—Tú puedes hacer cosas mejores, Jo. Aspira a lo más alto y no pienses en el dinero.
—Pues yo creo que el dinero es lo mejor de todo. ¿Qué vas a hacer con semejante fortuna? —preguntó Amy contemplando el mágico fragmento de papel con sumo respeto.
—Invitaré a mamá y a Beth a pasar un par de meses junto al mar —contestó Jo sin pensarlo dos veces.
—¡Oh, qué generosidad! Pero no puedo aceptar, querida, sería demasiado egoísta por mi parte —exclamó Beth, que había dado palmas de alegría e inspirado hondo, como si le llegase ya el olor de la fresca brisa del océano, pero que enseguida rechazó el cheque que su hermana le tendía.
—Insisto en que debéis ir, he puesto todo mi empeño en ello. Esa es la razón por la que probé suerte y la razón por la que he triunfado. Cuando me mueve un afán egoísta, nunca logro nada, pero al esforzarme por ti lo he conseguido, ¿lo ves? Además, mamá necesita un cambio de aires y no te dejará sola, así que debes acompañarla. Me encantará verte volver, sonrosada y con cara saludable. ¡Viva la doctora Jo, que cura a todos sus pacientes!
Al final, tras mucha discusión, fueron a la costa y, aunque Beth no volvió todo lo sonrosada que esperaban, sí estaba mucho mejor. Y la señora March afirmó que se había quitado diez años de encima. Jo se sintió satisfecha por la forma en que había invertido el dinero del premio y retomó el trabajo con mucho ánimo, decidida a conseguir más de aquellos deliciosos cheques. Aquel año, se hizo con varios más y empezó a sentirse un puntal para la familia porque, por arte y gracia de la literatura, sus «tonterías» servían para que todos viviesen mejor. «La hija del duque» pagó la factura de la carnicería, «La mano del fantasma» sirvió para cambiar la alfombra y «La maldición de los Coventry» resultó ser una bendición para la familia porque se tradujo en ropa y comida para todos.
Sin duda la riqueza es deseable, pero la pobreza también tiene sus virtudes y uno de los aspectos más dulces de la adversidad es la satisfacción que produce el trabajo, sea manual o mental. Muchas veces la sabiduría, la belleza y otras bendiciones de este mundo nacen de la necesidad. Jo conoció el sabor de la satisfacción y dejó de envidiar a las muchachas ricas al sentir que podía mantenerse por sí misma, sin tener que pedir un centavo a nadie.
Sus narraciones breves pasaron bastante inadvertidas, pero tuvieron su público. Animada por este hecho, la joven decidió dar un paso más e ir a buscar fama y fortuna. Después de reescribir su novela cuatro veces, leería en voz alta a amigos de confianza y hacérsela llegar, temblorosa y llena de reticencias, a tres editores, al fin recibió una oferta que implicaba suprimir un tercio de las páginas y omitir las partes de las que se sentía más orgullosa.
—Ahora tengo que decidir si la vuelvo a guardar en la cocina del desván y la dejo que críe moho, la imprimo por mi cuenta y riesgo o la corto en pedacitos para que me la compren y me den algo por ella. Seguro que tener a alguien famoso en casa es muy agradable, pero creo que el dinero es más útil, así que me gustaría que tomásemos esta decisión entre todos —dijo Jo, que había reunido un consejo familiar.
—Hija, no estropees tu libro porque está mejor de lo que crees y has desarrollado muy bien el argumento. Déjalo reposar y madurar —le aconsejó el padre, que predicaba con el ejemplo puesto que había dejado madurar treinta años su propia obra y no tenía prisa en recoger el fruto aun estando ya en sazón.
—Yo creo que es mejor que pruebe suerte ahora a que espere —apuntó la señora March—. Afrontar la crítica es la mejor prueba para el trabajo, porque permite descubrir virtudes y defectos insospechados y sirve de guía para mejorar en la siguiente ocasión. Nosotros somos demasiado parciales, pero las alabanzas o críticas de terceros podrían ser muy útiles, aunque eso implique ganar poco dinero de entrada.
—Sí —dijo Jo arqueando las cejas—. Tienes razón. Llevo demasiado tiempo dándole vueltas a la novela y ya no sé si es buena, mala o regular. Me vendría bien que la leyeran personas imparciales y me diesen su opinión.
—No quites una sola palabra, echarías a perder la historia, porque la gracia está en los pensamientos más que en la acción de los personajes, y si no dieses tantos detalles sería un lío —apuntó Meg, que creía sinceramente que aquella era 1.a mejor novela que se había escrito nunca.
