Las palabras de Amy eran sinceras, y Jo la abrazó con cariño mientras decía:
—Ahora que entiendo a qué te refieres, no volveré a burlarme de ti. Estás alcanzando tus objetivos más rápido de lo que imaginas, y yo te tomaré como modelo de buena educación, porque creo eres una verdadera experta. Sigue esforzándote, querida, y algún día obtendrás la recompensa que anhelas. Cuando eso ocurra, yo seré quien más se alegre.
Amy recibió su recompensa una semana después, y a la pobre Jo le costó un mundo alegrarse. La tía Carrol envió una carta y a la señora March se le iluminó hasta tal punto la cara al leerla quejo y Beth, que se encontraban junto a ella, le preguntaron cuál era la buena nueva.
—La tía Carrol va a ir a Europa el mes que viene y quiere…
—¡Que la acompañe! —interrumpió Jo levantándose de un salto de la silla con emoción desbordada.
—No, querida, no se trata de ti, sino de Amy.
—¡Mamá! Amy es demasiado joven, Me toca a mí ir antes. Hace mucho tiempo que sueño con ese viaje. ¡Me sentaría muy bien! Sería estupendo. ¡Debo ser yo quien vaya!
—Me temo que no es posible, Jo. La tía ha elegido a Amy, no deja ninguna otra opción, y no podemos contradecirla cuando está haciéndonos un favor así.
—Siempre pasa lo mismo. ¡Amy se divierte y yo tengo que trabajar! ¡No es justo! ¡No lo es! —exclamó Jo con vehemencia.
—Me temo que en gran medida es culpa tuya, querida. Cuando la tía me comentó el asunto el otro día, me explicó que le desagradaron tus malos modos y tu afán de independencia. Y parece citar una expresión tuya cuando dice: «Al principio, pensé en Jo, pero, puesto que “detesta que le hagan favores” y el francés le parece una “lengua ridícula”, creo que no es buena idea invitarla. Amy es mucho más dócil, será una excelente acompañante para Flo y agradecerá las oportunidades que este viaje le brindará».
—¡Oh, no, mi abominable manía de hablar sin medir las palabras! ¿Cuándo aprenderé a refrenar la lengua? —se lamentó Jo al recordar las palabras que habían provocado su mal. Después de escuchar la explicación de su hija acerca de la cita de la tía, la señora March dijo con tristeza:
—Me hubiese encantado que fueses, pero en esta ocasión no hay nada que hacer. Intenta tomártelo con buen ánimo y no enturbies la alegría de Amy con tus reproches y lamentos.
—Lo intentaré —concedió Jo, pestañeando con fuerza para contener el llanto mientras recogía el cesto de las labores que tan precipitadamente había lanzado por los aires—. Mejor aún, seguiré su ejemplo y, en lugar de contentarme con fingir alegría, trataré de sentirla y no robarle ni un segundo de dicha, aunque no me resultará fácil, porque mi disgusto es enorme. —La pobre Jo dejó caer sobre su acerico unas cuantas lágrimas de amargura.
—Jo, querida, sé que sonará egoísta, pero yo no podría vivir sin ti y me alegro de que no te vayas aún —murmuró Beth, y la abrazó con cesto de labores incluido, con tal dulzura y tanto amor que Jo se sintió reconfortada a pesar de que estaba muy arrepentida y deseaba rogarle a la tía Carrol que la «molestase con favores» y comprobase lo muy agradecida que podía llegar a ser.
Cuando por fin Amy llegó, Jo ya estaba en condiciones de participar del júbilo familiar, quizá no tan sinceramente como de costumbre, pero sí sin afligirse por la suerte de su hermana. La joven recibió la noticia con enorme alegría y, en un rapto de formalidad, comenzó a guardar en la maleta sus pinturas y lápices, dejando las cuestiones sin importancia como la ropa, el dinero y el pasaporte a quienes estaban menos absortos pensando en el arte que ella.
—Chicas, este no es un mero viaje de placer para mí —dijo con gravedad mientras limpiaba su mejor paleta—. En él se decidirá mi futuro profesional. Si tengo talento, lo encontraré en Roma y haré algo que lo pondrá de manifiesto.
—¿Y si no lo tienes? —preguntó Jo, que, con los ojos aún enrojecidos, cosía unos cuellos nuevos para Amy.
