Al oír aquello a Amy le costó contenerse, ya que su hermana la pintaba como una joven atrevida, que era lo que más temía en el mundo. Pero ¿qué podía hacer? La dueña de la casa seguía contándole sus penas y, antes de que pudiese librarse de ella, Jo volvió al ataque, revelando nuevos secretos e hiriendo aún más sus sentimientos con sus indiscreciones.
—Así es, aquel día Amy estaba desesperada porque tocios los caballos buenos estaban cogidos y solo quedaban tres en el establo. Uno estaba cojo, el otro ciego, y el último era tan terco que no había quien lo moviera del sitio.
—¿Cuál eligió? —preguntó un caballero entre risas, muy divertido por la anécdota.
—Ninguno. Le comentaron que en la granja que hay al otro lado del río tenían un caballo joven que nunca había montado ninguna dama y decidió probar suerte con él, porque era un animal hermoso y lleno de fuerza. ¡Menuda lucha! Para empezar, no había nadie que le pudiese llevar el caballo, así que tuvo que ir ella a buscarlo; con la silla sobre la cabeza, cruzó el río y fue hasta el establo. ¡El granjero se quedó de una pieza cuando la vio entrar!
—¿Y al fin montó el caballo?
—Por supuesto, y lo pasó en grande. Yo temí que volviese a casa descuajaringada, pero lo dominó enseguida y se divirtió como nadie.
—¡Eso es lo que yo llamo ser valiente! —comentó el joven Lamb, que miró con aprobación a Amy y se preguntó qué estaría contándole su madre para que la joven estuviese tan roja y pareciese tan incómoda.
Un instante después, Amy se puso aún más roja y se sintió todavía más incómoda porque la conversación derivó hacia el tema del atuendo. Una muchacha preguntó a Jo dónde había conseguido el sombrero que había lucido en un picnic, y la estúpida de Jo, en lugar de referirse al lugar en el que lo habían comprado dos años antes, respondió con una franqueza fuera de lugar:
—Es obra de Amy. Como no podemos comprar sombreros con estampados tan delicados, Amy nos los pinta. Tener una hermana artista es de lo más divertido.
—¡Qué idea tan original! —exclamó la señorita Lamb, que encontraba a Jo de lo más divertida.
—Eso no es nada, hace cosas mucho mejores. De hecho, no hay nada que no sea capaz de hacer. En una ocasión, quería unas botas azules para acudir a la fiesta que daba Sallie y, ni corta ni perezosa, pintó las que tenía de un celeste precioso y, al verlas, cualquiera hubiese jurado que eran de satén —prosiguió Jo mostrando un orgullo por las habilidades de su hermana que desesperaba a Amy hasta el punto de querer lanzarle algo a la cabeza.
—El otro día leímos un relato tuyo y nos gustó mucho —comentó la hija mayor de los Lamb con la intención de alabar a la joven escritora, que, a decir verdad, ni la miró. Jo no reaccionaba bien cuando alguien mencionaba sus obras; se ponía rígida, parecía ofendida o, como en aquella ocasión, cambiaba de tema con un comentario destemplado.
—Lamento que no tuvieras nada mejor para leer. Escribo basuras como esas porque se venden bien y a la gente corriente le gustan mucho. ¿Irás a Nueva York este invierno?
Habida cuenta de que la señorita Lamb había disfrutado con la lectura del relato, el comentario no era precisamente oportuno ni grato. Jo comprendió de inmediato que había cometido un grave error y, temerosa de meter aún más la pata, recordó de pronto que tenían que marcharse y se retiró con tanta precipitación que dejó a sus contertulios con la palabra en la boca.
—Amy, tenernos que irnos. Adiós, queridas, no dudéis en venir a visitarnos, os aguardamos con impaciencia, Señor Lamb, no me atrevo a invitarle pero, si usted las acompañase, también sería bien recibido. —Jo pronunció estas palabras imitando tan bien el tono engolado de May Chester que Amy salió a toda prisa de la sala, incapaz de aguantar por más tiempo las ganas de reír y de gritar.
—Ha ido de maravilla, ¿no te parece? —preguntó Jo satisfecha mientras se alejaban de la casa.
—No podía haber ido peor —replicó Amy con dureza—. ¿Qué mosca te ha picado para contar lo de la silla de montar, el sombrero, las botas y todo lo demás?
