—Tiene buen acento y, con el tiempo, lo hará de maravilla. Le recomiendo que siga estudiando, porque a una institutriz le es muy útil saber alemán. Voy a echar un vistazo a Grace, que no para de correr y brincar. —Dicho esto, la señorita Kate se marchó añadiendo para sus adentros: ¡Qué raros son los yanquis! Mucho me temo que van a echar a perder a Laurie.
—Había olvidado que los ingleses desprecian a las institutrices y no las consideran como nosotros —apuntó Meg mientras observaba, con expresión de enojo, cómo se alejaba la mujer.
—Los tutores tampoco están demasiado bien vistos, como he tenido la desgracia de comprobar. Para los trabajadores, no hay mejor lugar que Estados Unidos, señorita Margaret. —El señor Brooke parecía tan satisfecho y alegre que Meg se arrepintió de haberse quejado de sus cargas.
—Entonces, me alegro de vivir aquí. No me gusta mi trabajo, pero me reporta muchas satisfacciones, de modo que no me puedo quejar. No obstante, desearía disfrutar ensenando, como usted.
—Sospecho que disfrutaría si tuviese a Laurie por alumno. Sentiré mucho no estar con él el año que viene —comentó el señor Brooke mientras hacía un agujero en la hierba.
—Supongo que irá a la universidad. —Las palabras salieron de los labios de Meg, pero sus ojos preguntaban: «¿Y qué será de usted?».
—Sí, es hora de que vaya; ya está casi preparado y, en cuanto salga, se hará soldado.
—¡Me alegra saberlo! —exclamó Meg—. Me parece que todos los jóvenes se enrolarían gustosos, aunque a las madres y las hermanas que se quedan en casa les resulte duro —añadió con pena.
—Yo no tengo hermanas y solo unos pocos amigos a los que les importaría si vivo o muero —dijo el señor Brooke con amargura mientras, con aire distraído, dejaba la rosa en el agujero y lo cubría de tierra, como si fuese una tumba.
—Estoy segura de que a Laurie y a su abuelo les importaría mucho y, sí algo le ocurriera, todos en mi familia lo lamentaríamos mucho —repuso Meg con el corazón en la mano.
—Se lo agradezco, es muy amable —dijo el señor Brooke, nuevamente animado; pero, antes de que pudiese terminar la frase, Ned llegó montado en un viejo caballo para lucir sus dotes de jinete ante las jóvenes, y ya no tuvieron ocasión de charlar a solas en lo que restó del día.
—¿No te gusta montar? —le preguntó Grace a Amy mientras descansaban después de una carrera por el campo, organizada por Ned.
—Me encanta. Mi hermana Meg solía montar cuando papá era rico, pero ahora ya no tenemos caballos y hemos de conformarnos con Manzano —explicó Amy entre risas.
—¿Qué es Manzano?, ¿un burro? —preguntó Grace, picada por la curiosidad.
—Verás, a Jo le encantan los caballos, al igual que a mí, pero solo nos queda una vieja silla de montar y ningún caballo. En el jardín hay un manzano que tiene una rama baja, así que le colocamos la silla, sujetamos las riendas y nos turnamos para imaginar que vamos cabalgando.
—¡Qué divertido! —Grace se echó a reír—. En casa tengo un poni y paseo en él por el parque casi a diario, con Fred y Kate. Es muy agradable, porque siempre me encuentro con amigas mías y la alameda está llena de damas y caballeros.
—¡Qué delicia! Espero ir a Europa algún día, pero preferiría ir a Roma que a Alameda —dijo Amy, que no tenía la más remota idea de lo que significaba «alameda» pero no se atrevía a preguntarlo.
Frank, que estaba sentado detrás de las niñas escuchando lo que decían, apartó la muleta con un gesto de invitación al ver cómo los demás muchachos se divertían haciendo gimnasia. Beth, que estaba recogiendo las cartas desperdigadas del juego «Autores», levantó la mirada y dijo con amabilidad pero sin abandonar su habitual timidez:
—Parece cansado; ¿puedo ayudarle en algo?
—Por favor, converse conmigo; me aburro aquí solo, sentado —contestó Frank, que a todas luces no estaba acostumbrado a salir de casa.