—Entonces, volveré a casa y daré clases de dibujo para ganarme la vida —contestó la aspirante a la fama con gran serenidad. Sin embargo, al pensar en esa posibilidad, hizo una mueca y rascó con más vigor la paleta, como si estuviese dispuesta a tomar medidas drásticas para no renunciar a su sueño.
—No; no harás tal cosa. Tú detestas trabajar. Te casarás con un rico y pasarás el resto de tus días rodeada de lujos —comentó Jo.
—A veces aciertas en tus predicciones, pero no creo que este sea el caso. Por supuesto, me encantaría, porque si no puedo ser artista me gustaría ayudar a quienes sí pueden —afirmó Amy con una sonrisa como si el papel de lady Generosidad le fuese mejor que el de profesora de dibujo pobre.
—¡Vaya! —dijo Jo con un suspiro—. Si eso es lo que deseas, eso es lo que obtendrás. Tus deseos siempre se cumplen; los míos, nunca.
—¿Te gustaría ir? —preguntó Amy pensativa, aplastándose la nariz con el cuchillo.
—¡Mucho!
—Bien, dentro de un par de años te mandaré un pasaje; entonces excavaremos en el Foro en busca de restos arqueológicos y llevaremos a cabo los planes que tantas veces hemos comentado.
—Gracias; si ese bendito día llega, te recordaré tu promesa —repuso Jo, aceptando la imprecisa pero magnífica oferta con la mayor de las gratitudes.
No disponían de mucho tiempo para preparar el viaje y todo el mundo trabajó sin parar hasta el día de la partida. Jo aguantó bien la presión hasta que el último resto de lazo azul hubo desaparecido de la vista; entonces fue a refugiarse al desván y lloró hasta que no pudo más. Amy, por su parte, aguantó bien hasta que el barco estuvo a punto de zarpar. En ese momento, al comprender que pronto un enorme océano la separaría de sus seres más queridos, abrazó a Laurie con fuerza y le pidió entre sollozos:
—¡Por favor, cuida de todos por mí! Y si algo pasase…
—Lo haré, querida, lo haré. Y si algo pasase, iría junto a ti para darte mi apoyo —susurró Laurie, sin imaginar lo pronto que tendría que cumplir su promesa.
Así pues, Amy zarpó hacia el Viejo Mundo, que siempre resulta nuevo y atractivo para los ojos jóvenes, mientras su padre y amigo quedaban en el muelle, esperando que el destino deparase solo hermosas experiencias a aquella joven de buen corazón, que no dejó de agitar la mano hasta que en el horizonte solo quedó el reflejo del sol estival en las aguas del mar.
Londres
Q
uerida familia:
En este momento, estoy sentada junto a uno de los ventanales del Bath Hotel, en Piccadilly. No es un lugar elegante pero el tío estuvo aquí hace unos anos y no quiere ir a ningún otro. No me preocupa porque, de todas formas, no vamos a estar demasiado tiempo en la ciudad. ¡Lo estoy pasando tan bien que no sé por dónde empezar a contaros! Como no se me ocurre, sacaré algunas ideas de mi cuaderno de notas. Desde que el viaje empezó no paro de dibujar y garabatear.
Cuando os envié la carta desde Halifax, me sentía muy desdichada, pero después tuve un viaje estupendo, con muy pocas molestias, y me pasé casi todo el tiempo en cubierta, entretenida con personas muy agradables. Todo el mundo era muy amable conmigo, sobre todo los oficiales. Jo, ¡no te rías! En un barco, los caballeros son de gran ayuda, te ofrecen su apoyo, te sirven y, como no tienen nada que hacer, agradecen que les hagas sentirse útiles puesto que, de lo contrario, lo único que hacen es fumar y fumar.
La tía y Flo lo pasaron muy mal durante la travesía y prefirieron quedarse a solas. Así que, una vez atendidas en la medida de lo posible sus necesidades, me dediqué a mí, con idea de disfrutar un poco. ¡Qué paseos por cubierta, qué puestas de sol, qué aire y qué olas! Cuando el barco va a toda máquina, es casi tan emocionante como galopar en un caballo muy veloz. Me hubiese encantado que Beth hubiese venido con nosotras, le hubiese sentado muy bien. Y en cuanto a Jo, la imaginaba subida al foque o como sea que llamen a esa cosa tan alta, haciéndose amiga de los tripulantes y pasándolo en grande hablando por la bocina del capitán.