—Pero el señor Allen dice: «Quita las explicaciones, acorta el texto para que gane intensidad y deja que sean los personajes los que cuenten la historia» —repuso Jo leyendo la carta del editor.
—Hazle caso, él sabe lo que vende; nosotros no. Haz un libro bueno, al alcance de todos los públicos, y gana tanto dinero como puedas. Con el tiempo, cuando te hayas hecho un nombre, podrás disertar e introducir personajes filosóficos y metafísicos en tus novelas —comentó Amy, que tenía una visión estrictamente pragmática del particular.
—Bueno —dijo Jo entre risas—, no es culpa mía si mis personajes son «filosóficos y metafísicos», porque lo único que sé de estos asuntos es lo que le oigo decir a papá de vez en cuando. Si alguna de esas sabias ideas se cuela en mis intrincadas historias de amor, mejor para mí. Beth, ¿tú qué opinas?
—Me gustaría verla publicada lo antes posible —respondió Beth, que sonrió al decirlo, pero recalcó sin darse cuenta las últimas palabras, lo que, junto con la expresión melancólica de sus ojos, que no habían perdido aún el candor de la infancia, hizo quejo se estremeciera con un oscuro presentimiento, y decidió que lo mejor era sacar a la luz su libro «lo antes posible».
Así pues, la joven autora puso su primera obra sobre la mesa y, con firmeza espartana, procedió a despedazarla con una crueldad propia de un ogro. En su afán por agradar a todos, atendió a todos los consejos y, como el anciano y el burro de la fábula, terminó por no satisfacer a nadie.
A su padre le gustaba mucho el toque metafísico que sin pretenderlo tenía la obra, así que la joven optó por dejarlo, aunque sin verlo del todo claro. Su madre pensaba que el texto pecaba de un exceso de descripciones, por lo que casi todas quedaron fuera, junto a aspectos importantes para la trabazón de la trama. Meg admiraba el carácter trágico, por lo que aumentó el grado de dramatismo para que quedara a su gusto, y, como Amy había puesto pegas a los pasajes cómicos, Jo, con la mejor intención, cambió el tono de algunas de las escenas más divertidas que servían para que la historia resultase menos sombría. Luego, para acabar de estropearlo, eliminó un tercio de las páginas y envió confiadamente la pobre y reducida novela, como un escogido petirrojo, al ajetreado y ancho mundo en busca de su destino.
La obra se publicó y ella cobró trescientos dólares. Recibió alabanzas y críticas en igual medida, muchas más de las que esperaba, lo que la sumió en un estado de agitación del que tardó en recuperarse.
—Mamá, dijiste que recibir críticas me sería de ayuda, pero ¿cómo es posible, cuando los comentarios son tan contradictorios que no sé si he escrito un libro prometedor o desobedecido los diez mandamientos? —exclamó la pobre Jo contemplando una pila de reseñas cuya lectura la había llevado del orgullo y la alegría a la cólera y el desánimo en cuestión de segundos—. Este hombre dice: «Un libro exquisito, lleno de verdad, belleza y ternura; todo en él es dulzura, pureza y ejemplaridad» —leyó la perpleja autora—. Y mira lo que dice el siguiente: «La tesis que defiende el libro es mala, está plagado de nociones perversas, ideas espiritistas y personajes poco creíbles». Bien, puesto que no defiendo tesis alguna, no creo en el espiritismo y me he inspirado en la vida para crear mis personajes, no veo cómo podría tener razón este crítico. Otro opina: «Es una de las mejores novelas estadounidenses aparecidas en los últimos años». (Yo conozco unas cuantas mucho mejores). Y el siguiente afirma: «Aunque es un escrito original, lleno de fuerza y sentimiento, lo considero un libro peligroso». ¡Caray! Algunos se burlan, otros la alaban en exceso y casi todos creen que he querido defender una tesis, cuando de hecho la escribí para divertirme y ganar dinero. Preferiría haberla publicado entera o no haberla sacado a la luz, porque me horroriza que se me juzgue erróneamente.
La familia y los amigos la animaron y elogiaron cuanto pudieron, pero aquel fue un momento duro para la sensible y animosa Jo, que pretendía hacerlo tan bien y por lo visto lo había hecho tan mal. No obstante, la experiencia fue positiva, ya que aquellos cuya opinión tiene verdadero valor le ofrecieron las críticas, que son la mejor educación para un autor. Y cuando la decepción inicial se calmó, pudo reírse de su librito sin por ello dejar de creer en su obra y los golpes recibidos la hicieron sentir más sabia y más fuerte.