Si le hubiese pedido que pronunciase un discurso en latín, a la vergonzosa joven no le hubiese parecido una tarea más difícil de cumplir pero, como no tenía adonde huir, Jo no estaba cerca para escudarse tras ella y el pobre niño parecía tan necesitado de compañía, resolvió valientemente probar suerte.
—¿De qué quiere hablar? —preguntó juntando con torpeza las cartas y dejando caer la mitad al intentar atarlas.
—Bueno, podríamos charlar sobre críquet, remo o caza —apuntó Frank, que aún no se había hecho a la idea de que debía renunciar a ciertos entretenimientos.
¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? No sé nada de todo eso, pensó Beth. Su nerviosismo era tal que olvidó la cojera del niño y preguntó, con la esperanza de hacerle hablar:
—Yo no he ido nunca de caza, pero supongo que usted es un experto.
—Fui de caza en una ocasión, pero ya no podré volver nunca porque tuve una mala caída al saltar una valla alta. Los caballos y las cacerías han acabado —explicó Frank con un suspiro que hizo que Beth lamentase haber hablado sin pensar.
—Los ciervos de su país son mucho más bonitos que nuestros búfalos, que son feísimos —dijo Beth buscando inspiración en las praderas y felicitándose por haber leído uno de los libros de chicos que tanto gustaban a Jo.
Los búfalos dieron pie a una conversación más satisfactoria y, en su afán por entretener al muchacho, Beth se olvidó de sí misma y no se percató de la sorpresa y alegría con que sus hermanas la observaron conversar animadamente con aquel jovencito que había considerado horrible y del que creía que debían protegerla.
—¡Dios la bendiga! Siente lástima por él y por eso es tan amable —comentó Jo con una sonrisa al verla desde el campo de cróquet.
—Siempre he pensado que es una santa —añadió Meg como si aquella escena fuese la prueba definitiva.
—Hacía tiempo que no oía a Frank reír así —explicó Grace a Amy mientras hablaban de muñecas y creaban un juego de té con cascaras de bellota.
—Mi hermana Beth puede ser fastidiosa cuando se lo propone —dijo Amy, complacida por el éxito de su hermana. En realidad había querido decir «fascinante» pero, como no conocía bien el significado de ninguna de las dos palabras, le pareció que «fastidiosa» era la adecuada y le sonó bien.
La tarde acabó con un improvisado circo, una partida del zorro y las gallinas y un partido amistoso de cróquet. Al ponerse el sol, ya habían recogido la tienda, guardado los cestos, retirado los palos del campo de juego y cargado los botes, y el grupo se aventuró río abajo, cantando a voz en cuello. Ned, en un arranque sentimental, cantó una balada con el melancólico estribillo:
¡Solo estoy, sí, solo estoy!
Y la letra:
Si ambos somos jóvenes y tenemos corazón,
¿por qué nos mantenemos tan fríamente a distancia?
sin dejar de mirar a Meg con una expresión tan lastimera que ella soltó una carcajada que echó a perder el efecto de la canción.
—¿Cómo puede ser tan cruel conmigo? —le susurró Ned aprovechando que los demás hablaban y no le oirían—. Primero pasa todo el día pegada a esa estirada inglesa y ahora se burla de mí.
—No era mi intención, pero estaba tan gracioso que no he podido evitarlo —contestó Meg, pasando por alto a propósito la primera parte de su reproche, pues ciertamente le había huido por lo ocurrido en la fiesta de los Moffat y por lo que le había oído decir a él después.
Ned se sintió ofendido y, volviéndose hacia Sallie en busca de consuelo, dijo:
—Esta muchacha no es nada coqueta, ¿verdad?
—Es cierto, pero es un encanto —contestó Sallie defendiendo a su amiga sin por ello negar sus faltas.
—Tampoco es tan inocente como parece —apostilló Ned, que pretendía dárselas de listo y lo consiguió como suele ocurrir con los caballeros.
Los asistentes a la fiesta se despidieron muy cordialmente en el mismo jardín en el que se habían encontrado. Los Vaughn se marchaban a Canadá. La señorita Kate siguió con la mirada a las cuatro hermanas mientras atravesaban el jardín en dirección a su casa y dijo, sin el tono resabido habitual en ella:
—A pesar de lo maleducadas que pueden parecer a simple vista, las jóvenes norteamericanas son muy agradables cuando se las conoce mejor.