A pesar de lo delicioso que resultaba todo, me alegró mucho ver la costa de Irlanda, que es un país precioso, verde y soleado, con alguna que otra cabaña marrón, colinas coronadas por antiguas ruinas y casas de campo de nobles en los valles, con ciervos en los parques. Era muy temprano, pero no me arrepentí de haber madrugado para ver aquella bahía llena de barquitos, el muelle tan pintoresco y el cielo rosado. Era un espectáculo inolvidable.
Uno de mis nuevos amigos, el señor Lennox, se bajó en Queenstown. Cuando mencioné los lagos de Killarney, suspiró melancólico y me cantó una balada que decía:
¿Has oído hablar de Kate Kearney?
Vive en la orilla del lago Killarney.
Si te mira, huye del peligro, echa a correr.
Dicen que una mirada suya, puede ser fatal.
Menuda tontería, ¿no os parece?
En Liverpool solo nos detuvimos unas horas. Es un sitio sucio y ruidoso, y me alegré de dejarlo atrás. El tío bajó corriendo del barco y compró un par de guantes de piel de perro, anos zapatos bastos y feísimos y un paraguas, y se cortó el pelo
à la mutton
. Volvió muy orgulloso, jactándose de tener el aspecto de un auténtico británico. Pero el joven limpiabotas negro que le limpió de barro los zapatos no tardó ni dos segundos en ver que era norteamericano y dijo con una mueca: «Ya está, señor, el mejor lustre yanqui». Al tío le hizo muchísima gracia. ¡Ah, que no se me olvide contaros la última ocurrencia de Lennox! Le pidió a su amigo Ward, que viajaba con nosotros, que comprara un ramo para mí, y cuando entré en mi habitación me encontré con las flores y una tarjeta que decía: «Con mis mejores deseos, Robert Lennox». ¿No os parece encantador, chicas? Me gusta mucho viajar.
Si no me doy prisa, no llegaré nunca a hablaros de Londres. De camino hacia la ciudad, tuve la sensación de recorrer una galería de arte, llena de paisajes espectaculares. Las granjas me entusiasmaron, con sus tejados de paja, la fachada cubierta de hiedra, ventanas con celosías y mujeres robustas asomadas con sus sonrosados hijos a la puerta. Hasta el ganado parecía más manso que el nuestro. Las vacas viven a cuerpo de rey y las gallinas cloquean satisfechas, como si, contrariamente a lo que ocurre con las nuestras, nunca se alborotasen. No había visto nunca una gama de colores tan perfecta: la hierba tan verde, el cielo tan azul, el trigo tan amarillo, los bosques tan oscuros. Pasé el día extasiada. Flo también, íbamos de un lado a otro intentando no perder detalle. ¡Y eso que nos desplazábamos a ciento diez kilómetros por hora! La tía, que estaba muy cansada, se durmió y el tío no tenía ojos más que para su guía de viajes. Imaginad la escena. Yo emocionada, exclamo: «¡Oh, esa mancha gris que se ve más allá de los árboles debe de ser Kenilworth!»; Flo, asomada a mi ventanilla, apunta: «¡Qué bonito! Papá, ¿iremos allí?», y el tío, mirando tranquilamente sus zapatos contesta: «No, querida; salvo que pretendas beber cerveza. ¡Es una destilería!».
Tras una pausa, Flo dice: «¡Mira, una horca! ¡Y un hombre que va hacia ella!». «¿Dónde, dónde?», pregunto yo, y entonces veo dos postes altos con una viga atravesada y unas cadenas colgando. «Es una mina de carbón», explica el tío con un guiño. «Fijaos en ese rebaño de corderitos tumbados en la hierba, ¡qué bonitos!», comento. «Sí, papá, mira. ¿No te parecen preciosos?», dice Flo emocionada. «Son gansos, jovencitas», observa el tío con un tono que invitaba a no añadir nada más. Después de eso, Flo se sentó y empezó a leer
The flirtations of Capt. Cavendish
, y yo seguí disfrutando del paisaje.
Como era de esperar, al llegar a Londres llovía y lo único que alcanzamos a ver fue niebla y paraguas. Descansamos, deshicimos el equipaje y fuimos de compras. La tía Mary me regaló algo de ropa, pues salí de casa con tanta precipitación que me hacía falta un poco de todo. Ahora tengo un hermoso sombrero blanco con una pluma azul precioso, un estupendo vestido de muselina a juego y la capa más bonita que podáis imaginar. Ir de compras por Regent Street es una delicia, todo es muy barato; hay lazos preciosos por solo seis peniques la yarda. Me hice con unos cuantos, pero para los guantes prefiero esperar a París. ¿Acaso no parece que quien os cuenta esto sea alguien elegante y rico?
