dama que sentía que era, pero aún tenía que descubrir que el dinero no sirve para comprar el refinamiento, que la posición social no siempre es sinónimo de nobleza y que la buena educación se nota aunque la persona tenga que hacer frente a carencias.
—Mamá, te quiero pedir un favor —dijo un día Amy dándose aires de importancia.
—Y bien, pequeña, ¿de qué se trata? —preguntó la madre, para quien la jovencita seguía siendo una niña.