—No puedo estar más de acuerdo —convino el señor Brooke.
E
ra una cálida tarde de septiembre y Laurie se mecía plácidamente en su hamaca. Se preguntaba qué harían sus vecinas, pero se sentía demasiado perezoso para levantarse e ir a averiguarlo. Estaba de mal humor; el día no había sido satisfactorio ni de provecho, y le hubiese gustado tener la oportunidad de vivirlo nuevamente desde el principio. El calor le volvía indolente; no había prestado atención en clase, había puesto a prueba la paciencia del señor Brooke y, luego, enojado a su abuelo al practicar en el piano casi tocia la tarde. Había aterrorizado al servicio al insinuar que uno de los perros se estaba volviendo loco y, después de quejarse ante el mozo de cuadra de que no cuidaban lo suficientemente bien de su caballo, se había tumbado en la hamaca para lamentarse de lo absurdo que resultaba el mundo en general, hasta que la belleza de aquella tranquila tarde serenó su ánimo aun a su pesar. Mientras contemplaba la verde copa del castaño del que colgaba la hamaca, se entregó a toda suerte de fantasías y, cuando se imaginaba en medio del océano, en un viaje alrededor del mundo, el sonido de unas voces le devolvió de golpe a la realidad. Echó un vistazo y, por el tejido de malla de la hamaca, vio a las hermanas March salir juntas, como si formasen parte de una expedición.
¿Qué tramarán ahora estas muchachas?, se preguntó Laurie abriendo los somnolientos ojos para observar con atención a sus vecinas, que tenían un aspecto curioso. Todas llevaban un gran sombrero, una bolsa de lino marrón colgada del hombro y algo en la mano. Meg llevaba un cojín, Jo un libro, Beth un cazo y Amy una carpeta. Recorrieron en silencio el jardín, salieron por la puerta pequeña y empezaron a subir por la colina que separaba la casa del río.
Vaya, ¡qué simpáticas!, se dijo Laurie. Organizan un picnic y ni me avisan. No podrán ir en bote porque no tienen la llave del cobertizo. Tal vez no lo recuerdan; se la llevaré y averiguaré qué planes tienen.
Aunque tenía media docena de sombreros, tardó un buen rato en dar con uno; luego se entretuvo buscando la llave, que al final encontró en su bolsillo, de modo que cuando saltó la valla ya no se veía a las jóvenes, por lo que echó a correr. Tomó un atajo hacia el cobertizo y esperó a que llegaran pero, al ver que no se acercaba nadie, subió a la cima de la colina para echar un vistazo. La colina estaba en parte cubierta por un hermoso pinar, y del corazón de aquel verde paraje llegó a sus oídos un sonido que se destacaba entre el murmullo de las ramas mecidas por el viento y el chirrido de los grillos.
¡Menuda escena!, pensó Laurie mirando entre unos matorrales, mucho más despierto y animado.
Y en verdad era una bonita estampa; las jóvenes se habían sentado en un lugar fresco, donde la luz del sol se alternaba con las sombras; el viento, cargado de fragancias, jugaba con sus melenas y aliviaba el calor de sus mejillas, mientras los habitantes del bosque seguían con su ir y venir, sin inmutarse, como si en lugar de intrusas, las hermanas fuesen viejas amigas. Sentada en el cojín, Meg cosía con sus blancas manos, muy elegante, y con su vestido rosa se la veía lozana y dulce como una flor en medio del verde paraje. Beth estaba recogiendo unas pinas que había bajo una planta de cicuta para hacer adornos con ellas. Amy dibujaba unos helechos y Jo calcetaba y leía en voz alta. Una sombra cruzó el semblante del joven mientras las observaba, y pensó que lo correcto era marcharse, puesto que nadie le había invitado; sin embargo, no se decidía a irse ya que su casa le parecía un lugar solitario y la pequeña reunión informal en el bosque resultaba mucho más atractiva a su ánimo inquieto. Continuó mirando a las jóvenes, sin moverse, hasta que una ardilla que estaba juntando comida bajó de un pino cercano, se asustó al verle y se retiró con un chillido tan agudo que Beth levantó la cabeza, vio el rostro de su amigo y sonrió.