—No ser un genio como Keats no me matará —afirmó resuelta—. Es cuestión de verlo todo con humor. Resulta que los episodios que calqué de experiencias reales son calificados de imposibles y absurdos, y las escenas inventadas con mi tonta imaginación se consideran «encantadoramente naturales, tiernas y verdaderas». Me consuelo con eso y, cuando me sienta preparada, escribiré otra novela.
A
l igual que la mayoría de las recién casadas, Meg inició su vida matrimonial decidida a convertirse en un ama de casa ejemplar. John debía encontrar un paraíso en su hogar, ver siempre una sonrisa en su rostro, comer como un rey y no echar en falta nunca ni un solo botón. La joven se entregó a la tarea con tanto amor, energía y alegría que era imposible que no lo lograra, a pesar de algunos obstáculos. El paraíso resultó no ser un lugar tranquilo, porque la mujercita armaba mucho ruido, en su afán por complacer vivía angustiada y no paraba en todo el día, como la Marta bíblica, ocupada en mil labores. A menudo estaba tan cansada que no le quedaban fuerzas ni para sonreír. Después de unas cuantas comidas refinadas, John empezó a sufrir de indigestión y, en una muestra de ingratitud, rogó a su esposa que preparase platos más sencillos. En cuanto a los botones, la joven no tardó en preguntarse dónde iban a parar todos los que su descuidado marido perdía y llegó a amenazarle con dejar que se los cosiera él mismo para ver si así aguantaban mejor sus tirones impacientes y la torpeza de sus dedos.
Aún después de descubrir que no podían vivir solo de amor, la pareja era muy feliz. Meg no le parecía menos bella a John por el hecho de verla sonreír mientras preparaba el café, ni a Meg le resultaba menos romántica la despedida diaria de su esposo cuando este, después de besarla, preguntaba: «Querida, ¿qué quieres que traiga para la cena, ternera o cordero?». La pequeña vivienda dejó de ser un lugar de ensueño y se convirtió en un auténtico hogar, un cambio que la pareja agradeció. Al principio, parecían dos chiquillos jugando todo el día, siempre alegres, pero poco a poco John se centró en el trabajo, consciente como era de ser el cabeza de familia, y Meg sustituyó sus mandiles de batista por un gran delantal y se puso a trabajar con mucha energía y, como ya hemos señalado, poca discreción.
Mientras estuvo bajo el influjo de la pasión culinaria, siguió las instrucciones del recetario de la señora Cornelius y, como un estudiante que ha de resolver un ejercicio de matemáticas, buscaba la solución a cada problema con paciencia y esmero. A veces invitaba a su familia para compartir un festín de aciertos excesivamente abundante, y en otras ocasiones entregaba en secreto a Lotty una remesa de intentos fallidos que terminaban en los agradecidos estómagos de los pequeños Hummel. En las tardes en que hacía cuentas con su esposo, su entusiasmo culinario caía temporalmente y apostaba por una frugalidad que se traducía en pudin de leche y pan, carne picada y café recalentado, lo cual ponía a prueba la paciencia del pobre hombre, que, no obstante, lo soportaba todo con encomiable fortaleza. Sin embargo, antes de encontrar un punto medio, Meg añadió al ajuar doméstico una colección de tarros, algo sin lo cual pocas parejas jóvenes salen adelante.
Movida por el ansia de surtir su despensa con productos caseros, la joven decidió hacer mermelada de grosella. Pidió a John que trajese una docena de tarros pequeños y algo de azúcar, pues las grosellas que tenían ya estaban maduras y quería aprovecharlas antes de que se echasen a perder. John consideraba que «mi esposa» no tenía nada que envidiar a otras y se sentía muy orgulloso de sus habilidades, por lo que decidió complacerla y dejar que transformase su única cosecha de fruta en agradables conservas para el invierno. Volvió a casa con una docena de tarritos preciosos, medio barril de azúcar y un niño al que contrató para que recogiese las grosellas. Con su hermoso cabello recogido y cubierto con un gorrito, las mangas subidas hasta los codos y un delantal de cuadros que resultaba muy coqueto, a pesar del peto, la joven ama de casa se puso manos a la obra, segura de su éxito. ¿Acaso no se lo había visto hacer cientos de veces a Hannah? Al principio, la hilera de potes la intimidó un poco, pero se dijo que merecía la pena llenarlos todos porque a John le gustaba mucho la mermelada y los tarros lucirían mucho en el estante superior de la despensa. Pasó el día preparando, cociendo y colando. Hizo cuanto pudo, buscó consejo en el libro de la señora Cornelius, se exprimió el cerebro tratando de recordar qué podría hacer Hannah que ella hubiese olvidado, volvió a cocer, añadir azúcar y colar, pero no conseguía que aquella masa horrenda pareciese mermelada.