—¿Qué ocurre? Es divertido y a la gente le hace gracia. Saben que somos pobres, de modo que no hay por qué fingir que tenemos mozos de cuadra, comprarnos tres o cuatro sombreros por temporada o podemos adquirirlo todo con la misma facilidad que ellos.
—Pero no hay necesidad de contar nuestras miserias y exponer nuestra pobreza hasta ese grado. No tienes ni una gota de dignidad y nunca aprenderás a medir tus palabras —concluyó Amy con tono desesperado.
La pobre Jo se quedó abatida y se sonó con el tieso y duro pañuelo como si quisiese castigarse por una mala acción.
—Entonces, ¿cómo he de comportarme? —preguntó cuando se acercaban a la tercera casa.
—Como te dé la gana; yo me lavo las manos —espetó Amy por toda respuesta.
—Entonces, seré natural. Los chicos estarán en casa, así que me sentiré a gusto. Dios sabe que necesito cambiar de aires; tratar de ser elegante me sienta fatal —replicó Jo con irritación, visiblemente molesta por haber defraudado a su hermana.
Las jóvenes recibieron la entusiasta bienvenida de tres muchachos y varios niños, por lo que su ánimo mejoró de inmediato. Amy se dedicó a charlar con el señor Tudor, cuya esposa se encontraba a su vez de visita en otra casa, y Jo entretuvo a los más jóvenes, lo que supuso un cambio muy grato para ella. Escuchó con sumo interés sus experiencias en la universidad, acarició a varios caniches sin protestar, estuvo de acuerdo en que «Tom Brown era un tipo fetén», a pesar de lo poco elegante de la expresión, y cuando uno de los niños dijo que quería mostrarle la casa de su tortuga, accedió con una prontitud que hizo sonreír a la madre, que llegó en ese instante y fue inmediatamente despeinada por los efusivos abrazos de sus hijos, quienes crearon una
coiffure
que la mujer no habría cambiado por la de la más inspirada peluquera francesa.
Amy abandonó a su hermana a su suerte y se ocupó de su propio contento. El tío del señor Tudor se había casado con una dama inglesa, prima tercera de un lord, y eso hacía que Amy respetase mucho a aquella familia. Porque, a pesar de ser norteamericana, la joven sentía por los títulos nobiliarios esa admiración que afecta a muchos ciudadanos del Nuevo Mundo, una especie de lealtad inconfesa hacia los reyes que hizo que la nación más democrática de la Tierra se emocionase al recibir la visita de un jovencito regio de cabellos dorados pocos años antes. Algo que sin duda refleja el amor que este país joven profesa a su viejo referente; un amor similar al que siente un hijo adulto por una madre autoritaria que, tras retenerle a su lado cuanto ha podido, le deja al fin separarse sin quejas cuando aquel se rebela. Pero ni siquiera la satisfacción de conversar con un pariente lejano de la nobleza británica logró que Amy perdiese la noción del tiempo, por lo que, transcurrido el plazo que consideró oportuno, se despidió de su aristocrático interlocutor y fue a buscar a Jo, rogando fervientemente no encontrar a su incorregible hermana haciendo algo que manchase el buen nombre de los March.
Lo cierto es que podría haber sido peor, pero Amy juzgó el hecho suficientemente malo. Jo estaba sentada en la hierba, rodeada de críos, con un perro con las patas sucias sobre la falda de su vestido de fiesta, relatando una de las travesuras de Laude para deleite de quienes la escuchaban. Un niño empujaba a unas tortugas en la preciada sombrilla de Amy, otro comía pan de jengibre encima del mejor gorro de Jo y un tercero lanzaba al aire sus guantes como si se tratase de una pelota. Pero todos lo estaban pasando bien, y cuando Jo recogió sus maltrechas pertenencias, la siguieron hasta la puerta y le rogaron que volviese pronto a hablarles de las travesuras de Laude.
—Estos chicos son estupendos, ¿verdad? Me siento rejuvenecida después de haber estado con ellos —apuntó Jo, que caminaba con las manos en la espalda, en parte por costumbre y en parte para que su hermana no viese las salpicaduras de la sombrilla.
—¿Por qué siempre evitas al joven Tudor? —preguntó Amy, que tuvo la delicadeza de abstenerse de comentar el deplorable aspecto de su hermana.
—No me cae bien; se da aires de importancia, se burla de sus hermanas, lleva de cabeza a su padre y no habla con respeto de su madre. Laude dice que es un alocado y a mí no me parece que merezca la pena tenerle entre mis amistades, así que le dejo tranquilo.