Aprovechando que la tía y el tío estaban fuera, Flo y yo pedimos un cabriolé para dar un paseo y divertirnos un rato. Después nos enteramos de que no está bien visto que las jovencitas vayan solas en esos coches. ¡Fue muy divertido! En cuanto estuvimos dentro de la caja de madera, el cochero arrancó tan deprisa que Flo se asustó y le rogó que se detuviera. Pero, como el pescante estaba detrás, el hombre no oía ni nuestros gritos ni los golpes que dábamos con la sombrilla en la pared, por lo que seguimos recorriendo la ciudad, sin poder remediarlo, doblando esquinas a una velocidad de vértigo. Por fin, en medio del desespero, vi que había una portezuela en el techo y me asomé. Unos ojos rojos se clavaron en mí y una voz que olía a cerveza me preguntó: «¿Qué quiere la señora?». Le transmití mis instrucciones con la máxima seriedad. El hombre cerró la portezuela de golpe con un «ay, madre» y frenó al caballo, que empezó a caminar tan lento como si fuésemos en una comitiva fúnebre. Volví a asomar la cabeza y pedí: «Un poco más rápido», y el hombre volvió a correr como un loco, por lo que decidimos resignarnos y aceptar nuestro destino.
Hoy ha hecho un buen día y hemos ido a Hyde Park, que queda cerca del hotel, porque somos más aristocráticas de lo que podría parecer. El duque de Devonshire vive cerca. Veo con frecuencia a sus lacayos haraganear en la puerta trasera. La casa del duque de Wellington tampoco queda lejos. ¡Menudas escenas encontramos en el parque, queridas! Duquesas viudas y gordas que paseaban en carrozas rojas y amarillas, con impresionantes criados que visten medias de seda y chaquetas de terciopelo situados en la parte trasera y un chófer con la cara empolvada delante. Elegantes doncellas que cuidaban de los niños más sonrosados que he visto nunca, hermosas jóvenes que parecían soñolientas, dandis indolentes con divertidos sombreros de estilo inglés y guantes de cabritilla de color morado, y soldados muy altos vestidos con chaquetillas rojas y sombreros redondos que se atan a un lado y les dan un aspecto de lo más cómico. ¡Estaba deseando hacerles un retrato!
Rotten Row significa
Route de roi
, es decir, «la ruta del rey», pero ahora es sobre todo una escuela hípica donde enseñan a montar. Los caballos son espléndidos y los hombres montan bien, pero las mujeres van rígidas y rebotan sobre la montura, lo que no es acorde con nuestras costumbres. Al verlas trotar muy serias arriba y abajo con sus ropas ligeras y sus sombreros altos, como mujeres en un arca de Noé de juguete, me entraron ganas de mostrarles un buen y raudo galope americano. Aquí todo el mundo monta a caballo: los ancianos, las damas robustas, los niños y los jóvenes, que lo aprovechan para coquetear. Vi a una pareja intercambiar capullos de rosas, que aquí se llevan en el ojal, y me pareció una idea encantadora.
A mediodía, fuimos a la abadía de Westminster, pero no esperéis que os la describa. Es imposible. Me contentaré con deciros que es ¡sublime! Esta tarde iremos a visitar Fechter, el actor francés, lo que sin duda pondrá el broche de oro a este día, que ha resultado el más feliz de mi vida.
Medianoche
Es muy tarde, pero no puedo enviar esta carta mañana sin contaros lo que ha ocurrido esta última tarde. ¿A que no adivináis quién vino a visitarnos mientras tomábamos el té? ¡Los amigos ingleses de Laurie, Fred y Frank Vaughn! Menuda sorpresa; de no ser por las tarjetas, no los habría reconocido. Ambos están muy altos y llevan bigote. Fred es ahora un joven apuesto al estilo inglés, y Frank está mucho mejor, puesto que apenas cojea y no usa muletas. Laurie les había facilitado nuestra dirección y vinieron a invitarnos para que nos quedáramos en su casa. El tío declinó la oferta, pero iremos a visitarlos en cuanto podamos. Nos acompañaron al teatro y lo pasamos muy bien. Frank se dedicó a hablar con Flo, y Fred y yo charlamos animadamente como si nos conociésemos de toda la vida. Decidle a Beth que Frank preguntó por ella y que le entristeció mucho saber de su enfermedad. Cuando le hablé de Jo, Fred rió y me pidió que transmitiese «un afectuoso saludo a la dama del sombrero grande». Ambos recordaban lo mucho que nos divertimos en el campamento que organizó Laurie. Parece que todo eso ocurrió hace siglos, ¿verdad?