—Procura al menos tratarle con educación. Le saludaste con una frialdad inusitada y, en cambio, ahora acabas de dedicar una gran sonrisa a Tommy Chamberlain, que no es más que el hijo del tendero. Sería más adecuado que invirtieses el orden, sonrieses al primero y saludases de lejos al segundo.
—No haré tal cosa —replicó Jo con terquedad—. El joven Tudor no me inspira simpatía, respeto ni admiración, por mucho que la sobrina del sobrino del tío de su abuelo sea prima tercera de un lord. Tommy es pobre y tímido, bueno e inteligente. Tengo buena opinión de él y no me importa demostrarlo porque, aunque sea humilde, yo le considero un caballero.
—No tiene sentido discutir contigo —dijo Amy.
—Así es, querida —sentenció Jo—, de modo que pongamos buena cara y dejemos una tarjeta de visita en casa de los King. Es evidente que no están y yo estoy muy agradecida al cielo por ello.
Una vez que el tarjetero de la familia hubo cumplido su función, las jóvenes se dirigieron hacia la siguiente casa, donde Jo tuvo ocasión de renovar su gratitud, puesto que las informaron de que las muchachas estaban ocupadas y no les era posible recibirlas.
—Ahora, por favor, vayamos a casa. Ya visitaremos a la tía March en otra ocasión. Podemos ir a verla en cualquier momento y es una pena que sigamos manchando de polvo nuestras mejores galas; además, estamos fatigadas y de mal humor.
—Habla por ti. A la tía le encanta que la vayamos a ver bien vestidas y que hagamos una visita formal. A nosotras nos cuesta muy poco y para ella supone una gran satisfacción. Y, la verdad, no creo que tu ropa pueda mancharse más de lo que está después de permitir que se te subieran a la falda perros sucios y niños traviesos. Agáchate un momento para que sacuda las migas que llevas en el sombrero.
—Qué buena chica eres, Amy —dijo Jo, que miró con arrepentimiento su estropeado atuendo y, luego el impoluto vestido de su hermana—. ¡Ojalá me costase tan poco como a ti hacer pequeñas cosas por los demás! Yo pienso en ello, pero me parece que me roba demasiado tiempo y siempre acabo prefiriendo esperar a poder hacer un gran favor que compense todos los pequeños que no hago. Pero creo que los pequeños detalles se agradecen más.
Amy sonrió, aplacada por las palabras de su hermana, y dijo en tono maternal:
—Las mujeres deben aprender a ser agradables, sobre todo las que somos pobres, porque no disponemos de otro modo de devolver los favores que nos hacen. Si lo recuerdas y lo pones en práctica, todo el mundo te querrá más que a mí, porque tú tienes mucho más que ofrecer.
—Yo soy una vieja refunfuñona y no creo que deje de serlo nunca. Pero entiendo que tienes razón. Es solo que a mí me resulta más fácil arriesgar la vida por alguien que ser amable con una persona cuando no me sale del corazón. Tener sentimientos tan profundos es una desgracia, ¿no te parece?
—Lo verdaderamente malo es no poder ocultarlos. A mí, el joven Tudor me desagrada tanto como a ti, pero no tengo necesidad de hacérselo notar. Tú tampoco deberías. No tiene sentido ser desagradable porque él también lo sea.
—Pero yo creo que una joven debe dejar claro que un muchacho le desagrada. ¿Y cómo va a notarlo él si no es por el trato que le dispensa? Tratar de cambiar a la gente hablando no sirve de nada, lo sé porque lo he intentado mucho con Teddy, pero a veces un gesto convence mejor y no veo por qué no tenemos que ayudar a otros si está en nuestra mano.
—Teddy es un muchacho excepcional, no se le puede poner como ejemplo —declaró Amy con tal solemne convicción que el «muchacho excepcional» se hubiese desternillado de oírla—. Si fuésemos mujeres muy bellas o de buena posición, tal vez podríamos influir en los demás, pero que nosotras le frunzamos el entrecejo a un joven caballero porque no aprobamos su comportamiento no producirá ningún efecto y solo conseguiremos que nos consideren raras o puritanas.
—¿Quieres decir que tenemos que aceptar las cosas y a las personas que detestamos porque no somos unas bellezas ni millonadas? ¡Bonito sentido de la moral!
—No es que esté de acuerdo, pero así funciona el mundo. Y la gente que va a contracorriente solo consigue que los demás se burlen de sus penas. No me gustan los reformistas y espero que no pretendas convertirte en una.