Es la tercera vez que la tía golpea la pared, así que tengo que dejar de escribir. Me siento como una dama londinense, elegante y disoluta, escribiendo a horas tan tardías, en una habitación repleta de cosas hermosas y con la cabeza llena de imágenes de parques, teatros, vestidos nuevos y galantes caballeros que exclaman «¡Ah!» y se atusan el rubio bigote con germina altivez londinense. Tengo muchas ganas de veros a todos y, a pesar de mis tonterías, sabéis que os quiero de todo corazón,
A
MY
París
Queridas hermanas:
En mi última carta os hablé de mi estancia en Londres, de lo amables que fueron los Vaughn y de las salidas tan agradables que nos organizaron. Hampton Court y el museo de Kensington me gustaron especialmente, porque en Hampton vi unos dibujos de Rafael y en el museo de Kensington, una sala llena de cuadros de Turner, Lawrence, Reynolds, Hogarth y otros grandes artistas. En Richmond Park pasamos un día delicioso. Comimos el clásico picnic inglés y había más ciervos y robles majestuosos de los que podía pintar; además oí cantar a un ruiseñor y vi alzar el vuelo a un grupo de alondras. Nos sentíamos tan a gusto en Londres, gracias a Fred y Frank, que nos dio pena marcharnos. Los ingleses no te acogen de inmediato pero, cuando se deciden, no hay quien los supere en hospitalidad. Los Vaughn esperan reunirse con nosotros en Roma, en invierno, y me llevaré un gran disgusto si no es así, porque Grace y yo nos hemos convertido en grandes amigas y los chicos son estupendos, sobre todo Fred.
De hecho, apenas llegamos a París, nos encontramos nuevamente con él. Dijo que estaba de vacaciones y que iba camino de Suiza. A la tía no le hizo demasiada gracia al principio, pero él se mostró tan encantador que era imposible ponerle pegas. Ahora se entienden de maravilla y todos nos felicitamos por su presencia, porque habla perfectamente francés; no sé qué sería de nosotras sin él. El tío apenas conoce unas frases y se empeña en hablar en inglés a gritos, como si al alzar la voz los demás fuesen a entenderle mejor. La tía tiene un acento arcaizante y Flo y yo, a pesar de que nos jactábamos de saber mucho francés, hemos descubierto que no es cierto y agradecemos mucho que Fred nos sirva de intérprete, o como dice el tío, «parlamente en nuestro nombre».
¡Qué bien lo estamos pasando! Visitamos monumentos de la mañana a la noche, a mediodía hacemos una pausa para comer en alegres
cafés
y vivimos aventuras divertidísimas. Cuando llueve, vamos al Louvre, a disfrutar de los cuadros. Jo torcería el gesto ante algunas de estas obras maestras porque no tiene sensibilidad artística, pero yo sí la tengo y me esmero por cultivar mi vista y mi gusto a buen ritmo. Seguro que ella preferiría ver las pertenencias de personajes importantes. He visto el sombrero de tres picos de Napoleón y su abrigo gris, la cuna en la que durmió de niño y un cepillo de dientes suyo; también he tenido ante mí un zapatito de María Antonieta, el anillo de san Dionisio, la espada de Carlomagno y otros muchos artículos interesantes. Cuando vuelva, os lo contaré todo con detalle pero, ahora por escrito, no puedo dedicarle más tiempo a todo esto.
El Palais Royal es un lugar de ensueño que alberga tanta
bijouterie
y cosas maravillosas que casi me vuelvo loca por no poder comprar nada. Fred pretendía regalarme alguna pieza pero, por supuesto, no se lo permití. Luego fuimos al Bois de Boulogne y a los Champs Elysées, que son
magnifiques
. He visto a la familia imperial en varias ocasiones. El emperador es un hombre feo y de aspecto serio, la emperatriz es pálida y hermosa, pero tiene un gusto horroroso para vestir; una vez llevaba un vestido púrpura, un sombrero verde y unos guantes amarillos. El pequeño Napoleón es un niño guapo que se pasa el rato charlando con su tutor y saluda con la mano a la gente cuando desfila en una carroza tirada por cuatro caballos, con postillones vestidos con chaqueta de satén rojo y guardia montada delante y detrás del vehículo.